Existe un vértigo inicial, el vértigo de la existencia. En él nos encontramos rara vez. Es como esa imagen relampagueante de la que hablaba Benjamin. Imagen que no puede ser vista, mas condición de toda imagen. Es decir, el vértigo de la existencia es desde siempre una especie de inalcanzable al que toda mano tiende sin encontrar apoyo, un desdoblamiento perpetuo que crea la sensación de un yo firme y soberano, un caos al que tememos arrojarnos y preferimos montar sobre él un mundo cuadriculado. El vértigo de la existencia es temblor. Sacudida en la que el yo se encuentra a distancia de sí, se confunde con los otros. No hablemos de profundidades, o digamos mejor, se trata de la profundidad de la superficie, de lo expuesto.
Hay una historia que cuenta bien esta cuestión. En el siglo X, en Bagdad, el poeta Tawfiq ibn Tumas al Bagdadi, de cuyos textos no quedan rastros y cuya biografía nunca fue escrita, se encontró una tarde de invierno con un hombre muy pobre a la puerta de su casa. Se dispuso a darle habitación por una noche, pero en el momento en que iba a pronunciar las palabras de invitación, el hombre comenzó a tener espasmos. Convulsionó unos minutos y cayó al suelo dormido. Ibn Tumas lo tomó en sus brazos e intentó despertarlo suavemente. Como no conseguía lo propuesto, se lamentó y pronunció un breve poema.
He aquí la muerte que llama sin llevar,
porque sabe que desde siempre
su partida está ganada.
Sin ojos ni manos,
sin palabra ni pensamiento,
la muerte estaba desde antes
recorriendo nuestro ahora.
Este es tu vértigo amigo mío,
ningún otro que el del existir
con la muerte a cuestas,
con la vida empeñada.
El hombre despertó lentamente y fue llevado por Ibn Tumas al interior de su casa. Ya a al calor de un abrigo, comenzó a hablar.
–Cuando entré en el sueño profundo frente a tu puerta, sentí una voz que recitaba un poema. Esta voz provenía de lo más profundo de mí. No me creía capaz de formular palabras tan bellas, pero ahora he entendido que soy un poeta y debo esparcir mi canto por el mundo entero.
Ibn Tumas le miró con severidad. Y dijo:
–En verdad amigo, tu poema me ha abierto a la esperanza. Yo que he sido poeta toda mi vida, debo ahora callar para reponerme de este vértigo.