Tariq Anwar / De pronto, una imagen

Estética, Filosofía

Imagina que existiera una imagen digital que te hiciera detener la mirada, quiero decir, que verla implicara mirarla, que tus dedos se vieran imposibilitados por el deseo de pasar sobre ella para ir a la siguiente imagen. Una imagen que está disponible a ser ya pronto cambiada por otra y que sin embargo se resiste. La miras con detención y sientes que esa imagen está, de alguna manera y por extraño que parezca, ligada al amor. O sea, que esa imagen no es sólo ella, sino que se vincula con una cosa exterior a ella, en este caso, el amor. Como ocurre con cualquier relación, en ella habita no más una exterioridad que una exteriorización. El amor también bebe de esta imagen. Tu percepción del amor y de la imagen se confunden, pues cada uno, siendo cosas diferentes, permanecerán habitándose y, por supuesto, habitándote.

Imagina que la imagen tiene contornos, que pueden ser los de tu pantalla de teléfono. Esos límites que cortan la imagen, que la encuadran, dejan siempre fuera algo. Aquello que la imagen no alcanza a mostrar. Si fuera un paisaje, tal vez unos cuantos árboles de los que sólo ves parte del follaje o un templo antiguo del que sólo ves unas escalinatas que llevan a él. Si es un rostro, tal vez una oreja que el perfil esconde o una mano que suponemos apoyada en la rodilla y de la que solo alcanzas a ver el hombro. La imagen siempre tendrá su lugar no visible que, como el amor, se vinculará con ella, la habitará y, al revés, ese invisible que sólo puede ser imaginado, lo será sólo porque se ha dado la imagen. Pero, cosa increíble, esa extensión estará vinculada de manera exclusiva a ti. Nadie podría continuar los árboles a partir del follaje o la mano a partir del hombro, no, al menos, como lo harías tu.

En este punto, ya tienes un compromiso con la imagen. Ella se debe a ti, tu te entregas a ella y a lo que ella no es. Imagina que, luego, te das cuenta de algún detalle de la imagen que te molesta. Hay algo en ella que te perturba. Quizá algo no tan bien logrado, una extremidad levemente alargada o una flor cuyo color no recibe correctamente la luz en relación al resto de la imagen. Si la imagen es una fotografía, pues bueno, esto se deberá a alguna imperfección del proceso de captura o revelado. Si en cambio estás viendo una pintura, un grabado, una obra de técnicas mixtas, se tratará de la capacidad del artista, o sólo de un efecto arbitrariamente producido. No podrás saberlo, pero sí tendrás la oportunidad de guardar en la memoria ese detalle. Esa anomalía. Ella será un nuevo elemento de exteriorización. Está en la imagen, está en tu atención, estará en tu memoria. La imagen siempre sale de ella misma. Nunca se queda estancada. Se desborda haciéndose incontenible, se abre a su propio afuera para poder ser. Es contingente, por cierto. Ninguna imagen existe como forma fija, sino que está siempre andando, variándose. Su contingencia es tal que pone en duda la existencia misma de la imagen, pero tu sabrás que existe. Existe como instancia, evento, memoria y, por tanto, como imaginación. Y bueno, si te atrapó, ha de existir a lo menos como deseo.

Hoy tenemos pocas experiencias de este tipo. Las imágenes que tenemos a disposición circulan sin que puedan provocar una mirada. Mientras el scroll invita a pasar rápidamente a la siguiente, la aventura analógica parece también un cúmulo de estandarizaciones y lugares comunes. Sin embargo, siempre queda una duda. A mí, no sé a ti ¿qué pasa si tomamos una imagen cualquiera y antes de darle el paso a la siguiente nos detenemos y la miramos?


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