“En este universo, Dios habría agotado ya todos sus recursos en la creación[1]”. H. Blumemberg.
La herejía de Giordano Bruno fue patentada en uno de los aspectos centrales de la cuestión trinitaria. La puesta en escena del Nolano como «hereje» planteaba a un filósofo que se equivocaba –principalmente– respecto a su representación impersonal del Hijo en el esquema trinitario, blasfemando así contra el cristianismo.
No cabe duda que en el pensamiento de Bruno supura la herida de la Encarnación. Ni su explícita afirmación de la existencia de un universo infinito homogéneo en acto ni su relación con el copernicanismo –afirma Blumenberg– han podido suplantar esa herida que prometía desarticular los cimientos teológicos de la trinidad cristiana –en el Nolano trasvasados en una plena dimensión cósmica–[2]. En el esquema trinitario bruniano, la cuestión del Hijo está directamente asociada a la importancia que el Nolano le achaca al Intelecto primero. En la Lampas Triginta Statuarum Bruno explicita la importancia del Intelecto primero, pues es la imagen más cercana y propia de la divinidad per se, «Porque es la primera forma en la que se complace el ojo del Padre, como si contemplara plenamente la forma que lo representa[3]».
El universo como estancia material infinita de creación – en donde lo humano es parte– se contrapone a la ilusoria fantasía de la promesa de la «salvación» en la imaginaria dimensión celestial. Las infinitas imágenes proyectadas dentro del universo reflejan lo no figurable de la divinidad gozando por medio del Hijo (Intelecto primero) de sus infinitas creaciones dentro la unigénita natura. El intelecto primero, en suma, se trataría de una especie de «ojo cósmico» que hace posible la visibilización abigarrada de colores inmanente al universo material e infinito.
“Lo imaginamos como una esfera donde en su superficie está completamente cubierta de ojos, porque según las palabras de Orfeo, en todas partes es ojo, en todas partes ve y en todas partes igualmente opera, porque cada entidad es obra de la Inteligencia, y cada cosa que es existe porque se comprende[4]”.
Del mismo modo, la metáfora de la esfera, concerniente al Intelecto, se trataría de una esfera atiborrada de luz infinita –luz del universo por antonomasia– dispersa en todas partes y donde todas las entidades gozan del movimiento ínsito en la esfera. Es por esta razón que el intelecto primero es un principio, pues participa intrínsicamente en todas las entidades encarnadas en el seno del universo infinito. No existen causas externas o motores inmóviles que hacen posible sin embargo el movimiento, tal como lo pensaba Aristóteles.
En la exposición del intelecto primero, de hecho, se dimite la dicotomía entre el soberano y lo creado, dado que en Bruno la creación es indisoluble al continente material infinito, única estancia donde la belleza rezuma en un eterno presente, encarnado en los eventos cósmicos y heterogeneidad de seres orgánicos que se rigen según la ley natural, como si lo cosmológico estuviera inseparable de la vida, y ésta inseparable del rostro de la divinidad.
Todo esto apuntaba a la revocación de esa extraña figura de Jesucristo erigida por el cristianismo. Es crucial que una problemática de suyo teológica con Bruno se trueca en un problema cosmo-político y filosófico que no se centra en la cuestión del soberano, sino que precisamente en la administración del Hijo operando –creando– dentro del universo.
En Giordano Bruno las mutaciones de paradigmas del pensamiento tienen que ver como un resultado de una inconsciencia del sujeto respecto al propio presente, dado que el presente estaría ineludiblemente vinculado al pasado, por lo que jamás resultaría una ruptura con éste. Blumenberg bosqueja que el tiempo para Bruno tiende a manifestarse como una verdadera experiencia consciente de la historia. Así, los sujetos pensantes se vincularían en una red indisolubles de «conexiones de experiencias» que se concretarían en el espacio y en la experiencia común de un tiempo infinito. El olvido en cambio es dado como aquella ruptura con el pasado, y por esta razón Bruno no es un filósofo de la Modernidad. La experiencia es fundamentalmente memoria y vínculo con un pasado originario de suyo pagano, no cristiano.
Ahora bien, la cuestión del Hijo en el Nolano plantea tácitamente este mismo problema, en donde la experiencia es comprendida como una vivencia común de la Humanidad en el transcurrir infinito de la historia. La concepción trinitaria cristiana en cambio asume una concepción meta-histórica que culminaría con la segunda venida de la persona hipostática de Jesucristo, el único Hijo y único mediador entre el universo y la divinidad. Es precisamente el mismo fenómeno acaecido en la Modernidad bajo las categorías de Ilustración y el progreso en su aspecto teológico secularizado.
La Parusía, el gran acontecimiento, se disipa como una mera fantasía introducida por el paradigma cristiano. La segunda venida es un acontecimiento importante en el cristianismo tanto como lo es de importante pensar la ausencia de «acontecimientos culminantes» en Bruno.
Sólo considerando la herida histórica de la Encarnación no comprendida jamás en la unión entre lo humano y lo divino sino en la manifestación de la vida orgánica inmanente al universo infinito, de un universo como auto reproducción de la divinidad, sólo así la herida podrá ser sanada de una errada compresión de la Encarnación, devolviendo aquella noción a su lugar originario, al universo infinito. La afirmación de Blumenberg, en este sentido, es decisiva.
“Tanto el teocentrismo como el antropocentrismo serían dos posiciones contrarias dejadas atrás por este nuevo modelo metafísico, donde la divinidad no sólo portaría innumerables nombres que designan una sustancia trascendente que está detrás, que ya no es la Persona que puede elegir para encarnarse, entre la plenitud de formas de su creación, una sola de ellas, sino la divinità que aparece en todas y en cada una de las formas sin convertirse en solamente una de ellas y comprometerse definitivamente con ella[5]”.
De manera que la Persona en Bruno no es sustancia, sino que un mero accidente que no alcanza a abarcar la totalidad de la sustancia material infinita. Bruno de este modo desteologizó la figura de la Encarnación para situarla en un plano absoluto de inmanencia cósmica.
El legado de Bruno es inconmensurable respecto a las incidencias biopolíticas que puede subyacer a su pensamiento, dada su reivindicación de la vida infinita y de su consecuente dignificación cósmica. Blumenberg bosqueja ese «trauma de la Encarnación» suscitando una pronta reflexión respecto a la consideración de la vida infinita, fiel encarnación de autoprodigalidad de la divinidad.
El Dios creador en Bruno versus un Dios salvador –bajo el aspecto teológico de la persona– se presentan en la actualidad como choque de fuerzas entre la voluntad soberana versus la vida sagrada que se resiste al sacrificio.
El trauma de la Encarnación aún supura en lo inactual y en lo contemporáneo del pensamiento, en la radicalidad y rareza del sujeto intelectual heroico respecto a los paradigmas petrificados en la historia. El trauma se evidencia en las constantes preguntas por las otredades y las identidades invisibilizadas; en las displicentes imágenes de la sinrazón y de la locura. El trauma supura, pues aún no ha sanado de las indolencias y violencias que se ejercen contra de la vida infinita. No obstante, el intelecto primero, primogénito de la divinidad, ilumina y ordena las infinitas entidades diáfanas dentro de la estancia natural infinita que contrae a toda esa infinita heterogeneidad no reconocida y, sin embargo, encarnada.
Finalmente, la Encarnación en Bruno es luz dispersa en la animalidad vivificada por el alma del universo. Bruno es hereje precisamente por negar el dogma cristológico y recuperar el valor inconmensurable de la vida infinita, puesto que es la única condición necesaria para la perfección de la naturaleza creadora, de esa naturaleza que hace posible un cierto vínculo (imposible) con la divinidad en el regocijo de un presente que deviene infinitamente.
NOTAS
[1] Blumenberg, H., La legitimación de la edad moderna, Valencia, Pre-textos, 2008, p, 547.
[2] Ibidem, pp. 546-547.
[3] Bruno, G., Opere magiche, Milano, 2000, p. 1029.
[4] Ibidem, 1029.
[5] Blumenberg, H., 2008, p. 557.