Neofascismo, Pax Americana y neoliberalismo. Una conversación entre Marcia Rosane Junges y Sergio Villalobos-Ruminott a propósito de la coyuntura política norteamericana

Filosofía, Política

Marcia: ¿En qué medida es posible hablar de un “agotamiento” de la política en nuestro tiempo? ¿A que apunta dicho agotamiento?

Sergio: El agotamiento de la política que experimentamos hoy tiene varias dimensiones. Por un lado, se trata de un agotamiento de los imaginarios y ordenes conceptuales que organizaron el horizonte moderno, ya sea que leamos este horizonte en términos de una tradición jurídica republicana o en términos de una proceso permanente de emancipación e institucionalización democrática. Ya sea que pongamos el énfasis en los procesos instituyentes de la democracia, como dirían Claude Lefort y Cornelius Castoriadis, entre otros; o que concibamos la modernidad política occidental de acuerdo con una teleología marxista emancipatoria para la cual la revolución se presentaba como desenlace inevitable de la historia.

Por otro lado, sin embargo, este agotamiento también está relacionado con la transformación histórica de la relación soberana moderna, inscrita en la tradición de lo que Carl Schmitt llamó “el nomos de la tierra” y, por lo mismo, está relacionado con la desterritorialización de la misma soberanía con respecto a las formas institucionales y territoriales modernas. En otras palabras, el agotamiento de la política no expresa su fin, sino su metamorfosis histórica, pues ya no se puede remitir el ámbito de la imaginación ni el de las prácticas políticas exclusivamente al espacio delimitado del Estado-nación y sus instituciones. En este sentido, lo que se agota es una forma histórica de pensar y de practicar la política, constituyéndose a la par una nueva organización del poder, desterritorializada o anómica, que está en directa relación con la codificación corporativa transnacional de los imperativos nacionales, sean estos políticos, sociales o económicos.

En última instancia, dicho agotamiento es una consecuencia de la transformación histórica de la relación soberana moderna y de la serie de ordenes institucionales y conceptuales que la definían, para dar paso no a una etapa meramente tecnocrática y post-política, sino a nuevas formas y nuevas prácticas que se mueven a contrapelo del marco estatal-nacional. Estamos en medio de esta reconfiguración política del mundo y el viejo marco nacional-estatal parece desplazado por la imposición fáctica de un nuevo contrato social donde los actores centrales ya no serían las figuras consulares de la tradición moderna (sujeto, pueblo, nación, parlamento, gobierno, etc.), sino las corporaciones trasnacionales que ya no responden a intereses nacionales y que no pueden ser limitadas por dichos intereses. Entonces, para decirlo de manera acotada, el agotamiento de la política es un efecto inevitable del actual proceso de globalización, pero, a menos que sostengamos una noción unilateral y homogénea de poder (cuestión que Foucault desbarató definitivamente), esta reconfiguración, lejos de ser el fin de la política, también apunta a la posibilidad y a la necesidad de re-imaginar nuestras prácticas y nuestras formas de organización.

Marcia: ¿Cuáles serían las conexiones de este agotamiento con el incremento del fascismo contemporáneo y con la emergencia de liderazgos y movimientos de derecha en el mundo?

Sergio: Pues hay una conexión directa. Sin embargo, tendríamos primero que ponernos de acuerdo sobre qué queremos decir por fascismo hoy en día. No se trata de una referencia mecánica al fenómeno histórico del fascismo italiano ni a lo que en América Latina algunos llamaron “neo-fascismo”, para denunciar el carácter brutal de las recientes dictaduras militares en el Cono Sur. Pero tampoco se trata del populismo en general, ni de los procesos de movilización social anclados en una interpelación a lo nacional popular, con claros ribetes identitarios y corporativistas. Y este es un problema muy delicado, pues se trata de saber si el neofascismo es o no una categoría adecuada pare pensar las reconfiguraciones ideológicas y de poder en la actualidad. Tomemos como ejemplo el brillante trabajo de Hannah Arendt sobre Los orígenes del totalitarismo (1951), y recordemos que Arendt fue una de las primeras teóricas en problematizar el fascismo europeo. Sin embargo, en su análisis se produce una indiferenciación entre el fascismo, el nazismo y el estalinismo, cuestión que se debe al hecho de que su libro, paradigmático en muchos sentidos, no puede esconder su orientación anti-comunista y termina así por homologar todos estos procesos bajo el rótulo de totalitarismo. La consecuencia inmediata de esta homologación no es solo la falta de precisión analítica, sino la postulación fantasmática de la democracia liberal como única alternativa al totalitarismo, cuestión que se hace aún más intensa con su oposición del modelo americano de revolución al modelo jacobino (On Revolution, 1963). Por supuesto, esto reforzó la narrativa excepcionalista de las democracias liberales occidentales (las mismas que solo han sido posibles por la larga historia del colonialismo y por la explotación de sus clases trabajadoras), organizando el campo político entre amigos (democráticos, liberales) y enemigos (totalitarios), cuestión que sirvió tanto para demonizar al nazismo, al fascismo y al comunismo soviético, como para ocultar los elementos y las prácticas totalitarias (y fascistas) de los regímenes liberales occidentales, en el marco histórico de la Guerra Fría. Es decir, el fascismo quedó por un lado homologado al fenómeno totalitario y, por otro lado, adosado a una serie de categorías macro-políticas (Estado, Nación, Soberanía, Pueblo, etc.), que hacen difícil percibir sus formas micro-políticas contemporáneas.

De esta manera, todavía hoy tendemos a identificar el fascismo con movimientos de derecha, en sentido tradicional. Pero es acá donde debemos empezar a precisar, pues el fascismo cruza el campo social de manera transversal y horizontal, penetrando en los cuerpos, como diría Foucault, y no solo mediante una interpelación doctrinaria. En este sentido, el fascismo actual ya no opera solamente a nivel ideológico o macro-político, sino también a nivel de los afectos y de las prácticas sociales (de ahí que el análisis biopolítico foucaultiano no sea una continuación ni un suplemento de la crítica del totalitarismo de Arendt, sino su alternativa). Y es esto lo que explica la relación entre el agotamiento de la política moderna y la proliferación de movimientos y liderazgos de “derecha” con ribetes neofascistas. Es decir, el fascismo contemporáneo no opera a nivel cognitivo-categorial, sino a nivel de los afectos y de su manipulación mediática, produciendo clichés emotivos y formas identitarias de la política. Uno de los afectos más poderosamente movilizados por los nuevos liderazgos de derecha es, precisamente, el miedo. Pero ya no se trata del miedo hobbesiano, indeterminado y mitológicamente remitido al Leviatán, sino de miedos concretos, miedos no a la posibilidad indeterminada de la muerte violenta, sino miedos a la posibilidad sobre-determinada de esa muerte a manos del inmigrante, del terrorista, del delincuente, del homosexual, del disidente, del musulmán, todas éstas categorías identitarias producidas y reforzadas mediáticamente (fearmongering).

Marcia: ¿En qué sentido debemos problematizar la cuestión del fascismo para posibilitar una crítica radical de nuestro presente? ¿Cómo ves esto en el contexto de las “democracias neoliberales” actuales?

Sergio: Creo que mi respuesta anterior apunta a esto. Sin embargo, agregaría lo siguiente. Necesitamos producir una nueva concepción del fascismo, atenta a estas transformaciones históricas y conceptuales, para entreverarnos críticamente con sus formas cotidianas, y para ser capaces de imaginar una forma de la política que no intente normar las prácticas de resistencia que ya siempre están ocurriendo, una forma de la política que se alimente de esas prácticas de lucha y resistencia sin intentar operar sobre ellas según el paradigma del intelectual ilustrado. Pues, y quizás esto es lo más problemático, hay fascismo a la derecha y a la izquierda en los movimientos políticos tradicionales. En otras palabras, ya no basta con las macro-identidades políticas tradicionales, necesitamos reformular un nuevo horizonte político radical y anti-fascista, atento a las problemáticas de género, de minorías sexuales, cuestiones de identidad étnica, derechos de la naturaleza, de los animales, etc., etc., etc. Para decirlo en términos muy acotados, y aún corriendo el riesgo de ser mal interpretado, diría que ese horizonte en construcción es la gran tarea que tenemos por delante, y sin saber exactamente cómo articularlo, diría que es imprescindible mantener una posición anti-patriarcalista, anti-militarista y anti-capitalista. Eso, como mínimo.

Pero, obviamente, acá recién comienza el debate y diría que es en tensión con la propuesta de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe donde ubicaría mi propia intervención. Recordemos que ellos fueron los primeros en repensar de manea post-clasista y anti-esencialista, el problema de la hegemonía y la cuestión práctica de las articulaciones y de la configuración de las identidades políticas (Hegemonía y estrategia socialista, 1985). Sin embargo, aun cuando este es un problema central y delicado al que habríamos de volver en otro momento, creo que sería justo decir que su propuesta, a pesar de la pertinencia y enorme influencia que alcanzó en los últimos años, sigue presa de un pensamiento tributario de la ‘voluntad de poder’, es decir, sigue reduciendo las prácticas políticas a una cuestión de poder y de control del estado. Por eso, y por muchos otros elementos, identifico mi postura con un horizonte post-hegemónico.

Por otro lado, otro problema a pensar está relacionado con la forma en que el neoliberalismo radicaliza al fascismo histórico, reforzando la antropología política propia del derecho burgués moderno y reduciéndola a una versión de lo humano como homo economicus, inscrito en la lógica híper-productivista que marca la continuidad entre las antropologías hipotéticas del siglo XVI, la concepción de raza humana propia del nazismo, el ethos sacrificial del capitalismo y su variante burocrática-socialista, y la actual concepción de lo humano propia de la antropología neoliberal. Si la vida es el plano sobre el que se organizan la serie de dispositivos biopolíticos modernos, como dice Roberto Esposito, para controlarla y administrarla, no sería el nazismo sino propiamente la modernidad capitalista la que se erige sobre esta invención, siendo el nazismo nada más y nada menos que su puesta en escena espectacular. De ahí que los micro-fascismos contemporáneos sigan operando sobre el mismo plano, radicalizando la vertiente biopolítica, y llevando el conflicto hacia la lógica devastadora del capitalismo actual. El neoliberalismo se acopla con un micro-fascismo flexible y excepcional, que ya no responde a las representaciones molares o ideológicas de lo humano, sino que se adapta a la flexibilidad inherente al patrón de acumulación actual.

Esto nos lleva, finalmente, a comprender el neofascismo contemporáneo en perspectiva histórica, como una manifestación biopolítica que se ve diversificada y diseminada gracias a las mismas lógicas desterritorializantes del capitalismo, que ya no responden al modelo centro/periferia, sino que se disemina en forma axiomática, como señalaban Deleuze & Guattari en los años 1980. Y aquí radica lo más delicado de esta relación, pues la lectura oficial de la crisis final del comunismo como triunfo definitivo del modelo de vida americano, de democracia liberal y parlamentaria, ha sido promovida para enfatizar los excesos totalitarios como algo del pasado, cuestión que nos impide ponderar la radicalización biopolítica del neo-fascismo en la actualidad, y que se manifiesta tanto en la predominancia de los aparatos securitarios, carcelarios y en la administración de la pena de muerte, como en el control mediático de la política, en la corporativización transnacional de los mercados, en el predominio de la antropología neoliberal y en la instauración de un régimen de excepcionalidad permanente definido por los imperativos de la acumulación capitalista contemporánea. En este sentido, el fin de la Guerra Fría más que dar paso al fin de la historia, radicalizó la razón imperial occidental, facilitando el relevo en el mando de esta racionalidad, ahora articulada en torno a la Paz Americana, heredera natural de la larga tradición del imperialismo occidental. Los imperativos del desarrollo y la seguridad, última expresión de la filosofía de la historia del capital, ahora están a resguardo en una guerra global permanente que es, a la vez, no un accidente sino una práctica constitutiva del capital. Ahora si, como dijo Walter Benjamin, “el estado de excepción es la regla”.

Solo atendiendo a estas series de precisiones y materializaciones podemos oponernos al discurso de la Pax Imperial que sigue operando según la lógica metafísica, valorativa y binaria, de amigos y enemigos, Occidente y Oriente, cristianos y paganos, etc. Cuestión que los operadores de la política exterior norteamericana prefieren ignorar, para mantener a flote el negocio bélico asociado con el Deployment of the American Peace y sus razones humanitarias. Como diría Rodrigo Karmy, ‘sin crítica del humanismo no hay crítica del imperio’, y esta crítica debe atender a las especificidades de la actual Pax Americana que difieren del imperialismo clásico europeo.

Marcia: En efecto, en el caso de Estados Unidos ¿Cómo analizas el incremento de elementos fascistas en el proceso electoral en curso, por ejemplo, con la candidatura de Donald Trump?

Sergio: Atendiendo a las especificaciones antes señaladas, partamos entonces por decir que el “fenómeno Trump” es fascista y cuasi-nazista en un sentido no plenamente tradicional. A pesar de los obvios paralelismos entre la Alemania y la Italia de los años 1930 y Estados Unidos hoy: la vinculación entre política y espectáculo, la misma representación del Führer o del Duce como Mesías, los elementos de fanatismo nacionalista y la compulsión a recuperar “el destino manifiesto” del país, perdido por la corrupción de la clase política y por la presencia de elementos foráneos que desvirtúan la pureza del proyecto nacional, lo cierto es que el “fenómeno Trump” expresa de manera muy clara una serie de agotamientos y crisis del orden político, institucional e ideológico norteamericano. Señalaré tan solo tres aspectos.

1) Estamos viviendo un agotamiento del bipartidismo y de la concentración del poder no solo en dos partidos (el Demócrata y el Republicano) sino en dos sectores de la elite dirigente norteamericana. El bipartidismo, y el complejo sistema electoral que lo permite y lo justifica, es el resultado de una acción deliberada de expropiación de la voluntad popular (o de la soberanía popular) y de concentración de poder en una clase dominante que está dividida históricamente entre un sector industrial tradicional y un sector mercantil-financiero que se ha visto potenciado por la hegemonía neoliberal, al menos, desde los gobiernos de Ronald Reagan. Es en este contexto que la figura de Trump, reforzada por el discurso manipulativo de los medios (monopolizados a su vez por la derecha conservadora más recalcitrante), aparece revestida con elementos mesiánicos. Pero, no deberíamos desconsiderar que la década de Reagan es una de las más decisivas en la historia de este país y, por consiguiente, en la historia universal, precisamente porque desde entonces se produce la consolidación del proyecto neoliberal resguardado por un complejo militar-industrial descomunal, cuestión que llevó al agotamiento del modelo hegemónico-letrado de organización política y al predominio de la propaganda y de los usos de la imagen como facticidad más allá de la razón. En este sentido, la Pax Americana no se refiere solo al viejo proyecto excepcionalista asociado con la doctrina del Destino Manifiesto, sino que se complementa con la articulación anómica del conglomerado industrial-militar y mediático.

2) A esto hay que agregar la crisis económica norteamericana, prolongada gracias a los recortes presupuestarios a las políticas públicas (salud, educación, seguro social, etc.), y relacionada con la fuerte injerencia corporativa en la definición de las prioridades de inversión, en la políticas de impuestos (permisivas con el gran capital), y en los procesos de privatización y de corrupción estructural de las prácticas empresariales. En efecto, la deuda norteamericana es inmanejable y sin embargo, no solo se recortan los recursos destinados a políticas públicas, sino que se realizan enormes inversiones en la guerra, cuestión que, de paso, confirma a la misma guerra no como una forma extrema sino como una forma habitual de acumulación capitalista en la actualidad.

3) A su vez, la sensación de pérdida de relevancia del país, a nivel geopolítico y económico (debida en gran parte a la emergencia de China en el contexto global), se traduce en la llamada afrenta al “alma nacional” y está relacionada con lo que William Spanos denominó con anterioridad a la presente coyuntura “el síndrome de Vietnam”, esto es, la narrativa de la derrota y de la traición que habría llevado al país a perder su rumbo excepcional (muy similar a la Dolchstosslegende o tesis alemana de la puñalada por la espalda). Es este “síndrome” el que nos permite explicar la emergencia de narrativas burdas pero eficientes en la producción de estigmas y en la manipulación afectiva del “público”, ya no solo a nivel de los medios de comunicación de masas, sino a nivel de los Think Tanks que han desplazado la clásica función mediadora y crítica de las humanidades (de ahí el sostenido ataque neoliberal a las humanidades y a la Universidad en general, en Norteamérica y en todo el mundo).

Para dar un ejemplo preciso, el año 2005 aparece un “libro” de Samuel Huntington titulado ¿Quiénes somos nosotros? Los desafíos a la identidad nacional americana, libro que repetía las mismas taras de su “célebre” intervención anterior, El choque de civilizaciones (1996) en la que se reducía la complejidad geopolítica de la post-Guerra Fría a una representación caricaturesca del mundo dividido entre Oriente y Occidente. De manera similar, el 2005 la caricatura apuntaba a los inmigrantes latinos que, según Huntington, eran refractarios al proyecto americano, pues lejos de la sacrificialidad individualista e industriosa de la WASP Nation (White Anglo-Saxon Protestants), los latinos eran católicos, colectivistas, flojos y renuentes a asimilarse a la lengua y a los valores culturales americanos, cuestión que reforzaba el diagnóstico neoconservador de una crisis de la sociedad americana (diagnostico que puede rastrearse incluso en las tempranas especulaciones de Daniel Bell), y ya sabemos qué está en juego con estos discursos sobre la crisis moral y la pérdida de carácter. A la vez, si este es un discurso “académico” y con influencia directa en Washington, no deberían extrañar los brotes paranoicos y xenófobos de los últimos años, todos ellos, ahora agrupados en un feble pero ‘convincente’ programa de gobierno, el “programa” de Donald Trump.

Aquí tendríamos de agregar una serie de consideraciones antes hechas, sobre todo relativas a la preponderancia del proyecto neoliberal, a la férrea articulación orgánica de los neoconservadores, al rol policial del ejército norteamericano y a la configuración de una forma post-estatal de poder, relativa al conglomerado corporaciones-medios-ejército, que patrulla el mundo apelando al discurso de la seguridad y del enemigo. En este complejo contexto, Trump más que un problema, es un síntoma escandaloso de la crisis endémica de la tradición democrática occidental o, al menos, del proyecto de democracia norteamericana, un síntoma, en otras palabras, de la reconfiguración de la razón imperial moderna y de sus órdenes categoriales.

Marcia: ¿Qué otros candidatos, además de Trump (y más allá del ámbito federal) surgen como representantes de esta línea política?

Sergio: Precisamente porque no hay una línea política propia en Trump, sino un conjunto de vulgaridades y clichés emotivos que permiten reorganizar el campo político en términos burdos pero eficientes, habría que pensar no en los casos más obvios (Sarah Palin, Ben Carson, Paul LePage, Scott Walker, Rick Santorum, etc., todos ellos furibundos anti-intelectualistas y oportunistas), sino en la reconfiguración ideológica del sector conservador del Partido Republicano, aquel sector que por un lado está dispuesto a defender libertades civiles tales como la libertad de expresión (contra la censura de la “política correcta”) y el libre acceso a las armas (contra los intentos de regulación de un mercado totalmente ajeno al control del estado); pero, por otro lado, está dispuesto a morir en la defensa de una serie de instituciones tradicionales que asegurarían, según ellos, la entereza del American Way of Life. De ahí la fuerte oposición al matrimonio igualitario (entre personas del mismo sexo), al aborto y a la maternidad controlada, a los subsidios a la salud o al desempleo, a la gratuidad en la educación, etc., pues es en esa extraña amalgama entre liberalismo económico y conservadurismo moral donde hallamos también las claves del neo-fascismo contemporáneo, al menos en Norteamérica. Y lo sobresaliente de todo esto es que dicha amalgama no fue facilitada por la “Contra-Reforma” católica que vivimos como reacción a la Teología de la Liberación en la última parte del siglo XX, en América Latina, sino por una serie de sectas de carácter protestante que reivindican la excepcionalidad americana y la doctrina del Destino Manifiesto, como horizonte de permisividad que les libera de dar cuentas ante la historia sobre los excesos cometidos en nombre de la “democracia” norteamericana. Incluso, en los sectores más progresistas del Partido Demócrata este discurso excepcionalista (“We are the greatest country in the world!”) es moneda corriente, lo que devela la tensión irresoluble entre “conciencia histórica” y nacionalismo. No por casualidad la estrategia fundamental del domino neoconservador y de sus usos de la manipulación mediática consistió y aún consiste en la destrucción del aparato educativo y cultural público, o en su banalización a partir del fomento de una cultura del Ranking y del Best Seller.

Quizás acá también habría que pensar no solo en el fascismo como categoría operativa, sino en las variantes de la teología política neo-imperial, sobre todo si consideramos el claro carácter político y expansivo de las prácticas religioso-culturales de estas iglesias que funcionan como contención de movimientos sociales progresistas (pienso, sobre todo, en los grupos evangelistas fundamentalistas). No es casual que todas ellas sean, a la vez, anti-islamistas, reforzando la representación caricaturesca del Islán y del Medio Oriente en general. Es decir, hay una coherencia sorprendente entre el orden de los fundamentos neo-imperiales anclados en una política identitaria y partisana que divide al mundo entre buenos y malos, y las prácticas neofascistas cotidianas que son alimentadas y manipuladas por la política mediática y sus dispositivos emocionales y reforzadas por la proliferación de cultos religiosos que se encargan de confirmar la misma versión providencial de la historia.

Marcia: En este contexto, ¿cómo podríamos pensar la reaparición de un movimiento como el KKK?

Sergio: Pienso que la reaparición del KKK en la escena política es coyuntural y burda, responde más bien a una pulsión reprimida y relacionada con una “narrativa de la derrota” que ha consolado a los sectores conservadores del Sur norteamericano contra el predominio yanqui. En efecto, se trata de movimientos racistas y de superioridad blanca tradicionales, que están enmarcados en formas doctrinarias ya históricamente desplazadas, pero que se han mantenido latentes dado el pretendido carácter excepcionalista y auto-referencial de la historia norteamericana y la des-escolarización sostenida de su población civil. Sin embargo, con la presidencia de Obama se ha producido una segunda narrativa en estos sectores, relativa a la invasión u ocupación del país por enemigos de la democracia americana, avalados en la negligencia de los liberales anti-patrióticos. El mismo presidente Obama es considerado no solo un practicante musulmán, sino un presidente fraudulento (por haber nacido supuestamente en el extranjero). Sin embargo, más allá del profundo racismo que hace posible la reaparición del KKK y que estalla mediáticamente gracias a los discursos incendiarios de Donald Trump, habría que atender con mayor cuidado a las formas del racismo que no están tan obviamente expresadas, pero que son más determinantes en la configuración del escenario político y social del país. Me refiero a un acendrado racismo cultural que, en nombre del multiculturalismo y la tolerancia, del humanismo y la compasión, sigue operando de acuerdo a una representación “blanqueda” (como diría Bolívar Echeverría) del alma americana, más que del color de la piel. Es decir, más allá del obvio racismo tradicional, hay que confrontar el profundo racismo cultural que alimenta al excepcionalismo y que define las formas micro-políticas del neofascismo norteamericano. No es que el racismo no sea relevante, sino que es extremadamente relevante y complejo, sobre todo cuando es codificado por lógicas identitarias y resentidas, por ejemplo, las tensiones entre afroamericanos y latinos de clases trabajadoras, animadas y potenciadas por discursos identitarios que no atienden a la economía política que los posibilita en cuanto discursos.

Diría en este contexto, que la creciente violencia policial contra la población afro-americana no es ni nueva ni casual, ella expresa tanto el largo proceso de constitución de un racismo cultural que informa el diseño de políticas institucionales, como una reorientación general de los objetivos e imperativos de la policía según el nuevo contrato social neoliberal. En efecto, la función pública de los aparatos policiales tradicionales queda sobre-codificada por los imperativos neoliberales de eficacia, control y seguridad, lo que hace que la policía no se entienda como servidora pública, sino como contingente militar en una suerte de “guerra urbana permanente”. Y en esta reorientación, el racismo en todas su manifestaciones, funciona como argumento pertinente para justificar las acotadas prácticas securitarias que afectan a los afro-americanos. La privatización neoliberal de la policía (y no solo en Estados Unidos) hace un uso pragmático del racismo, o de cualquier otra forma de producción de estigmas culturales, para justifica su ejercicio represivo, que siempre está orientado al lucro y a la acumulación.

Así, la falta de una educación históricamente informada, la manipulación mediática y la producción de clichés emotivos, el racismo brutal del KKK y las formas más sofisticadas de racismo cultural, en consonancia con una forma flexible de filosofía de la historia capitalista, van configurando el escenario biopolítico donde el neo-fascismo es una actitud natural de la convivencia política contemporánea. Pensar críticamente allí no es renunciar a la política, sino a la forma histórica en que ésta fue capturada por una racionalidad imperial que está en proceso de cambio.

Marcia: ¿Cómo se relaciona Estados Unidos con sus movimientos sociales? ¿Percibes un avance en este sentido, en relación a décadas anteriores?

Sergio: La complejidad del sistema político norteamericano permite que la serie de procesos de organización y participación a nivel de movimientos sociales quede desplazada, incluso marginalizada, gracias a la convergencia de la política formal con el espectáculo publicitario montado por las grandes cadenas informativas. De esta forma, movimientos por los derechos de las minorías sexuales, por el medio ambiente, por los derechos de los inmigrantes, y contra el racismo y la violencia policial (Black Lives Matter!) quedan reducidos a expresiones de descontento coyuntural y son demonizados, reducidos a formas de resentimiento y de parasitismo social. La vieja promesa de la democracia representativa está cada vez más expuesta en su falsedad (no solo procedimental), y la misma institución bipartidista, el sistema electoral indirecto y la institución de los súper-delegados, hacen de la escena electoral una farsa que tiende a confirmar el statu quo. Sin embargo, hay un descontento creciente en los sectores más vulnerables de la sociedad y este descontento tiende a ser contenido con el crédito y con las apelaciones burdas y nacionalistas a una crisis siempre presente de seguridad. Aquí entonces más que un avance, lo que se expresa es una situación ejemplar donde, por un lado, los movimientos sociales han sido neutralizados y “localizados”, impidiéndoles articularse en un plano más amplio y propositivo, y por otro lado, han sido mediados por la representación partidaria, que se concibe como la única vía democrática. Sin embargo, esto no es definitivo ni está plenamente asegurado. Sobre todo porque al abandonar las categorías macro-físicas que definían el cuadrante de la política moderna, también se desplazan las peticiones de racionalidad, universalidad y pertinencia que se suelen demandar de los movimientos sociales, esto es, que cumplan de alguna forma con la racionalidad adjudicada a las identidades de clase. Quizás en esto radique la pertinencia de una candidatura como la de Bernie Sanders, no tanto en la viabilidad formal de su programa, sino en el efecto de resonancia y activación que produjo su campaña, polarizando el discurso de la política formal y haciendo enunciable una serie de situaciones que, en la inercia burocrática de la política partidaria, tendían a ser desconsideradas o, simplemente, silenciadas.

En efecto, resulta interesante el proceso político abierto con Sanders por varias razones. Primero, el hecho de que se haya manejado con una campaña alternativa a las prácticas hegemónicas del Partido Demócrata y del bipartidismo norteamericano, desde hace años sobre-codificado por los intereses corporativos y por Wall-Street. Segundo, que su retórica encienda a una población pasiva, renuente a aceptar la trampa electoral, y con baja participación a nivel de elecciones regulares, incorporando además a nuevos sectores juveniles que no necesariamente votarán por Hillary Clinton. Tercero, que su campaña no haya estado, en efecto, financiada por grandes corporaciones, sino por más de un millón de contribuyentes con un promedio de 27 dólares per cápita. Cuarto, que haya inscrito en lo “decible” del discurso político una conciencia progresista que se auto-denomina democrática y socialista, haciendo, como diría Rancière, emerger un discurso inaudito dentro de los estrechos límites del procedimentalismo norteamericano. De una un otra forma, su discurso alteró el campo de enunciación y movió el centro político, hasta hace poco definido unitaria y monopólicamente por los medios y sus cohortes de expertos tautológicos. Su lema, «A future to believe in» expresaba más que una doctrina coherente, una sensación de desesperación en un país que no puede seguir siendo visto homogéneamente como centro o metrópolis, en la medida en que la misma re-estructuración capitalista ha permitido generar en su interior múltiples periferias (Flint, Detroit, Arkansas, Mississippi, New Jersey, etc.). Y que todo esto se llame «revolución» no es menor, reflotando una palabra olvidada por las lenguas catastrofistas que marcan el pulso de los tiempos. Sin embargo, era difícil que ganase, y aún si ganaba, era más difícil que gobernara, pues necesitaba de un parlamento que ya está compuesto en más de un 60% por millonarios y monopolizado por representantes republicanos. Pero, y esto es lo relevante, su campaña apuntaba a otra cosa, al menos para muchos de quienes lo apoyaban y lo apoyan, pues el proceso no termina en las primarias ni en la elección presidencial (cuestión que le pesa al gobierno de Obama: haber desarmado su propia base social, desactivando sus demandas desde un presidencialismo ilustrado). Su campaña no apuntaba solo a una victoria electoral, sino a la posibilidad, única en el país en los últimos años, de inscribir una intensidad en lo social que no se extinguiera con el evento electoral, una intensidad que marcase a los jóvenes, que vitalizase a los viejos, que alegrase a los ciudadanos en general, que por mínima, no fuera despreciada en nombre de los cálculos pragmáticos y partidarios. No es mucho, la verdad, pero esa es la intensidad que no hay que perder, el fuego de una pasión democrática que ha sido sistemáticamente extinguido por el neoliberalismo y su antropología gerencial, individualista y calculadora. En cierto sentido, no haber ganado la nominación fue lo mejor que pudo pasarle, pues lo relevante de su campaña no está en él, sino en haber dejado clara la necesidad del activismo social, de las organizaciones de lucha, únicas capaces de tensionar y polarizar el estrecho consenso partidario entre demócratas y republicanos. Aunque, claro está, con esto no basta.

Marcia: Finalmente, ¿en qué medida el Brexit puede estimular posiciones fascistas e incluso xenófobas en Europa y en Estados Unidos?, ¿percibes el Brexit como una derrota de la Unión Europea y como un retroceso de la democracia?, ¿qué está en juego en este contexto general?

Sergio: El Brexit expresa, en efecto, un retroceso en el proyecto de la Unión Europea y una traba para la apertura a la integración regional, pero habría que preguntarse hasta qué punto esta Unión se concibe así mismo como una instancia universal de resguardo y protección de la paz y la democracia. Obviamente, hay que apostar siempre por todos estos pequeños procesos de institucionalización y desde ese punto de vista, el retiro del Reino Unido desde la Unión Europea es lamentable, sobre todo porque fue posible gracias a la movilización de estigmas y miedos más o menos similares a los utilizados en Estados Unidos para demonizar a los inmigrantes. Pero, más allá de eso, la pregunta de fondo tiene que ver con el carácter, las prerrogativas y las limitaciones de la misma Unión Europea, y con el problema de las jerarquías internas y de la redefinición de la relación soberana en términos de una territorialidad continental, pero no universal. En efecto, el proyecto de una Paz Perpetua (Kant) fundada en una federación de naciones modernas (europeas, racionales, blancas) tuvo siempre como reverso material al colonialismo europeo y sus políticas expansivas, hasta mediados del siglo XX, gracias al fin de la Segunda Guerra Mundial, la consolidación de América como nuevo poder global y la pérdida posterior de los territorios coloniales en el norte de África. Desde entonces, Europa ha desarrollado una relación clientelista con Estados Unidos, que comienza con el Plan Marshall y que se consolida con la política de alineación contra el comunismo durante la Guerra Fría. En este muy somero marco histórico, se podría decir que la llamada Unión Europea no equivale a la realización tan aspirada de esa federación de naciones, y que el Brexit es tanto un retroceso como un síntoma de la condición ambivalente del orden geopolítico contemporáneo.

Esa ambivalencia, que también se expresa en la situación paradojal del imperialismo norteamericano (que alcanza una presencia militar a nivel mundial nunca antes vista, pero que resulta cada vez más difícil de definir en términos nacionales), constituye una situación de interregno, que no necesariamente equivale a un proceso transicional hacia una nueva etapa histórica, sino que expresa una situación inédita e inanticipable. Nuestra actualidad está huérfana de proyectos, carece de una filosofía de la historia que le prometa un futuro hacia el cual dirigirse; ni el progreso liberal infinito ni la revolución aparecen como posibilidades para un tiempo que aprendió a desconfiar de la filosofía de la historia. Quizás por eso el interregno, lejos de augurar un fin de la historia en clave negativa, no sea sino una posibilidad (más alta que la facticidad, como diría Heidegger) de re-imaginar el mundo más allá de los esquemas y los imaginarios políticos modernos. Indudablemente, para esto se necesita una clara conciencia histórica (cuestión que los neo-conservadores se han dedicado a prohibir y a destruir permanentemente), pero también resulta indispensable entender las limitaciones históricas y geográficas de los proyectos políticos pasados, que no alcanzan suficiente potencia como para confrontar la condición axiomática del capitalismo contemporáneo, el mismo que ya no se satisface con la explotación de los hombres, amenazándonos cada vez más con la devastación del planeta.

Me gustaría terminar entonces, señalando que el agotamiento de la política moderna no es, necesariamente, un síntoma del predominio post-político de la facticidad capitalista, sino una condición fundamental para repensar la política más allá de las figuras consulares de la tradición metafísica occidental (poder, voluntad, sujeto, racionalidad, calculabilidad, enemigo). Esa posibilidad está abierta, no es eminentemente monopolio de los intelectuales y ya siempre está teniendo lugar, aunque insistamos en traducirla a las coordenadas de una lengua reñida con las dinámicas de la historia. Pensar allí el capitalismo global, los procesos de acumulación flexible, el fin de la destrucción productiva y el predominio de la devastación sin reservas, la emergencia del neo-fascismo como clave cultural, la potenciación neoliberal de los dispositivos biopolíticos en clave bélica y securitaria, no puede equivaler a reflotar una teología negativa, ni menos a reiterar las formas habituales de la imaginación política moderna. Se trata de desactivar los hábitos constitutivos de la tradición occidental, en sus variantes onto-teo-lógicas u onto-políticas, para confrontarnos con la condición dinámica de la historia, su historicidad, sin caer en los esquemas del historicismo. Tarea mancomunal, no por su ambición, sino porque requiere la constitución de un intelecto colectivo y general no traducible a las categorías del saber, del sujeto y del principio de razón.

Ypsilanti, Julio 2016

Marcia Rosane Junges es Magister y candidata a doctora en filosofía en la Universidade do Vale do Rio dos Sinos (Unisinos), en São Leopoldo, Sul do Brasil. Su investigación se enfoca en las contribuciones de Nietzsche y Agamben para pensar la  democracia. Ejerce como profesora en el Centro de Ciências Humanas de Unisinos y como colaboradora de la Revista Ihu Online (http://www.ihuonline.unisinos.br/), del Instituto Humanitas Unisinos.

Sergio Villalobos-Ruminott es profesor de estudios latinoamericanos en la Universidad de Michigan, doctor en literatura de la Universidad de Pittsburgh y autor de Soberanías en Suspenso. Imaginación y violencia en América Latina (Buenos Aires: La Cebra, 2013) y, Heterografías de la violencia. Historia Nihilismo Destrucción (Buenos Aires: La Cebra, 2016). El texto original de este intercambio aparecerá en la mencionada revista en portugués, acá se presenta la versión en español levemente modificada.

Imagen principal: Mona von WittlageCapitalism takes it all

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