I. “El mundo es dibujado, dibujamos el mundo”. Así piensa Osmy Moya una vez que se coloca ante el espacio vacío de la tela. En el comienzo de la procedencia del “acto pictórico”, la tela deviene un fieltro que deshace la caída de la articulación entre figura y espacio. Y en ese origen comienza un trazo sobre sobre el vacío que despeja un color sobre el contorno y que aísla una franja de la composición. En realidad, estos elementos componen un mundo extravagante y en movimiento; un espacio que antes vagamente se asomaba. Una línea nunca es un territorio, sino que divide en su performance una tierra de nadie en la que despejamos una posible escisión ante lo indiferenciado. Así, la línea errante desficcionaliza la unidad del mundo a la vez que muestra el ascenso de la figura. Las líneas del mundo transfiguran los topoi de toda ubicación. Se inventan otras geografías a espaldas de los agrimensores de turno. De ahí que la pintura de Osmy Moya también implique una relación tenue y zigzagueante con la corporización del espacio. El cuerpo delimita un espacio, pero solo a condición de que el espacio mismo devenga un cuerpo como necesidad entre las cosas. Pues ahí donde hay espacio hay una pequeña comarca en la que los sentidos reanudan los usos de nuestras formas con los lugares que cruzamos. Por eso cada línea es una intensidad de un cuerpo que descoloca el diagrama del cuadro. El trazo del dibujo inaugura una insurrección corpórea mediante un montaje que desidentifica absolutamente el espacio con la aparición de volúmenes atizados por el color. Hablar de la pintura es mostrar el parargon de la obra: encarar el momento de la ruina de sus artificios. Así, la infraestructura de la pintura entra en suspenso.