Concebir Oriente Medio como una región paradigmática, que permite iluminar ciertos elementos fundamentales sobre los que se sustenta nuestra civilización es tan paradójico como necesario. Paradójico por varios motivos un tanto evidentes. En primer lugar, porque cuando hablamos de Oriente Medio estamos utilizando una categoría impuesta desde el exterior. Oriente Medio respecto a Europa, no a sí mismo. Oriente Medio como lugar vecino pero radicalmente otro. El nombre Oriente Medio funciona como dispositivo de guerra, de definición de la relación amigo-enemigo, donde Westfalia agrupa a los amigos dejando el lugar de la enemistad por excelencia a los medio-orientales. Y esa relación de enemistad está mediada, también, por la terrible presencia de lo otro en lo propio. Los miles de refugiados que llegan hoy a las costas europeas desde Oriente Medio, no son sino los descendientes de aquellos que vivieron en Europa hace miles de años, que fueron expulsados hace quinientos, colonizados hace doscientos y, de vuelta, la mano de obra barata de las sociedades europeas contemporáneas.
Paradójico, también, porque a esa tensión que instala el viaje humano, debemos agregar que Oriente Medio no el lugar que por referencia inmediata busca explicar un economista preocupado de los vaivenes del capitalismo en general. Funciona, la mayor de las veces como caso específico, para demostrar, por ejemplo, cómo el Islam se muestra reaccionario a la modernidad, a la democracia y a las libertades individuales. En otras palabras, los medio-orientales son aquellos que no participan de la cultura del capitalismo global, sino de las extrañas alianzas tribales y pugnas religiosas que recuerdan más a la época de la inquisición cristiana que a la de las empresas modernas. El Islam, en tanto dispositivo de orden a través del cuál se explica a las poblaciones de Oriente Medio, no sería apto para representar el problema de nuestras sociedades.
Esta mirada, capaz de plantear esta imposibilidad del reconocimiento en el otro, es una mirada esencialista. Por cierto, esto puede ser evidente, pero lo que realmente interesa es que esa mirada sigue gobernando el análisis sobre la distinción Oriente Occidente, el choque o diálogo de civilizaciones y las explicaciones sobre el terrorismo, el Islam político y los otros, es decir, aquellos que sin ser parte de lo que geopolíticamente se denomina como Oriente Medio, queda anexado en el paquete de pueblos que nunca tendrán historia, ni siquiera la tergiversada por los vencedores.
En este sentido, creo que sería oportuno atender a Oriente Medio no como un sistema, sino como una fuerza que nunca alcanza homeostasis. Una fuerza que siempre está en movimiento y disolución, y que está marcada por otras fuerzas que la cruzan y la transforman. Estas son el Islam, la identidad árabe, el arabismo, Palestina como imagen de unificación y conflicto, la identidad africana, la influencia africana subsahariana, la influencia turca, la influencia persa, la cristiandad árabe, la influencia kurda, la influencia armenia, Occidente, Europa, Estados Unidos, entre muchos otras. En medio de esas fuerzas, lo que aparece no es un rostro determinado, sino una multiplicidad de formas de vida, que definen su forma precisamente en tensión con ellas. Los países de Oriente Medio no coinciden con países, porque sus trazados son el resultado de los procesos coloniales que terminaron formalmente -sólo formalmente, y con la gran excepción de Palestina- durante el siglo XX. Pero esos mapas crearon países, porque el poder de trazar un mapa no es tan sólo un asunto cartográfico. Países con identidades complejas, con reivindicaciones de independencia y separatismo, protestas por la pobreza y la desigualdad, con sectarismos que encuentran caldo de cultivo en las zonas rurales o más pobres.
El rechazo a Occidente aparece, para la prensa europea y estadounidense, como la más fácil demostración de la enemistad esencial con Oriente Medio. Ya resumidas las identidades en la figura del musulmán radicalizado, su rechazo no puede ser entendido más que como el de la imagen de una sociedad completa contra los procesos de modernización. ¿Qué modernidad está en juego ahí? Principalmente -porque dicha mirada es fundamentalmente esencialista- una idea de modernidad que equivale a capitalismo y -hoy- a neoliberalismo. Lo curioso, a todas luces, es que el Islam político no parece jugar en una gramática tan ajena al propio neoliberalismo. Arabia Saudita ha marcado la pauta de cómo un Estado puede ser conservador en aspectos ético-morales y liberal en el campo económico, un fenómeno que se parece bastante a ciertas líneas de pensamiento estadounidenses, específicamente las que llevaron al poder en 2001 a George W. Bush o a otras en Irán, bien representadas por el ex presidente Mahmud Ahmadineyad. Estas fuerzas conservadoras se entienden a sí mismas inmersas en pleno choque de civilizaciones, aunque para los árabes saudíes la situación sea más difusa y, por eso mismo, han visto nacer en el seno del wahabismo primero a Al Qaeda y luego al movimiento del Estado Islámico.
El rechazo a Occidente no es otra cosa que la reivindicación de Occidente. Es sólo a través de su denostación y de su captura esencialista que los movimientos islamistas pueden reivindicarse como el reverso especular. Misma gramática, mismos aparatos de difusión, misma sanguinaria manera de conquistar ciudades. Su búsqueda, al igual que la de los líderes europeos y estadounidenses, es la captura de la potencia, del medio común en el que los márgenes se vuelven difusos. Restringen los márgenes, delimitan la identidad e imaginan una sociedad sin fracturas (sin chiíes, sin kurdos, sin nacionalismos de ninguna clase) que jura lealtad al califato, de la misma manera como los marines se embarcan a defender los colores patrios de un Estado al que poco le importan sus propias vidas y menos la de los pueblos conquistados.
El califato, en este sentido, es un símil de la condición actual de Estados Unidos, sólo que en proceso de formación. Como tal, no ofrece libertad, sino más bien sentido de pertenencia fundado en el poderío militar y la imposición de su verdad sobre el mundo. Por eso resulta fácil que cientos de jóvenes educados en países de Europa se integren al EI, pues la gramática -más allá de las falsas reivindicaciones de libertad de prensa, que en realidad es libertad para denostar al más débil- en la que han sido educados es la misma. Siempre está juego el ellos y el nosotros. El amigo y el enemigo. Con tanta devoción a un Occidente imaginado como superior moralmente, al servicio del desarrollo del mundo, se pasa por alto las miles de víctimas aplastadas por los bombardeos en Siria, en Libia y en Palestina desde ya hace tantos años. Se pasan por alto porque estas víctimas se ubican en un espacio muy determinado del recuadro que esa gramática de la enemistad formula. Si de un fresco se tratara, el punto dominante, el arché que ordena la visión del cuadro estaría puesto en Occidente entrando triunfante por las calles de Damasco, con tanques que brillan más que todos los demás elementos. Lo que no está iluminado, que aparece en las sombras de la representación, son los árabes y musulmanes serviles, que reciben con júbilo a los soldados (escena como la presentada por los medios en 2003 cuando los iraquíes derrumbaron un monumento a Saddam Hussein). En estos cuadros no hay lugar para la representación de los muertos, las mujeres violadas o asesinadas. Tampoco para aquellos que no apostaron por ningún bando de la dicotomía. Todo es olvidado salvo el triunfo de los más fuertes y ahora la sensibilidad, el cuerpo y la mirada de quienes viven bajo su égida sólo saben dirigirse bajo el reparto indicado por la luz. Los ataúdes que merecen ser llorados son aquellos que llegan con la bandera triunfante sobre sus muertos.
El califato no es un anacronismo. Es la visión imperial que el colonialismo enseñó a sus dominados. Siempre les dijo que era posible el capitalismo mezclado con detenciones masivas, asesinatos, masacres y violaciones. Por eso, Oriente Medio no es un lugar ajeno a la historia de Occidente, sino uno de los tantos puntos donde la barbarie capitalista produjo sociedades nuevas, tan normalizadas como fracturadas, tan pujantes como desiguales. Pero por eso mismo, también, resulta ser paradigmático respecto a las formas de resistencia. Que las la Primavera Árabe haya llegado en 2011 hasta la Puerta del Sol en Madrid es indicativo de una fuerza distinta a la construida en medio de la gramática amigo-enemigo. Es precisamente la política que no reconoce bordes, que es inapropiable por las identidades. Lo árabe deviene en la primavera el nombre mismo de la resistencia, de un cambio epistémico que destruye el arché dominante y revela un mundo común, donde las formas pueden asociarse libremente. Pisoteada, por cierto, por los regímenes imperantes, la Primavera Árabe sigue siendo, desde otras múltiples formas posibles de asumir, el paradigma de las revoluciones contemporáneas. Sin vanguardias ni dicotomías, ella representa la forma de expresión real a través de la cuál el mundo expone su ser-en-común y no el ser esto o aquello (musulmán, árabe, europeo).