Gerardo Muñoz / El ícono vacante: elementos de la pintura de Laura Carralero

Estética, Filosofía

I. «Ícono». El espacio pictórico es la preocupación central de la pintura de Laura Carralero, aunque esto sólo se valida en la medida en que aceptemos su presupuesto: la operación del ícono. El imperio icónico ha sido elevado a tal altura en la apoteosis civilizatoria de nuestro presente (advertising, funcionalidad, señalética, diseño), que olvidamos que la querella bizantina se originó como regulación de la proskynesis timetike (adoración trascendental) entre la imagen redentora del Cristo y la sustancia racional de la naturaleza [1]. Como ha mostrado Gerhart Ladner, un erudito de la controversia iconoclasta, la unidad icónica constituía el pasaje entre la revelación del Cristo y la temporalidad del Mesías hasta la segunda hipóstasis. El ícono producía la iluminación de la forma. En manos de Carralero la iconostasis ya no promete salvación, sino que evacúa el tiempo de espera en una historia consumada y pobre en mediaciones simbólicas o plásticas. La tarea de la pintura admite el cese de la temporalidad para entrar la mirada en el umbral de la proskynesis timetike. Se trata de un desalojo que da lugar no tanto a una economía de las cosas de este mundo, sino a aquella morada que no depende de los subrogados de la actividad metafórica. De ahí que la iconicidad evasiva de los cuadros de Carralero sean el reverso de la fuerza icónica que hoy organiza el ámbito de la moral metropolitana. La publicidad admite el juego de las cosas (res), pero siempre y cuando ésta sea traducida en objeto.

Si la iconicidad registra el pliegue invisible entre la imagen y la cosa en el orden moral de los “bienes” de la ciudad, esta domesticación de la mirada la vuelve inmanente al continuum de las superficies. La mirada se adapta al bien de las cosas cuyo vehículo es el ícono. Esta es la fantasmagoría del valor sin el cual no habría metrópoli. En realidad, el ícono logra la reducción intercambiable de la presencia, a tal punto, que ahora el “bien de las cosas” pasa a manifestarse a través de imperativos mediados [2]. Esta es una unidad teológica-económica a la cual Carralero devuelve una cierta mística misteriosa y extemporánea. Si la mirada de la iconicidad metropolitana obedece al paradigma de una adaptación sensible del humano; la pintura de Carralero se sustrae del imperativo estético-antropológico hasta llegar a la belleza [3]. Por eso es por lo que el espacio desalojado del ícono en Carralero no propone un principio que organiza toda la composición del “bien” como effusivum sui [4]. La iconicidad vacante asciende como índice de la fuga de los dioses; y desde este vaciamiento, la presencia vuelve a existir entre nosotros.

II. «Mirada». La vacuidad de la economía iconológica abre el problema de la mirada. Desde luego, ya no se trata de un “sujeto” que mira, regido por un orden especular y arrojado al diagrama de la significación o de las formas. Algo siempre le antecede y ahora los lugares se miran sin el aura de la teatralidad. Si el arte conceptual resolvió el problema de la pérdida de la experiencia desde la mimesis de la teatralidad, en esta mirada al espacio, ya hemos atravesado la parábasis del artificio. De ahí que Carralero mantenga que a ella solo le interesa saber “cómo leer un lugar”, y sólo a partir de ahí instaurar un límite en lo visible [5]. La pintura despeja algo elemental y originario. De ahí las puertas que toman la ofensiva contra toda recaída teatral. Y es que la mirada es la más pasiva de las actividades para la desrealización después de la desaparición del Hombre. Esta hipótesis presupone un camino ya transitado en Occidente: primero fueron los dioses, luego el hombre y hoy los “objetos”. La pintura hace lugar no porque pinte o represente a estos, sino porque devela su exterioridad imaginal en un recogimiento. De ahí que la pintura –como hemos aprendido de las obras de Cezanne, Ramón Gaya, o Carlo Levi, exponentes de la permanencia solitaria de la pintura al interior de la contingencia de lo moderno– sea el lugar ético del homo poeticus de Occidente; sólo allí el régimen de los preceptos representacionales del hombre no llegan a traducirse en símbolo, sino que definen el eros de una relación singular. Cuando miramos al mundo no realizamos una actividad de apropiación del territorio (trabajo por excelencia de los agrimensores de los ingenieros y los sacerdotes), sino que padecemos una proximidad erótica, donde la armonía de los contornos evaden el saber del mundo. Si la mirada del sacerdote absolutiza y sopesa (epikeia) la creación de las formas; la mirada del pintor expone la teatralidad extemporal para abolir el campo de la inteligibilidad del concepto. Por eso es por lo que la pintura no es un arte de la descripción de los elementos que aún no tienen nombre, sino también el registro acústico de la naturaleza. Mirada y armonía: la pintura de Carralero abre posibilidades al homo poeticus desde unas formas contemplativas efímeras.

III. «Umbral». Entre la salida y la entrada del desalojo icónico encontramos la zona que guarda el misterio. Y si es cierto que la novela moderna es una forma secularizada y paródica del misterio antiguo, esto explicaría la abstinencia formal prima facie de los cuadros de Carralero [6]. Más que un lugar, el misterio es un umbral: un medio que liberándose del régimen temporal, registra los contornos de un espacio sin domus (sin economía relacional). Aquí se deja ver que la transferencia espacial de los cuadros de Carralero no apela a la domesticidad como una excepción a la transparencia de los intereses de la esfera pública. La elevación de un umbral sin dios asume que la contemplación tiene como actividades la atención y la espera. El umbral es por lo tanto un verdadero experimentum teologiæ que registra el paso de la crux trascendente e inmanente del eón moderno. Así, un umbral cruza el parergon de una habitación de miradas extraviadas e heterogéneas. La simpleza en el trazado sumado a la contundencia de la geometría -siempre bajo el pretexto tenue de lo arquitectónico- introducen una extrañeza cuyo misterio es proporcional al grado de su estar-ahí. Desde luego, el misterio es el comienzo de un mundo encantado que vuelve hacia nosotros sin los discursos o la sintaxis de las justificaciones. Ciertamente este fue el resto gnóstico que tanto la inmanencia horizontal como la comunidad de salvación cristiana han intentado someter a procesos de regulación, legislación, y administración iconicostásica. Por eso, el umbral es una potencia de la latencia del stazion trinitaria (el conflicto entre Padre e Hijo, tiempo y espacio). Cuando la pintura lleva a cabo el despeje icónico detiene las fuerzas engranadas de la economía y de la política en su eterna polaridad. Contra el álgebra de los arquitectos, la pintura retorna, una y otra vez, a lo sagrado para insistir en una distancia imposible. Esta distancia toma partido contra la organización de la línea que durante la modernidad logró producir infraestructuras de la legibilidad integral [7]. En cambio, la pintura de Carralero contribuye a una ciencia de las distancias en donde se juega una existencia fuera sin la cual no podríamos ni tan siquiera pisar, sentir, respirar, amar, o cantar. Es en el umbral donde se nos da entrada a la lógica de la presencia (eros) tras la caída del verosímil que sostenía a la razón como espejo de la naturaleza.

IV «Invisible». No es menos cierto que la revolución pictórica moderna supuso, además del auge de la línea, la construcción especular que se consagra en la pintura de Jan Van Eyck [8]. Esta revolución óptica, como le han llamado algunos, implicó no sólo un principio de imitación o la imago naturae, sino un ensamblaje enarbolado a las técnicas de la mirada. En el retrato de los Arnolfini, la pareja flamenca que se refleja en el espejo cóncavo es un pretexto para realizar un punto excéntrico con respecto a las cosas de un espacio: la mirada se autonomiza en virtud de una correspondencia de las técnicas de los sentidos que ahora yacen fuera de nosotros. En realidad, esta matriz antropológica definió el devenir de la relación entre la legibilidad del mundo y la autoafirmación del hombre evacuando la omnipotencia divina y deshaciendo la huella del misterio (o volviéndola un mito arcaico, que es lo mismo). No es menor que la pintura Van Eyck coincida con la concepción esférica del planeta, pues los avances astronómicos de la época definirían la irreversibilidad antropocénica del humanismo. Para un planeta legible, organizado mediante la cartografía, el misterio tiene que quedar reducido a las contingencias de los accidentes o bien a las sutiles decoraciones de las formas. Si en la política pasaron siglos para que acontezca la electrificación de la tierra -un modelo común a Bolcheviques y banqueros de Wall Street-, fue en la pintura donde primero tuvo lugar la liquidación de lo invisible en nombre de una historicidad que luego sucumbirá al eclipse de la obra de arte y al reino de la moral icónica.

La pasión por la pintura, si hemos de llamarle de algún modo, regresa en la mano de Laura Carralero como renovación de una techné alupias capaz de hacerle frente al subjetivismo cómplice con la domesticación del mundo sensible [9]. Así, la evasión del ícono nos recuerda que no todo reside en el régimen de lo visible, sino en la posibilidad de lo invisible; esto es, allí donde la teología transfigura el acervo mítico de la gnosis. Una belleza sideral, fuera del mundo, que ahora pareciera elevarse como ética del artista: “A partir de aquí se puede volver a reflexionar sobre la aventura del artista contemporáneo que, donde aspira a hacer de su oficio algo más que mera publicidad está obligado cada vez más ha ir vestido con las ropas del viajero del espacio, fuera de nuestro cosmos, en aquella eternidad donde se ha ido a esconder la belleza” [10]. La mirada del pintor asume la contemplación de la mirada como nueva oportunidad: asumir lo más originario para hacer ver aquello que jamás puede ser visto.

NOTAS

1. Gerhart B. Ladner escribe en “The concept of the image in the Greek Fathers and the Byzantine Iconoclastic Controversy” (1953): “Neither the friends nor the enemies eighth- and ninth-century Byzantium questioned the use of or their adoration – adoration as proskynesis timetike only, as distinct from proskynesis latreutike which was reserved even by the iconodules. A study of the patristic antecedent image doctrine- even in the few examples quoted- has a connection between the conception of the imperial image of Christ or the saints. From Origen to Theodore beyond, examples taken from imperial imagery are over and for the definition of the nature and scope”.

2. François Loiret. “Les choses comme icônes”: https://www.francoisloiret.com/post/les-choses-comme-ic%C3%B4nes

3. Monica Ferrando. L’elezione e la sua ombra: il cantico tradito (Neri Pozza, 2022).

4. Massimo Cacciari en Íconos: imágenes extremas (Casimo Libros, 2011): “La luz del icono es el primer símbolo del desbordamiento del Bien, effusivum sui. Ninguna oscuridad, ningún obstáculo pueden dispersar esta irradiación. Es la razón teológica esencial de la negación de la figuración en perspectiva: la luz, en su dispersión creadora, sólo puede obedecer a su propia fuerza, y no puede instituirse según las necesidades de las distintas naturalezas que encuentra. La luz produce las formas, no se limita a iluminarlas”, 17.

5. Entrevista a Laura Carralero, documento facilitado por la artista, abril 2022.

6. Gianni Carchia. Dall’apparenza al Mistero: la nascita del romanzo (Quodlibet, 2023), epílogo de Gerardo Muñoz.

7. Claudia Brodsky. Lines of Thought: Discourse, Architectonics, and the Origins of Modern Philosophy (Duke University Press, 1996).

8. Maximiliaan Martens & Till-Holger Borchert. Van Eyck (Thames & Hudson, 2020), 12.

9. Gianni Carchia. “Tragedia y persuasión: nota sobre Carlo Michelstaedter”, en Retórica de lo sublime (Técnos, 1990), 38.

10. Gianni Carchia. “Escucha y contemplación: sobre la metafísica griega de la forma”, en Retórica de lo sublime (Técnos, 1990), 95.


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