Aldo Bombardiere Castro / Johann Sebastian Bach, creador de Dios

Estética, Filosofía, Música

Bach revela lo insuperable. Luego de escuchar su música nos apresuramos a circunscribirlo en un concepto: una estética del dolor, por ejemplo. Pero ello sólo cumple la función de un remedo. Otras veces, aún temblando tras el vértigo de sus armonías, tendemos homenajearlo por actuar como un insigne explorador metafísico, cuyo arte se entendería en ligazón con el quehacer de quien busca a Dios en los pliegues y grietas de su propio sufrimiento. Bach puede ser eso, aunque nunca sólo ni suficientemente eso.

Así, su figura abre un ámbito de reflexión sintiente que va más allá de un mero elemento a insertar dentro de una economía de sublimación psicoanalítica o de un cierto “método de acceso” -como el del pietismo protestante- para ascender negativamente a Dios. Bach va más allá de cualquier domesticación, pudiendo, por lo mismo, resultar útil a muchas manipulaciones. En él respira el peso de la cruz, sin duda; la promesa de la cruz, sin duda; pero lo hacen sólo en parte, pues en él también se palpa la alegría de los hombres que acarician la insuperable yuxtaposición de los dos maderos balanceados sobre la tierra: el abrazo horizontal y melódico de este mundo; la verticalidad armónica de una elevación que nos dispara, como flechas sin destino, a un mundo otro, el cual sólo puede ser creado desde aquí. Su música no avanza hacia una síntesis ni se rige por una consumación dialéctica; no se trata de un proceso que afirme, niegue y luego acumule un caudal de conceptos, conocimientos o emociones con miras a una determinada finalidad absoluta. Eso puede estar detrás pero nunca en Bach. Esta yuxtaposición del madero en cruz, como máxima tensión, es la yuxtaposición de la vida, y se encarna en su técnica contrapuntística que sólo puede encontrar subterráneas e invisibles relaciones, orgánicos y variables órdenes tonales y rítmicos, en el mismo tejido de la vida, en la porosidad de su buen temperamento, bajo y entre esa tierra pero nunca detrás de ella. Su reino es de este mundo y se dirige a un mundo otro (a lo impensable), pero nunca se jacta de ser de otro mundo (a un ideal ya pensado). En una palabra, Bach produce sentido, por eso, al escucharlo, hacemos experiencia.

En tal perspectiva, la organización matemática emanada de la técnica del contrapunto constituye, antes que un sistema cerrado, el devenir orgánico de la existencia, cuya inzanjable tensión estructural y atención anímica, revela la certeza más profunda y, a la vez, más evidente: el tocar de lo intocable, la belleza de una tras-tocación de regiones (la afección de lo invisible, de lo intangible e inteligible) capaz de impregnar sus movimientos bajo los límites de cualquier cuerpo, de toda superficie. Ahora bien, empeñarse en superar tales límites ya es cosa de Dios, no de Bach: éste sólo nos ofrenda lo insuperable de su belleza.

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Desde el dramatismo exacerbado -pero siempre verosímil- que florece y se opaca en sus Pasiones, hasta el silencio que suele ahuecar los corales de sus Cantatas; desde las Misa en si menor, con su hálito de tristeza y luz sepulcral, hasta la sencillez y elevación armónica de sus Motetes; desde el serpenteo inusitado de todos sus Conciertos para instrumentos solistas hasta la intimidad parsimoniosa y austera -a ratos grácil, a ratos lúgubre- que sobrevuela sus sonatas de cámara; desde las Suites para cello y las Partitas para violín hasta el conjunto de su obra para órgano y teclado, pasando por ese Antiguo Testamento del piano que constituyen los dos libros del Clavecín Bien Temperado; en fin, todo Bach suena a Bach: música que, siendo ornamentalmente barroca, nunca es susceptible de explicarse a partir del espíritu de la época, ni tampoco puede ser confundida con la de otro compositor.

En caso de que exista algo así -nunca alguien- como un genio capaz de transgredir su propia identidad y, al mismo tiempo, sustentarse en una estructura de fondo que opere tanto como palacio de espejos y arquitectura de flujos y dinámicas, éste ha de relucir y descansar en la profundidad-superficial de Bach. Así, su música es, antes que evocativa (representacional), vocativa (acontencial): porta el llamado a hacer una experiencia y, a la vez, nos invita a incursionar en los engranajes de un código. Como si la ley no apelara a la universalidad sino a su encarnación contingente, la obra de Bach es el lugar donde con-viven, de un lado, la potencia de la vida sintiente e imaginal – aquella que moviliza al tarareo de Glenn Gould- y el lenguaje proporcional de un orden matemático, de otro. Con-vivencia que se despliega sin reducirse ni converger en una unidad fija. En el elaborado contrapunto de las fugas y contrafugas; en las variaciones modales y rítmicas de sus tocatas; en las tonalidades oscuras de las obras sacras, ya sea hundiéndose en la voz del evangelista o en la conciencia culposa del coro; en los minuetos expansivos que, pese a escribirse al estilo francés, no dejan de remitir a Bach; en fin, en toda su producción co-habita la potencia de la yuxtaposición: las notas se abren para penetrar una superficie, la vida y su encarnación ejecutiva, que nunca es mismidad, sino traslación de perspectiva y proliferación de sentido al interior de los límites de una mundaneidad que no implica limitación: es la multiplicidad contrapuesta de ese amor a lo insuperable, es la dicha de ese poder-no-poder-ser-dicho que palpita, aflora y se expande en el seno de la existencia.

De ahí que Bach haya concebido una obra para ningún instrumento en particular, es decir, potencialmente para cualquier instrumento: El arte de la fuga. Una obra que no es obra ni es de Bach, sino cuyos acordes parecen suspenderse hipnóticamente sobre el desierto y los montes de la historia. Como nubes perdidas en los vértices de los cuadros de Chirico o figuras no vigiladas e informes que, durante los segundos que anteceden al sueño, se nos adhieren fugazmente en el revés de los párpados, sus notas expresan una ingravidez que sólo cobra sentido en tanto se relaciona con una tierra atemática, que no requiere de su presencia. Se trata de un gesto y de la posibilidad de un enigma. Es lo absoluto en sus infinitos modos de darse: lo insuperable y atemporal que sólo se deja gestualizar en cuanto el gesto que es y, simultáneamente, no es: lo que necesariamente ha de ser música.

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Según Forkel, primer biógrafo de Bach, las Variaciones Goldberg fueron escritas por Bach, en 1741, para apaciguar el insomnio del conde Von Keyserlingk. El clavecinista que, noche tras noche y por innumerables veces, debía ejecutar la obra, llevaba el apellido Goldberg. Pese a lo espurio de este relato, en él se deja entrever un doble crítica, casi a modo de fábula estética: la utilización de somnífero que la nobleza hace del arte y la explotación a la cual somete a los artistas. En efecto, esto nos aproxima a la valoración de la dimensión material, plano que generalmente suele ignorarse cuando nos adentramos en Bach.

Y ¿por qué ha de suceder esto? ¿Por qué en Bach el contexto cultural y el aspecto biográfico siempre representa algo secundario o trivial, una mera anécdota ante la majestad de su obra? Quizás la respuesta está justamente en lo más próximo y cotidiano: en la familiariedad de su familia.

A través de casi siete generaciones, la familia Bach dio fruto a más de 50 músicos, entre compositores e intérpretes, quienes desarrollaron su arte por toda Europa central. Entre los hijos de Johann Sebastian Bach destacan grandes compositores del período transicional al clasicismo (también conocido como estilo galante), resultando Carl Phillipe Emanuel y Johan Christian sus máximos exponentes.

Mas lo realmente sorprendente reside en lo siguiente: los hijos de Bach sumaron la cantidad de 17, todos dedicados a la música; por ende, cabe imaginar cómo habría sido habitar en tal hogar; y más aún, cómo habría sido para un músico, un solo músico. Sin duda, se trataba de un hogar donde lo más próximo era la música, pero también donde lo más lejano era silencio que se requiere para desarrollar esa música. A veces, me detengo a imaginar los gritos de los bebés dados a luz por sus dos esposas, María Bárbara (quien también era su prima) y la famosa Anna Magdalena; en la manera en que Johann Sebastian y su prole ensayaban y componían, cada cual a su modo y acorde a su edad, pero otras veces en conjunto; imagino el chillido de los niños aprendiendo a tocar el violín o cómo se divertían usando de juguetes los instrumentos descompuestos; imagino a Bach queriendo salir de ahí, fugándose a la Iglesia de Leipzig, feliz o aliviado, o quizás culposo por dejar el peso de la crianza a su esposa de turno mientras él yacía determinado a componer otra Cantata para la liturgia del próximo fin de semana. Porque en eso la vida de Bach fue como es la vida: afinar algún instrumento, retocar y reutilizar partituras, repetir temas con sus variaciones, improvisar, componer y descomponer, corregir, dejar plasmadas las notas en papel, no tener papel, no tener nada más que papel, no hacer más que música en medio de una marea de instrumentos y de hijos con instrumentos, entre un tumulto de inspiraciones, obligaciones, gritos y culpas, vivir en el cruce de los papeles de artista, de creyente y de padre que, al unísono pero cada cual con su propio ritmo, llegan a yuxtaponerse -y a ratos a armonizarse- en una misteriosa organización contrapuntística.

Por todo ello, las condiciones materiales-familiares que permitieron (pese a todo) la emergencia de la obra de Bach, parecen, antes que explicar las causas de su existencia, dejar abierta la interrogante de lo imposible: el signo de su milagro. Las razones no alcanzan para comprender esta familia que, en el desgaste y la insistencia de su cotidianeidad, se emparenta con lo extraordinario. Y como las razones no son suficientes, por eso los Bach (apellido que en alemán significa “estero” o “arroyo”) se abandonan, como espejos de agua, a discurrir en el tiempo: ellos hacen y son música. Todo lo demás resulta inexplicable.

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Bach avanza más allá de Bach. Su música sacra no es simple espiritualidad que, huyendo de la incipiente modernidad, da la espalda a la materia. Es música y aliento: un ad-ventar de palabras, el acto de arrojar las palabras al viento, con todo el frescor, con todo el hedor y la calidez del vaho que ellas acuñan en medio del invierno. En ese sentido, su música es mucho más que una reminiscencia angélica o la cicatriz surgida por la caída del Paraíso, la cual habría de autopreservarse, en calidad de marca profética, ante la corrupción del mundo. Asimismo, la experiencia estética y existencial que se lleva a cabo al escuchar a Bach sobrepasa el mero juego de palabra -que tanto gusta a la fenomenología- de trascendencia en la inmanencia.

Por otro lado, incluso Ciorán queda corto cuando escribe que “si hay alguien que debe todo a Bach, aquel es Dios”, pues en aquel la deuda ha sido derogada desde un inicio. No hay deuda, sino expresión. Más que donación, la música de Bach deviene ofrenda. Si en el fenómeno de la donación lo donado se esmera en conservar con todas sus fuerzas el nombre y la memoria (la humanidad) de quien “realiza” tal don, buscando regalarse él mismo pero manteniendo su identidad atada a lo regalado, entonces ello ocurre porque sigue habiendo algo, un resto de identidad, incapaz de darse del todo. En última instancia, toda donación continúa atada a la esperanza de recibir de vuelta la retribución de un “gracias”. Así, pese a la mayúscula asimentría entre quien (no se) dona y quien recibe el don, ambos se mueven dentro de un campo de fuerzas homogéneo: el de la reciprocidad que, al menos, demanda un “gracias”. Mejor dicho: un “gracias a ti”; “gracias a Dios”, “a Dios gracias”. Por eso el que dona es siempre es un quién: nunca puede donarse él mismo sino como reafirmación de su propia identidad. Pero -y he aquí la verdadera gracia- Dios no le debe nada a Bach: Bach no espera un gracias ni menos la Gracia de Dios. Bach no espera nada a cambio: espera o desespera, pero nunca a causa de lo esperado o prometido, sino de algo que va más allá: su expresividad desbordante e insuperable.

Entonces Bach se derrama. Ya no dona, ya no da, sino que se ofrece. Se dispone, sin exigir siquiera ser aceptado, perdiéndose él mismo. Ofrenda musical: alabanza. No precisa de reciprocidad entroncada en la transacción del dar y recibir, ni del parpadeo e intercambio entre la oración y ese centelleo que anuncia o implora la llegada de algún milagro. Bach es derrame. Donación sin don, donación donde se ha suprimido el don, donde se ha disuelto la identidad y la presencia de un alma, de una persona, y con ello también la supresión del altar, de dicho lugar que sostuvo algún día el monumento de Cristo, de Dios, de Bach. Porque en lugar de sacralización monumental lo que hay, y sobre todo lo que debe haber, es música: aquello que sólo se insinúa, que nunca llega a ser asertóricamente sino que deviene inaprensible: signo sin significado y multiplicidad de gestos que vivifican los límites. Sólo esta vivificación de los límites, torna posible el hacer la experiencia musical bachiana -en cuanto telepática e imaginal- y a la cual tan lúcidamente se refirió Hindemith -invirtiendo el juicio de Nietzsche acerca de Brahms- a la hora de hablar sobre la actividad creativa y estilística de Bach: melancolía de la capacidad.

Dios le debería mucho a Bach, es cierto; pero ese habría de ser el caso sólo si asumimos que Bach fuere Dios, cosa que no es así: porque -y aquí acierta Ciorán- Bach es el creador de Dios. Al ser Bach el creador de Dios, ya no se rige por las leyes sagradas ni la voluntad divina. Por eso, Bach no tiene nada que cobrarle a Dios, no ha de exigirle ninguna retribución, ni sacrificio, ni siquiera la reacción económica y maquinal de “dar gracias”. Que Bach sea el creador de Dios sólo significa que lo vivifica, lo transmuta en música, lo torna límite capaz de revelar la dramática y melancólica belleza de lo insuperable.

REFERENCIAS:

Cioran, E. M. (1990): Silogismos de la amargura. Tusquets Editores: España.

Forkel, J.K. (1998): Juan Sebastián Bach. Fondo de Cultura Económica: México.

Hindemith P. (2020): Johann Sebastian Bach. Una herencia obligatoria. Editorial Tres Hermanas: España.


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