Dionisio Espejo Paredes / El sujeto (islamo) fóbico: el miedo como mercancía

Filosofía, Política

0. Introducción

Este artículo analiza el shock como categoría fundamental de la modernidad tardía, examinando su función como estructura de dominación, experiencia emocional y forma mercantilizada en las sociedades contemporáneas. Partiendo del marco teórico de la doctrina del shock (Klein) y su genealogía en la teoría crítica (Benjamin, Adorno, Horkheimer), se argumenta que el poder ha perfeccionado un régimen de shock permanente que, mediante crisis, impactos mediáticos y catástrofes espectacularizadas, anula la capacidad crítica, suplanta la racionalidad por respuestas emocionales y transforma el trauma en un bien de consumo.

La investigación demuestra cómo este mecanismo no se limita a la esfera política, sino que constituye una tecnología de gestión afectiva que opera mediante la administración del miedo y el deseo. Como caso paradigmático, se analiza la islamofobia en Europa, revelando su función como instrumento de biopolítica que legitima medidas autoritarias y estructura identidades colectivas a través del rechazo al diferente.

La principal contribución del estudio radica en identificar la paradoja central de este fenómeno: lejos de generar solo resistencia pasiva, el shock produce fascinación y complicidad. La sociedad, lejos de ser una mera víctima, desarrolla un goce adictivo por la catástrofe, convirtiendo el miedo en una forma de pertenencia y el espanto en un espectáculo cotidiano. Así, el shock deja de ser un evento excepcional para convertirse en el sustrato mismo de la experiencia en el capitalismo global.

1. Modern Times

Nada hay tan preocupante como la tensión y la violencia con la que se enfrenta la gente en el debate público, como la falta de consideración por los consensos democráticos, como el desprecio por los hechos y por el conocimiento, como el odio dirigido hacia ciertas posiciones ideológicas o ciertos colectivos. Las fobias privadas se han convertido en razones públicas. No se trata simplemente de que la desconfianza se normalice, es el odio el que está ya normalizado. Y es más grave porque su fundamento no es racional, es pura pasión. Contra la mentira se pueden presentar los hechos pero contra la pasión, en particular el miedo, de nada sirven las pruebas. El miedo es un hecho en sí mismo.

Los grupos organizados de violentos neonazis o neofascistas son buena prueba de que el miedo no es solo consecuencia sino causa de la barbarie. Cada parcela ganada por el miedo es una nueva amenaza para la libertad como lo anunciaba Aristóteles en su Política, y después de la libertad se comprometen el resto de los derechos humanos. Los oscuros simpatizantes del totalitarismo se alimentan de la catástrofe ficticia, son ingenieros del desastre, expertos en fabricar calamidades que inquieten a la opinión pública.

Y no es que la racionalidad retroceda, es que la ficción suplanta lo real, la comunicación se interrumpe. Y no es que el discurso sea expresión de las emociones, es que se ha impuesto un dogmatismo y una forma de abstracción que se fundamenta en ciegas pasiones. Nuestra sociedad espectacular, constantemente abierta a la novedad, a la moda de temporada, a la nueva noticia, a la nueva mercancía, está, mientras funciona, desactivando la capacidad crítica, incluso la racionalidad, del espectador. En la era del capitalismo de consumo los contenidos espectaculares y mediáticos se presentan como revolucionarios, es decir como rupturas, «reset», shock continuados. Aquí no importa ni la verdad ni la mentira, ni la apariencia, ni la concordia, solo la satisfacción inmediatamente renovada. Solo las emociones se activan, desatadas, en ese marco empírico.

La burguesía ha cumplido su ansia revolucionaria en unos grandes almacenes, quizá eso fue lo que llevó a W. Benjamin a dedicar los últimos diez años de su vida al estudio de los Passages parisinos. Bajo esas condiciones ya no hay voluntad emancipatoria que no pase por el consumo, como no hay revolución social que no sea una propuesta del mercado de la moda siempre abastecido por nuevas y modernas mercancías. La revolución es solo una partida ganada o perdida que te transforma por un instante, o es una nueva moda, una tendencia dominante. Parece que vivimos en la era de lo efímero, pero cuanto más vuela el tiempo más se desea la eternidad.

En esta forma pasional de relacionarnos con el mundo se refuerzan los mapas mentales, se consolidan los estereotipos como la única forma estable, de apariencia inmutable, pero al mismo tiempo se deterioran la experiencia y la capacidad de percibir lo que acontece, se difumina la realidad, e incluso la capacidad de pensar. Antes de la descripción, el pathos introduce la valoración. Vale tanto para el juicio particular como para la interpretación histórica o la investigación judicial.

Cuando parece que hablamos de hechos en realidad estamos tratando de sensaciones irracionales que se suceden a la velocidad de las noticias de cualquier informativo o de las entradas en cascada infinita de un instagram. Cada cual se convierte en adepto de un canal, de una determinada plataforma, lo que supone afición a un tipo de impactos. Así no es posible la comunicación, ni son posibles los consensos.

2. Lo viejo y lo nuevo como ideología o fetiche

Todo fetiche es una negación de lo particular. El «impacto» fetichizado se desentiende de la experiencia y se convierte en estereotipo. Con apariencia de novedad se están reforzando los más arcaicos estereotipos convertidos en mapas fantasmales de lo real mientras se rechazan las transformaciones históricas que verdaderamente acontecen. Se niega lo nuevo (cambio climático, migraciones, etc.), lo que está sucediendo. Se lo niega no como impacto sino como acontecimiento. Se lo desprecia y se odia, en realidad se teme, mientras se presenta lo más viejo como novedad salvífica. En este marco la idea de familia tradicional, los viejos roles, la identidad sexual, la idea de patria aparecen como expresiones de una armonía preestablecida, pura ideología que quiere decir que es ideológico lo que acontece verdaderamente, nos referimos a las nuevas relaciones parentales, a los estragos climatológicos o las migraciones. Por eso, todo lo externo al estereotipo, lo real: nuevas formas de familia, de identidad sexual, de pueblo, la presencia de extranjeros, resulta inquietante, incómodo, ocupa una posición no deseada, a diferencia de las siempre anheladas novedades, esos impactos familiares tan amables del mundo «gamificado».

Se combina, en el imaginario del sujeto, el video juego de ultima generación con los más arcaicos prejuicios. Los más habituados a esta forma de shock ininterrumpido, asidos a sus viejos esquemas, viven ciertos elementos como amenazas: las feministas, los independentistas o los musulmanes son para ellos desestabilizadores, producen miedo. No es extraño que la primera vez que quien se interesó por este fenómeno del «shock», Walter Benjamin, lo pensara desde la vivencia y observación de aquello que acontecía en el contexto de una sociedad (Alemania años treinta) donde se estaban creando los marcos sociales y políticos del totalitarismo.

Desde el punto de vista político se ha logrado una forma de control de la población mucho más eficaz que la represión policial pues la gente solo desea que el poder elimine esa amenaza y le devuelva la tranquilidad, quizá para seguir con sus «estimulantes» partidas y apuestas. La represión física solo es necesaria sobre aquellos que no temen, aquellos que tienen despierta su capacidad crítica.

La «doctrina del shock» apunta a un modus operandi del poder, como forma contemporánea de dominación, pero también como un fenómeno de fascinación y deseo. No puede ser de otra manera, la ciudadanía lo vive con perplejidad, esa moderna manera maquinista de operar impacta, asusta, al ciudadano, que al mismo tiempo acaba gozando esa experiencia. Es como el niño que, en un parque de atracciones, tras superar el miedo inicial, transforma la tensión en una experiencia placentera.

La experiencia del shock, inmediatamente psicológica, no es únicamente un concepto económico o político, sino que es, más profundamente, un modo de operar del poder sobre la sensibilidad colectiva. Es una técnica de gestión emocional, un procedimiento que busca someter no tanto por la fuerza bruta sino por la desestabilización, la sorpresa y el trauma. Las viejas fobias se renuevan bajo estas nuevas condiciones, de manera que el impacto que recibe el sujeto se transforma en miedo y en violencia. La violencia del shock —sea una crisis económica, un atentado, una pandemia o una catástrofe mediática— desorganiza el campo perceptivo, suspende la crítica y convierte la reacción en reflejo animal. En esa suspensión del juicio, el poder encuentra su espacio de maniobra.

Walter Benjamin logró pensar la posibilidad de atrapar esa energía del poder y transformarla en el caudal creativo de la resistencia. En sus ensayos sobre la experiencia moderna —especialmente en El narrador, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, o en sus estudios sobre Baudelaire—, analizó cómo la modernidad sustituye la experiencia profunda («Erfahrung») por el impacto súbito («Erlebnis»), que es algo así como una sucesión de choques que fragmentan la conciencia. Lo más poderoso del descubrimiento de Benjamin es que el shock erosiona la experiencia que se torna fragmentaria y falta de sentido. Cerrados a la experiencia las emociones recurren a los estereotipos para dotar de sentido lo percibido.

El transeúnte urbano, sometido al ruido, a la velocidad, a la publicidad, vive en un estado de alerta continua. El shock no es ya un accidente, sino una condición estructural de la vida moderna desestructurada y multifragmentada. Benjamin advierte que ese bombardeo de estímulos no solo anestesia, sino que crea una forma nueva de percepción: una atención dispersa, una subjetividad que se acostumbra a vivir en la conmoción. Pero de ahí surge también su potencial revolucionario. Habrá que recordar esto más adelante.

3. El shock como método del poder

La era de la electricidad, la del disparo de la máquina fotográfica, la del encendido inmediato de un motor, la de la explosión, la del revólver de repetición, ha cambiado nuestra percepción. El tiempo ya no es un continuo ininterrumpido, es una sucesión de interrupciones, de fragmentos desconectados. Una experiencia que produce vértigo, que despierta pasiones e indiferencia al mismo tiempo. El poder contemporáneo ha aprendido a explotar esa condición perceptiva.

Naomi Klein, en La doctrina del shock (2007), formuló una tesis política que Benjamin ya había desarrollado en sus textos entre 1933 y 1940. Klein interpreta que los grandes poderes aprovechan las crisis para imponer transformaciones que, en circunstancias normales, serían rechazadas por la sociedad. Lo nuevo atemoriza y estos estados de repentina transformación activan pasiones negativas.

Para Benjamin esta experiencia está conectada con nuestro sistema sensorial y con la construcción de esa forma de experiencia que llamamos conciencia. El ya intuye que llegará un día en el que no exista percepción sin shock, y podemos decir que esa es nuestra época. Si como dice en Experiencia y pobreza hemos perdido la capacidad de contar nuestra experiencia, por eso es pobre, es porque hemos desencajado las percepciones que antaño aparecían unidas por un sentido que articulaba el conjunto. Todo lo que percibimos son fragmentos de una totalidad imposible. Así funciona la transmisión de la información y es la esencia de la publicidad, pero así son los videojuegos, siempre en busca del impacto, quizá su mejor representación es la del orgasmo.

Dice Benjamin que el acontecimiento se desconecta de la experiencia, el mecanismo que emplea nuestra cultura para efectuar esa desconexión de la praxis y su consiguiente pérdida de sentido es la «apuesta»: «para la burguesía especialmente, los sucesos políticos adoptan la forma del envite en la mesa de juego». (Obra de los Pasajes, O 13, 5). Pocas veces ha resultado tan claro este símil entre el shock, entendido como envite en el juego, y la política como en las decisiones de los primeros meses del mandato Trump 2025: cada día nos sorprende con nuevas e inesperadas medidas. Pero ya no es nuevo. Esa forma de actuar deriva de una constitución psicológica determinada por el shock. Por eso podemos comprobar como esos modelos perceptivos, habituados al constante impacto, se aplican en la praxis. Nuestra realidad, la que construimos con nuestra acción se dirige hacia ese modelo. Desde lo más cotidiano hasta los mayores conflictos, como el ataque a las torres gemelas, el bombardeo de Gaza, sigue el modelo del shock.

Quizá hoy lo más parecido a ese «envite» al que hace alusión Benjamin es una partida de Fornite o un partido de futbol. Cada jugada avanza en la sucesión de impactos que sustituyen a una verdadera experiencia. El sujeto solo busca esos sucedáneos de la experiencia para dar sentido a un vacío completo de sentido de su vida. Ese mecanismo es adictivo y cumple una función ética, política y económica en las sociedades teledirigidas. Y todo ello conforma una estética que acaba convertida en objeto de deseo.

La conmoción colectiva derivada de una sorpresa, de un reinicio, produce un vacío simbólico y político que permite reescribir el orden. El shock se convierte así en una tecnología de gobierno: no solo se ejerce poder, sino que se gestiona el miedo, se administran los afectos, se programan las reacciones. El ciudadano perplejo, desbordado por la avalancha de estímulos, acaba pidiendo protección al mismo poder que lo somete al trauma. Pero al mismo tiempo busca un objetivo al que dirigir o donde focalizar su malestar. La figura del culpable es aquí decisiva, pues solo cuando se identifica a un culpable se limpia el sujeto de su incomodidad. Al culpable se le llama de varias maneras, es la amenaza, es el musulmán, la feminista, el socialista, el trans, o el abortista.

4. El virus se expande

Adorno y Horkheimer, en Dialéctica de la Ilustración, habían descrito ese círculo vicioso de la modernidad: la razón instrumental, nacida para liberar, se transforma en una maquinaria de control y de administración del miedo. Su símbolo fue la bomba atómica. El shock no es un exceso del sistema, sino su motor. La violencia del capitalismo avanzado —económica, mediática, emocional— es parte de su aparente racionalidad. De ahí que el ciudadano no solo tema al poder, sino que lo necesite: la conmoción deviene hábito, la inseguridad se vuelve normalidad.

Podemos comprender, sin demasiada dificultad, que el ciudadano contemporáneo asuma sin sobresalto la contemplación de ciertos acontecimientos que se han vuelto rutina: cómo se maltrata y se detiene a un inmigrante en plena calle (ya habitual en ciudades norteamericanas), o cómo el ejército israelí bombardea un hospital en Gaza. Ya no se produce conflicto alguno; hemos rebasado todos los umbrales de sensibilidad y nos hemos habituado a una dosis cotidiana de brutalidad que los medios alimentan, fabricando impactos efímeros que se consumen al instante en los noticiarios o en las redes sociales. Todo parece comprensible, incluso —diríamos— necesario.

Eso hace que tal estrategia se contagie, es como un virus del poder que contrae la víctima. Pues esa forma impacta emocionalmente y recrea en el sujeto receptor ciertos mecanismos de repetición (compulsión de repetición llamaría Freud). Los shock fóbicos se normalizan así, el estado de alerta es habitual, parece como si un enemigo estuviera siempre acechando. La aporofobia o la islamofobia se explican de esta manera. Hay muchas otras, algunos hablan del peligro del feminismo, de las formas identitarias plurales, o de las familias homosexuales.

El estado de excepción que se vive tiene innumerables focos de desestabilización. El sujeto está siempre en guardia, y no lo comprende, su alerta debe de tener una causa. El productor de shock apunta siempre a causas, diríamos a culpables, que son ajenas a su propia mecánica, y una de ellas es la presencia de extranjeros pobres. La respuesta de la gente frente a estos impactos es pasional, supone un bloqueo, pero activa fuertes emociones, desactivando las capacidades críticas. Lo que estamos viendo estos días es que las emociones más recurrentes son el odio que en realidad actúa como un mecanismo de defensa.

5. Nuevas estrategias para canalizar el shock: entre el miedo y el odio al extranjero

Como hemos visto, la «doctrina del shock», conceptualizada por Naomi Klein, describe cómo los poderes políticos y económicos aprovechan situaciones de crisis, miedo o confusión social para introducir subrepticiamente medidas, a priori, impopulares o reforzar agendas preexistentes, que bajo condiciones de normalidad nunca se podrían desarrollar. El caso de la pandemia se convirtió en uno de los más importantes laboratorios de los últimos años. En este marco, la islamofobia que circula por occidente puede convertirse en una herramienta de manipulación social y legitimación política, sobre todo después de acontecimientos tan traumáticos como los atentados terroristas.

Tras ataques como el 11 de septiembre, aquel «shock» ha servido para justificar recortes de derechos, intervenciones militares y políticas defensivas y ofensivas a través de la creación y el refuerzo del miedo hacia el islam, generando estereotipos y hostilidad social hacia comunidades musulmanas. Este miedo social ha sido utilizado tanto en discursos institucionales como en medios de comunicación para consolidar la percepción del islam como una amenaza, lo que facilita políticas discriminatorias y legitima la exclusión y el racismo estructural.

La clave es el shock emocional y cognitivo: el sujeto, sometido a un impacto súbito, no solo pierde su capacidad de convertir el acontecimiento en experiencia dotada de sentido, sino que pierde su capacidad de reacción crítica. En ese instante de desorientación, el poder introduce sus “reformas”: vigilancia, represión, austeridad, control migratorio, expansión militar. En este contexto, el miedo se convierte en el afecto político por excelencia. Y es ahí donde la islamofobia entra en juego.

El ciclo de shocks colectivos de nuestra era contemporáneo comienza en 2001 con el 11-S. El ataque a las Torres Gemelas fue un trauma global y, al mismo tiempo, un momento de reorganización del orden mundial. Europa era el destinatario más receptivo de esa narrativa estadounidense del “terrorismo islámico”, la integraba como parte de su estructura emocional: el miedo como cemento de la identidad occidental. A partir de entonces, cada atentado (Madrid 2004, Londres 2005, París 2015, Bruselas 2016, Niza, Berlín…) reactiva el trauma. Los medios reproducen una coreografía del shock constantemente: se sucede la repetición de imágenes (sangre, sirenas, cuerpos cubiertos), de testimonios desgarrados, minutos de silencio, banderas a media asta. Se trata de análisis mediáticos, retransmisiones en directo que nombran, sin matices, “el islam” como agente.

Cada episodio refuerza el vínculo entre terrorismo e islam, o violencia e islam, incluso cuando las víctimas musulmanas son mayoría como sucede en Bosnia, Birmania o Palestina. Como consecuencia de esta narrativa surge una conciencia europea traumatizada, que vincula su seguridad y su bienestar con la exclusión del otro. La islamofobia europea —desde el veto a los símbolos religiosos hasta la retórica del “gran reemplazo”— es una cristalización de ese trauma mediático-político. Funciona como una narrativa de estabilización defensiva y xenófoba: frente al caos, el miedo necesita una figura visible. El “enemigo musulmán” cumple ese papel. La ciudadanía, agradecida por la “protección”, acepta la erosión de derechos y libertades.

En esta compleja dramaturgia del impacto y del miedo nunca deberíamos olvidar que «el Islam» también es el inmigrante europeo, un nosotros (si no fuera así, no supondría un problema), que más que una amenaza externa, que más que un conflicto bélico es un problema laboral un problema de educación y convivencia, es un asunto interno y revela una forma de fracaso de programa integrador europeo. Interpretarlo todo como un problema entre ellos y nosotros es falsificar la realidad de una experiencia de sentido que el shock borra.

Naomi Klein mostró cómo las crisis económicas permitían el avance del neoliberalismo; la islamofobia cumple una función análoga en el terreno político: legitima el autoritarismo en nombre de la seguridad. Resuelve el problema de la ciudadanía europea y sus desigualdades antes de que se proponga. Como todo movimiento regresivo, el nuevo enemigo es la excusa para despertar soluciones y fantasmas del pasado. Solo así podemos comprender como se reactivan las simbologías fascistas y nazis en nuestros países. Son expresión de ese miedo fabricado por el constante estado de shock.

6. La fascinación por la catástrofe

No hay una gran diferencia entre el miedo y el deseo: ambos son vertiginosos, siempre en alerta, pasiones expectantes. En la percepción de la catástrofe convergen ambas fuerzas: allí se funde lo que se teme con lo que se desea. La catástrofe puede ser natural o social, pero todo desastre social acaba convirtiéndose, dentro de esa misma dinámica emocional, en un desastre natural. Con el borrado de la racionalidad y la incapacidad de pensar, se desvanece también la noción de responsabilidad. Y, en segundo lugar, cuando cualquier incidente o desastre perpetrado por un individuo o un grupo se naturaliza, se borran toda voluntad y toda culpa.

Bajo estas condiciones la experiencia se petrifica, se torna inenarrable e imperceptible. Escribe Benjamin: «El ideal de experiencia que conforma el shock es la catástrofe»(Obra de los Pasajes, O 14, 4). Aunque se trata de una experiencia devaluada, precisamente esa pobreza de la experiencia, ese silencio que se ha instalado en las conciencias, quiere despertar con el impacto, por eso ama las catástrofes, naturales o sociales. La apariencia racional de la información catastrófica dota de apariencia de razón al sujeto receptor de la noticia, o la sucesión encadenada de desastres que constituye el noticiario y en general el contenido de la red.

Lo más sorprendente es la fascinación que llega a generar el shock entre la opinión pública. Porque el shock no solo produce miedo, es también una forma de goce. Y no solo eso: es adictivo, allí se revela la forma en la que la destrucción se convierte en pasión. Como esa nicotina que entra con el humo mientras daña el aparato respiratorio pero se queda ahí creando una dependencia. Como esos visitantes de los parques de atracciones que superaron su miedo inicial a ciertas atracciones vertiginosas, que saltan todos los controles psicológicos que nos protegen como especie, y se convierten en juegos placenteros. La pulsión de muerte, fundida a la erótica, es la que opera en estas situaciones. Es el momento en que que el miedo se transforma en experiencia estetizada, algo así como un placer domesticado.

Lo analizó Benjamin en su estudio sobre la vida en la metrópoli: «La masa no desea que la ‘instruyan’, y así sólo puede recibir y acoger el conocimiento con el pequeño shock que, al producirse, enclava lo vivido en su interior. Su formación es una serie de catástrofes que la van sorprendiendo [como] en la oscura tienda de una feria.» (La gran feria de la alimentación, Obras, IV, I, p. 485.). La instrucción convencional se revela incómoda, exige esfuerzos y una continuidad de sentido para la que no está preparado el sujeto. Nosotros no vivimos una época ilustrada. Hoy hemos sustituido la verdadera formación intelectual por una sucesión de impactos. Somos instruidos por los breves y concisos «documentos» que se suceden o saltan súbitamente en el «scroll infinito» de un instagram o un tik tok. Impactos que recrean en el sujeto una representación, la misma que al final coincidirá con la del resto de «jugadores», como coincide su gusto por esa manera de instruirse.

El ciudadano moderno, bombardeado por imágenes, noticias, crisis y espectáculos, no solo sufre el impacto: lo busca, lo consume, lo desea. En el capitalismo de consumo, es su aspecto emocional, convierte el shock en mercancía. El terror y la euforia se confunden; el vértigo se ofrece como forma de entretenimiento. Desde el cine de catástrofes épicas o monstruos destructores, hasta las campañas publicitarias basadas en la sorpresa, el sistema transforma el trauma en consumo. Walter Benjamin lo entendió con una lucidez profética: el capitalismo es una religión sin redención, cuyo rito principal es el shock. Adorno añadirá que el capitalismo transforma el trauma en mercancía: el shock deviene entretenimiento, espectáculo en la cultura de masas primero analógica y después digital.

El poder necesita conmocionar, pero el individuo también busca esa conmoción porque le proporciona la ilusión de estar vivo, de ser alguien fuera de la pantalla, el impacto es como la reanimación cardiológica, el sujeto se siente vivo y real gracias al impacto que le provoca el medio tecnológico. El resultado es una economía afectiva del espanto, donde la perplejidad se convierte en complicidad. Hoy, el miedo al islam no solo paraliza, pues al mismo tiempo que bloquea el entendimiento produce placer. Las sociedades europeas, saturadas de imágenes de violencia, aprenden a gozar del miedo. Por eso podemos constatar que la violencia islamista se consume como thriller informativo, despertando pasiones cuando la acción se produce contra cualquier manifestación islámica. Las tertulias televisivas funcionan como rituales de reafirmación colectiva.

La sospecha se vuelve un gesto de pertenencia: “tener miedo” es prueba de lucidez, una forma de confirmar que es uno de los nuestros. Así, la islamofobia no es solo un prejuicio: es una estructura emocional colectiva, basada en una curiosa pedagogía del miedo y en la pornografía del dolor. El ciudadano encuentra en ella una forma de seguridad simbólica, un relato que le devuelve al orden frente al caos global.

Lo que Michel Foucault llamó biopolítica se cumple aquí escrupulosamente, no solo sobre los cuerpos sino sobre el deseo, sobre los afectos. La gestión del miedo, hoy, ha sido sustituida por la gestión de la esperanza que dominó las democracias durante la segunda mitad del siglo XX. El miedo se administra —como un recurso energético— para legitimar la militarización de las fronteras, la vigilancia digital, el racismo institucional, y la criminalización de la diferencia. En este sentido, la islamofobia es la política del shock en estado permanente. La ciudadanía vive en un régimen emocional que oscila entre el susto y la calma vigilada. El shock no es un evento excepcional: es un modo de existencia. El ascenso de la ultraderecha en Europa es la prueba donde se constata que el poder autoritario ha sido interiorizado por el sujeto.

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