El fascismo es una política de la verdad. Devuelve al sujeto la experimentación de la soberanía sin interrumpir la esfera de la circulación ampliada. Soberanía en el sentido de Georges Bataille: el fascismo es una “forma soberana de la heterogeneidad” (2008, 167), la recomposición soberana de una estructura social en riesgo. “Circulación ampliada” decimos porque dicha esfera se extiende más allá de las fronteras de lo parlamentario. Carl Schmitt observó en 1950, a propósito del pensador católico contrarrevolucionario Juan Donoso Cortés, que la burguesía aparecía, en su época de consumación liberal, como la “clase discutidora”. “Su esencia es negociar, un definirse a medias que se mantiene a la expectativa con la esperanza de poder convertir el encuentro final, la sangrienta batalla decisiva, en debate parlamentario” (1963, 87). Esta apelación a la soberanía, a la violencia, a la estética de la batalla final y del corte puro, es propia de la afección fascista que emerge para devolverle al “pueblo” una experiencia que está más allá de su vida ordinaria y de la gestualidad monótona de la cotidianidad, de lo que Althusser llamaba tiempo de nada. Un tiempo vertical, la “reflexión cotidiana”, es pretendidamente interrumpido por la posibilidad de una experiencia negativa, henchida de interpelaciones corporales donde la violencia se funde en la soberanía.
