El momento político e histórico en que vivimos urge reconsiderar cada uno de los conceptos heredados por la teología occidental. Quizá esto signifique demasiado trabajo para una generación de pensadores, pero vale la pena el intento si lo que se avizora en cada mirada crítica es la posibilidad de un orden de cosas diferente. Ya salta a la vista que la relación entre lo político y lo teológico dista de ser una amalgama antojadiza, aunque cada uno de los polos pueda ser evidenciado como irreductible al otro. No hay teología sin política, sin un dios soberano que crea el mundo y lo sostiene ordenando sus creaturas más o menos a su voluntad. No hay política moderna (como bien recuerda Schmitt) sin una teología que traspasando sus fronteras ha puesto en juego dentro de la jerga política los conceptos de economía y soberanía. Soberanía y economía son conceptos teológicos secularizados porque el concepto límite de la soberanía, dirá Schmitt, es la decisión excepcional (1), que en última instancia es el poder divino que la modernidad hobbesiana ha entregado explícitamente al soberano terrenal. Y así, la economía no es otra cosa que la disposición con la que las cosas son ordenadas en favor de la salvación del mundo.
Cierto, el capitalismo no es otra cosa que un proyecto teológico secular, una religión, que como dice Benjamin, es en sí mismo una religión cuyo culto se realiza día a día, rigiendo por completo la vida de hombres y mujeres en torno al capital (2). Tal es el problema moderno. Una civilización que ha renegado de su pasado religioso, sin abolir ninguno de los dispositivos por medio de los cuales la religión gobernó la vida en la tierra. Sólo se nos ha quitado el cielo, lo que en términos puramente teológicos puede bien ser una condena al infierno o a la permanencia indefinida en el limbo.
Todo ello vale para el capitalismo, pero la soberanía y la economía pueden moverse también en otros campos semánticos. Ellos no son en sí mismos conceptos teológicos secularizados, sino mas bien conceptos políticos teologizados, que la modernidad ha perpetuado en la forma religiosa del capitalismo. Por cierto que el oikos, la casa griega en que mandaba de forma absoluta el despotes, fue la imagen principal en torno a la que se articularon las primeras comunidades cristianas (3), pero en Grecia ella representaba sólo uno de los espacios de la polis y no jugaba ningún rol determinante en la vida política, donde el demos, el pueblo, decidía su destino y sus leyes de forma común.
Partiendo de dicho supuesto, habría que encontrar en dichos conceptos políticos teologizados de la economía y la soberanía, un punto de encuentro. La comunidad cristiana primigenia parece mirar la polis con los ojos del oikos, estableciendo como concepto político límite la decisión de ese soberano que es el despotes, hoy llamado Estado, independientemente de si el lugar de la decisión es ocupado por un individuo identificable. La democracia moderna, entonces, funciona como un cuerpo de trabajadores-consumidores, que obran por un destino que nunca puede llegar, porque su consumación está ya siempre dada en el acto mismo en que se reproduce la vida capitalista. Siempre o nunca llegan aquí a un punto de contacto. El paraíso está siendo siempre, pero es un paraíso que requiere de un nunca para poder existir como moral en cada uno de los objetos a la venta en nuestras sociedades. La mercancía es un bien, un ente moral en el que la economía se pliega a la ética hasta confundirse con ella (4).
El fetichismo de la mercancía las convierte a ellas en vértices de la distribución de la moral de nuestro tiempo. Cada vez más dejamos de creer en la figura del despotes, porque el bien está en las cosas y no en el Estado, pero cuando descubrimos que el Estado despliega su policía sin cuidado para proteger el orden de la mercancía, descubrimos que todavía está ahí la capacidad teológica de la decisión, que separa la vida humana en aquella que merece crédito y aquella que atenta contra los principios del mercado y puede ser relegada a la pobreza y al sacrificio impunemente. Cuando el despotes muestra su rostro, asomado levemente en ese intersticio entre la Ley y la economía, vemos que la moral depositada en las cosas remite al Uno y no a lo múltiple. Uno que decide, que al mostrarse en los bienes de consumo parece sin arché, sin origen ni cabeza, pero capaz de resumir toda nuestra experiencia, abarcarla y sobre todo, definirla esencialmente a través de la forma de vida capitalista, es decir, a partir de un trabajo incesante que sólo se destina a la consumación permanente.
El Estado es la estabilidad -raíz indoeuropea st– (5) en la que la experiencia moderna se da como una zona neutral. Metacampo lo llaman algunos para referirse a lo que los otros campos (religioso, político, económico) tratan de controlar, como si fuese posible que un centro de operaciones de las ficciones de la sociedad fuese algo neutro, vacío y no construido como el dispositivo teológico-político fundamental. Lo que oculta el Uno es la multiplicidad, de manera que el Estado no puede ser sino la quimera de la unidad. Por eso la represión y la incesante producción de verdades esenciales en las que aquellos que se ficcionan como individuos autónomos, encuentran el casillero perfecto en el que puede grabarse su identidad. “Las necesidades prácticas, el egoísmo, son el principio de la sociedad burguesa y se destacan en toda su pureza, tan pronto la sociedad burguesa ha terminado de dar a luz al Estado político. El Dios de las necesidades prácticas y del egoísmo es el dinero” (6).
¿Qué puede significar, en este sentido, una política sin decisión? Esa es la pregunta fundamental por la que debemos partir para imaginar no un retorno al demos griego, sino una aventura política que vuelva a posicionar lo común como centro de la sociedad. Una política sin decisión es una en la que no se opone el desorden al orden del Uno, sino que este se enfrenta a la multiplicidad de órdenes, como bien dice Tiqqun, abiertos siempre a la potencia-posibilidad de lo com-partido. Una política sin decisión es aquella que no crea nada, porque la creación es precisamente el dispositivo cristiano que supone al soberano produciendo desde la nada. Una política sin decisión es no-excepcional, porque la nada no está ni antes ni después del sujeto. Y el sujeto no es ni un ente aislado lleno de derechos inalienables que lo condenan a la miseria, no es, ese hombre que se libera de la tutela de la religión para tener libertad de religión (7), sino aquel pueblo que asume que toda ley es su producción, su descubrimiento en medio de las condiciones de su existencia, que lo integran al mundo y le abren a la política profana, esa que instituye socialmente su propio orden (8) y que sabe que le habitan otros múltiples órdenes.
Una política no excepcional acepta que en la eternidad de las cosas no hay soberano ni dios, sino modos en los que las cosas se dan, se descubren, se comparten y sobre todo, se tocan. El Uno nunca acepta ser tocado porque es trascendente. Entre él y el mundo, así como entre el Estado y el individuo económico, está el abismo de la nada, que sustenta el orden del mundo. Una política no excepcional no encuentra espacios de nada. En ella el silencio es un estado posible del sonido y el vacío un modo de la materia. La imposibilidad de una teología política no aparece cuando se afirma la primacía de un oikos sobre el soberano, pues ambos son parte del mismo campo semántico político y teológico, ni tampoco cuando el despotes se amplía al pueblo, sino en el momento en que el poder de la decisión se reconoce desde siempre como potencia de lo común.
NOTAS
(1) Schmitt, C., Teología política, trad. Conde, F. J; Navarro Pérez, J., Editorial Trotta, Madrid, 2009, p. 13.
(2) Benjamin, W., El Capitalismo como Religión, trad. Rosas, O. URL disponible en:
http://ficciondelarazon.org/2015/04/29/walter-benjamin-el-capitalismo-como-religion/. Consultado el 5 de mayo de 2015. La fuente de la traducción de Rosas es Benjamin, W., “Kapitalismus als Religion”, en Gesammelte Schriften Bd. IV, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a. M., pp. 100-103.
(3) Stimilli, E., Il debito del vivente. Ascesi e capitalismo, Quodlibet, Macerata, 2011, pp. 83-133
(4) Coccia, E., Il bene nelle cose. La pubblicità come discorso morale, il Mulino, Bologna, 2014, pp. 7-16.
(5) Tiqqun, Introducción a la guerra civil, trad. Suárez Tortosa, R.; Rodríguez Rivarola, S., Editorial Melusina, Barcelona, 2008, p. 32.
(6) Marx, K., “Sobre la cuestión judía” en Páginas malditas. Sobre la cuestión judía y otros textos, trad. Groni, F., Libros de Anarres, Buenos Aires, 2012, p. 43.
(7) Ibíd., p. 36.
(8) Castoriadis, C., Lo que hace a Grecia, 1. De Homero a Heráclito. Seminarios 1982-1983. La creación humana II, trad. Garzonio, S., Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 69.
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Imagen principal: Pieter Bruegel el Viejo, “El triunfo de la muerte” (1562).