Quienes hoy invocan la salvación de la naturaleza mientras cultivan secretamente el sueño de la purificación étnica no hacen sino repetir el gesto más antiguo del poder: declarar sagrado aquello que pretenden poseer en exclusiva. El ecofascismo, lejos de ser una aberración o un accidente de la historia, constituye la posibilidad siempre latente que habita en el corazón mismo del ambientalismo cuando éste se desprende de toda crítica al dominio. Existe un parentesco secreto —que pocos quieren reconocer— entre el jardinero que elimina las malas hierbas para preservar la pureza de su jardín y el político que habla de invasiones migratorias como amenaza al ecosistema nacional. Ambos comparten la misma ilusión fatal: creer que la naturaleza posee un orden originario que debe ser restaurado, sin advertir que ese supuesto orden natural ha sido siempre el producto de la violencia humana que decide qué debe vivir y qué debe morir.
