La pregunta
El momento constituyente por el que atraviesa Chile es, sin duda, un evento de la mayor importancia en cuanto a su carácter jurídico y que, por tanto, debe ser intensamente abordado en dichos términos, sin embargo, la profundidad de sus repercusiones y la forma de su gestación requieren de la implementación de consideraciones más amplias, de tipo filosófico-político, para su plena comprensión, pues lo constituyente no trata solo de la redacción de una constitución, sino que, por sobre todo, de la transformación del horizonte histórico donde tal documento se vuelve posible y adquiere sentido.
Este tipo de momentos fundacionales, como el que atraviesa Chile, ya ha sido tematizado anteriormente en una tradición de pensamiento político que surge en la primera mitad del siglo XX y que se articula en torno a lo que se ha llamado “el problema del origen”. Principalmente son dos los autores que consideraremos como representantes de dicha tradición: Walter Benjamin y Hannah Arendt. Desde el cruce de sus obras intentaremos proyectar el proceso de transformación que experimentamos actualmente en Chile –y en buena parte del mundo– como un misterioso “principio combinado de la promesa mutua y de la deliberación en común”1. La presente exposición seguirá por tanto las claves que este encuentro nos entregue.
En primer lugar, se partirá de la base que el problema del origen en ambos autores está caracterizado principalmente por el intento de resolución de la tensión entre violencia y libertad, y que por tanto son ambos fenómenos los que guiarán en específico el presente esfuerzo interpretativo. En segundo lugar, no se puede dejar de lado el obvio elemento de dificultad que implica que, en la recepción de sus obras, se ha considerado ampliamente a ambos pensadores como representantes de posiciones irreconciliables respecto del rol de la violencia en tanto expresión de voluntad popular y como factor de transformación de lo político. Se propondrá en el espacio de esta exposición que dicha aparente contradicción en la relación Benjamin-Arendt es en realidad la expresión de una comprensión unívoca de la violencia que encuentra diferentes modos de resolución.
Hacerse cargo de dicha aparente contradicción de posiciones no implica abocarnos a un problema formal, sino que más bien, adentrarnos en el carácter profundamente ambiguo del rol de la violencia en la esfera de los asuntos humanos, o en nuestro caso, de lo constituyente. El problema de la violencia en el origen de nuevas estructuras políticas reside, como lo han expresado ambos autores, desde sus propias claves interpretativas, en el carácter auto reproductivo de esta, vale decir, la constatación de que su utilización puede y por lo general conlleva a más y mayor violencia y que una esfera política –renovada en apariencia– puede volverse, finalmente, una simple actualización de aquellas formas de opresión de las que precisamente se pretende una liberación.
El Estallido
Está más allá de toda duda que la posibilidad de discutir una nueva constitución y que las instituciones se sometan a un proceso de transformación fue abierta por el estallido social del 18 de octubre y que uno de sus componentes fundamentales es la violencia. La pregunta es más bien en que sentido la violencia es la madre del acto constituyente y si, y por sobre todo, la violencia tiene cabida en el acto que ella misma ha generado.
Será necesario primeramente ganar una cierta claridad respecto de la naturaleza del acto constituyente. E.J. Sieyès, un eminente teórico de la revolución francesa, es reconocido como el primero en utilizar el término y lo describe del modo siguiente: “(…) El poder constituyente puede todo en su género. No está sometido de antemano a una Constitución dada. La nación, que ejerce entonces el más grande, el más importante de sus poderes, debe hallarse, en esta función, libre de toda sujeción y de toda otra forma que aquella que le plazca adoptar.” Y añade además que “no es necesario que los miembros de la sociedad ejerzan individualmente el poder constituyente. Pueden dar su confianza a representantes que se reunirán en asamblea para este solo objeto, sin poder ejercer ellos mismos ninguno de los poderes constituidos”.2
Dos observaciones son pertinentes respecto de lo descrito por Sieyès: la primera guarda relación con la diferencia necesaria que se establece entre el poder constituyente respecto de los poderes derivados o poderes constituidos. El poder constituyente, en este sentido, no puede ser detentado por poderes constituidos: el poder que puede dar inicio y origen al fundamento de una esfera política, a su constitución, puede estar en manos solo de aquello que Sieyès llama nación.
Si nos permitimos avanzar hacia el siglo XX, es posible complementar estas definiciones –junto con Schmitt– ahora desde el carácter mismo que pueda ostentar una carta magna. El dice: “Una Constitución es legítima cuando la fuerza y autoridad del Poder constituyente, en cuya decisión descansa, es reconocida”3 La elaboración de Schmitt no apunta solo a la relación originante entre constitución y poder constituyente, sino que y por sobre todo a la idea central de que una constitución, a pesar de ser un ejercicio de decisión política, se origina y contiene un mandato prepolítico, pues el titular del poder constituyente ejerce su voluntad desde un ámbito que el propio Schmitt llama existencial.
El reconocimiento de este origen –quizás paradójico– es lo que otorga legitimidad a los procesos constituyentes. Schmitt señala que “La unidad del Reich alemán no descansa en aquellos 181 artículos y en su vigencia, sino en la existencia política del pueblo alemán. La voluntad del pueblo alemán —por tanto, una cosa existencial— funda la unidad política y jurídica, más allá́ de las contradicciones sistemáticas, incongruencias y oscuridades de las leyes constitucionales concretas. La Constitución de Weimar vale porque el Pueblo alemán ‘se la ha dado’”4. El pueblo es así una forma de la comunidad anterior a las articulaciones políticas que tienen lugar en lo constituido y es la que puede exclusivamente hacer el llamado a que sus representantes redacten una constitución a través de una convención constitucional.
Acentuado el punto que indica que el origen de las constituciones legitimas contienen en sí la paradoja de la relación de lo existencial dando lugar a lo político, se debe prestar atención, precisamente, al sujeto de tal voluntad. El titular del poder constituyente es, como cabe esperar en democracia, el pueblo y es necesario decir que tal titular, caracterizado precisamente por su pluralidad puede y de hecho expresa su unidad también a través de la violencia. La violencia –de la revolución, el estallido, la asonada y la rebelión– es en este contexto la expresión de que en la multiplicidad se ha desarrollado un entendimiento común de alerta sobre la disociación entre la voluntad popular y su representación política en el estado, vale decir, la perdida de legitimidad del poder constituido.
La violencia
Estas consideraciones primeras sobre la violencia y su situación estructural no explican, ni se hacen cargo de los peligros inherentes a su ejercicio.
Dos posiciones parecen adueñarse inmediatamente del discurso público cuando se trata de lidiar con la violencia como forma de emergencia popular: esta se puede avalar o condenar. Se tiende comúnmente a identificar estas posiciones con los pensamientos de W. Benjamin y H. Arendt.
La caracterización común de sus pensamientos describe a Arendt abogando por la reconstrucción de una esfera pública a imagen de una cierta tradición clásica libre de violencia. Dicha liberación se volvería posible, en primer término, a través de la distinción entre violencia y poder. En este sentido dice Arendt: “El poder y la violencia se oponen el uno a la otra; allá donde uno domina, la otra está ausente. La violencia aparece cuando el poder peligra, pero si se permite que siga su curso, lleva a la desaparición del poder. Lo cual implica que es un error pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar del poder no violento es una redundancia.”.5 Esta diferencia deberá guiarnos a la conclusión de que la violencia es siempre y necesariamente un acontecimiento prepolítico, dado que él pertenece a la esfera privada, vale decir aquella caracterizada por la necesidad.
Por otra parte, es recibido el pensamiento político de Benjamin como la búsqueda de una forma hasta ahora oculta de la violencia, una forma revolucionaria, que deberá oficiar como el detonante de un nuevo ciclo histórico. Esta nueva violencia actúa como única vía para romper el imperio de la violencia legitimada, a saber, a través de la disolución de su vínculo con el derecho. Como es sabido esta búsqueda detona la diferencia entre violencia divina y violencia mítica. Benjamin, en este sentido, pregunta: “¿Pero, si aquel tipo de violencia conforme al destino, el cual se utiliza como medio legítimo, entrara en contradicción inconciliable con los fines justos, ¿qué sucedería? ¿Y si también deviniera previsible una violencia de otro tipo que no fuese, empero, ni medio legítimo ni ilegítimo para tales fines? ¿Y si no se tratara de un medio, sino más bien de otra cosa?”.6
Esta caracterización correcta pero superficial de las ideas principales de ambos autores da pie a la interpretación generalizada en la que se muestran sus pensamientos políticos como contradictorios o más bien como polos irreconciliables en el tratamiento del fenómeno de la violencia, fijándolos como la disyuntiva entre avalar o condenar sin términos medios, ni posibles continuidades.
Sin embargo, lejos de hallarse ambas filosofías en una contradicción, se revela en lo descrito, precisamente, que ambos autores se relacionan de modo univoco respecto de la estructura interna del fenómeno. En ambos es considerada la violencia el faktum del origen político. Incluso cuando Arendt hace la distinción entre violencia y poder y Benjamin no. La violencia es como punto de partida el hecho originador, el peligro reside no en su acontecimiento, sino que en su modalidad: lo que se pone en cuestión en el centro de ambas teorías políticas es la auto reproducción de la violencia, en el sentido de la comprensión común de que la violencia genera mas violencia. Por esta razón Arendt asevera que el problema de su tratamiento reside en permitir que “siga su curso” no el hecho de su suceso, así como Benjamin describe no la implementación de la violencia en general con fines revolucionarios, sino que de la violencia divina que, precisamente actúa y se retrae y por tanto no genera derecho. En ambos casos se reconoce su rol originante de nuevas formas políticas, así como también el peligro inherente de que esas formas, puedan ser contaminadas por una violencia que se auto reproduce en ellas y que por tanto estas se transformen en nuevas apariencias para la antigua dominación, vale decir contrarias al sentido de liberación que ambos buscan. Pero por sobre todo que en ambos casos esta violencia, aquella que impulsa la transformación de la esfera política, debe ser confinada al ámbito extrapolítico para evitar su reproducción y perpetuación como un remedo de poder o como derecho.
Solo así es posible comprender las palabras de Arendt en su obra “Sobre la revolución”: “Todos estos fenómenos [insurrecciones, guerras civiles, golpes de estado] tienen en común con las revoluciones su realización mediante la violencia, razón por la cual a menudo han sido identificados con ella. Pero ni la violencia ni el cambio pueden servir para describir el fenómeno de la revolución; sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución”7
Nuestro proceso constituyente
Nuestro proceso constituyente comienza su marcha “oficial” el 18 de octubre del 2019. El elemento de violencia en él es obvio e innegable. Un primer avance para entender el fenómeno desde una distancia que otorgue cierta claridad es hacer la distinción entre la violencia precursora del principio constituyente y una que emana desde lo constituido. Esta distinción permite una serie de pasos analíticos respecto de ciertos elementos problemáticos especialmente respecto del estatus de los presos de la revuelta, los heridos y muertos por las fuerzas policiales, así como la perdida de medios materiales de vida. En primer lugar aseverar que la violencia de la revuelta y la de las fuerzas de orden son de distinta naturaleza y por tanto no pueden ser tratados del mismo modo. La primera claramente de carácter constituyente y la segunda de carácter constituido. Si nos quisiéramos permitir utilizar la presente base teórica para dirimir la pregunta por la necesidad de otorgar libertad a los presos de la revuelta sería necesario admitir que tal liberación debería producir el efecto de permitir que esa violencia constituyente se desvanezca y así cierre su ciclo, más bien que lo contrario, a saber que esa liberación se convierta en una invitación a que tal violencia persevere. Por lo demás, atendiendo a la naturaleza constituyente de la violencia del estallido no se incurriría en ninguna contradicción legal en aquella liberación, pues de antemano deberá reconocer la ley que se encuentra ante una violencia frente a la cual ella no está mandatada ni facultada para ejercer sus atributos, más allá de la acción de permitirle concluir su propio ciclo.
NOTAS
1 Arendt. Sobre la revolución. P. 221
2 Capitulo XII de su Proyecto de Declaración, presentado el 21 de julio de 1789 a la Asamblea Nacional francesa, bajo el titulo “Poder constituyente y poderes constituidos”.
3 Schmitt. Teoría de la Constitución. P. 104.
4 Ibid. P. 3.
5 Arendt, Sobre la violencia. P 75.
6 Benjamin. Hacia una crítica de la violencia. P.53.
7 Arendt. Sobre la revolución. P. 36.