Aldo Bombardiere Castro / Johann Sebastian Bach, creador de Dios

Estética, Filosofía, Música

Bach revela lo insuperable. Luego de escuchar su música nos apresuramos a circunscribirlo en un concepto: una estética del dolor, por ejemplo. Pero ello sólo cumple la función de un remedo. Otras veces, aún temblando tras el vértigo de sus armonías, tendemos homenajearlo por actuar como un insigne explorador metafísico, cuyo arte se entendería en ligazón con el quehacer de quien busca a Dios en los pliegues y grietas de su propio sufrimiento. Bach puede ser eso, aunque nunca sólo ni suficientemente eso.

Dionisio Espejo / Sobre la (im)posibilidad de pensar dialécticamente la música. Los encuentros y desencuentros entre Benjamin y Adorno sobre la obra de arte

Estética, Filosofía, Música

0. Preludio

La estética musical hoy pasa por un cuestionamiento de Adorno y de la Vanguardia musical. Su objetivo es el de nivelar la música de masas con las demás producciones artísticas, alegando que el pop es la forma más democrática. La polémica fabricada entre Adorno y Benjamin es el fundamento teórico, una falsificación que pasa por encima toda la fuerza de su denuncia respecto a los procesos alienantes de las industrias culturales. Recuperar el dialogo entre ambos pensadores nos permite situarnos en condiciones de analizar el arte sonoro desde una perspectiva crítica, denunciando las fuerzas regresivas que actúan como mecanismos de control que perpetúan la servidumbre voluntaria.

Mauro Salazar / Astor Piazzolla. La pulsión por la fuga.

Filosofía, Música

el arte es la contemplación del mundo en estado de gracia, Herman Hesse.

Obertura. Santiago (2007). En el Centro Arte Alameda fue la cita con la típica «Fernández Fierro». El pacto cultural del momento era saborear el rubor generacional impulsado por un grupo de jóvenes, atrapados en la indumentaria disruptiva. Y una raíz porteña que se movía esencialmente entre Osvaldo Pugliese y el Sexteto Tango. Una sonoridad del año 1968 que insistía en territorializar las tonalidades en las totémicas industrias tangueras de la modernidad. La «generación síncopa» y, quizá, un murmullo de Horacio Salgan como posibilidad de una involución creativa, para evitar la escolástica de los años 40’. Y así, de bruces, contra todo deseo de innovación, aquella noche nos trasladamos al Buenos Aires de los años 70′. Último paradero de los modernos. Estación culmine de Osvaldo Pugliese en el imaginario popular, y un matiz sinfónico tras la incorporación de Daniel Binelli y Rodolfo Mederos (bandoneón). Por aquellos años (1977) el autor de «La Yumba» emplazó a Charly García como el cultor de un rock extranjerizante, destructivo y sin posteridad. Después vendrían las excusas. Irrupción de Rubén Juárez, ascenso triunfal del último Goyeneche, monumentalización de Edmundo Riveros (cantor nacional). Movimiento eurocéntrico de Piazzolla a fines de los años 70′: lo contemporáneo, las fracturas de sentido y la renegociación de las fronteras del género. Luego el presagio de una temible reorganización expresiva que se venía arrastrando desde mucho antes de los años 90′ y que encontró su ocaso en pleno «menemato». En esa noche de regresiones la ovación fue frenética. Y habló el tango identitarista del Peronismo destinal. «Trenzas», «Después» y una «Canción Desesperada» en una declamación del dramatismo clásico (Discépolo). En un alto del espectáculo desfiló por los pasillos del anfiteatro, Jaime de Aguirre. Personaje de la post-dictadura, por aquellos años vinculado al “clasismo mediático” de Sebastián Piñera en Chilevisión, y agencia del consorcio periodístico, cuyo tótem cognitivo recae en la figura de Fernando Paulsen. Esa escena, habló a modo de síntoma, y nos recordó los contratos simbólicos de los esteticismos transicionales, y sus corporaciones mediáticas. Allí se comenzaba a fraguar lo prevalente de nuestro «raitil cognitivo». La circulación de imágenes deshistorizadas y tumultosas nos remeció en una noche de letras modernistas -y timbre nacional/popular- que no hablaba de rigores, sino de mixturas, travestimos y terapias «soft» de la feria cultural. Tal clima fue posible cuando las estéticas del arcoíris se esparcieron por la ciudad neoliberal (post-transición) mutilando las estrategias expresivas de «lo alternativo». El año 2007 Santiago era una ciudad de impunidades que no se podían cubrir con tecnologías u objetos psiquiátricos. De suyo, la euforia provenía de una audiencia insólita, térmica y obsesa por nuevas tonalidades. Y de una infinita performatividad medial que buscaba redituar sus compromisos culturales con un «conservadurismo contestatario».

Del ritornelo. Más allá del anecdotario, de las bondades estéticas del consumo cultural, la pregunta primordial seguía en vilo. En qué momento el tango retornó a un mercado orillero y se consagró a purgar sus raíces vernáculas en otro formato publicitario. Qué grieta no advertimos entre la «revolución Piazzolleana» (la «modernización» cosmopolita de timbres que invocaba Horacio Ferrer) contra la propuesta «punk» y las perversiones visuales de los «chicos» de la Fernández Fierro. Dónde se extravió aquella traza que se levanta desde la dimensión rítmica del Sexteto de Julio de Caro. La encomiable tarea de tres bandoneones: Pedro Maffia, Pedro Laurenz y Aníbal Troilo; el piano de Orlando Goñi, Elvino Vardaro, el violín de Alfredo Gobbi; la influencia de Osvaldo Pugliese y de los contrabajistas, especialmente de Kicho Díaz. Qué sucedió entre el violín de Agri (años 60/70) y la innovación de Suarez Paz (80′) que ese día no se dejaba escuchar ni de lejos en la propuesta contestataria-conservadora de los Fernández Fierro. Dada la interculturalidad que comprende la fuga de Piazzolla -su devenir intempestivo- era inevitable obviar ese cúmulo de sonoridades que el autor de Revirado (1963) hizo circular desde una música-mundo que, sin renunciar a su arraigo en el «folclor de la plata», anudada desde y contra la tradición, estaba siempre abierto a nuevos «sincretismos culturales» (saberes parciales) y reclamaba nuevas semánticas de época. Dada la experimentalidad que comprenden las diversas capas migratorias de su ritmicidad, ya sea por la fuga barroca de Bach y el jazz, o bien, por sus héroes: Stravinsky y Bartók. Sin olvidar tiempos formativos junto a Nadia Boulanger y Alberto Ginastera. Y es que todas las estrategias compositivas adquieren realce en una de las obras centrales de Piazzolla, Tres minutos con la realidad como epitafio al permanente reclamo de contemporaneidad de Astor. Pero esto comprende un paréntesis que se devuelve contra el consumo cultural de Piazzolla (sea en Milán o el nuevo Tango en París) y que Sting dejó entrever elogiosamente. A riesgo de que la mundialización del tango «enlode» al músico que desdibujó las fronteras entre lo local, lo nacional y lo global (del salón de baile a la sala de Concierto) no podemos negar que los bienes simbólicos del mercado exigían la modulación del género: una porteñidad abierta a la alteridad de mundos posibles fue capturada por la globalización confinando al tango a «ecualizar lo exótico» -tango bailable de vieja guardia- sin ofertar una nueva expresión creativa del género. En este movimiento todas las «estéticas vagabundas» fueron recreadas por un mercado swing que obligó al tango a resemantizar sus raíces más folclóricas, al precio de hurgar en hebras conservadoras de consumo y reciclaje (años 90′ y 2000′). Y así, la escena Post-Piazzolla se consagró a la búsqueda de alguna «impureza salvaje» que pudiera resistir la devastación de lo alternativo que presenciamos esa noche del 2007. Incluido al propio Jaime de Aguirre que, con su presencia inmunitaria, nos recordaba el fin de las cogniciones rebeldes, el inicio de hedonismos modernizantes y memorias fugitivas. Quizá este retorno a un «pasado mítico» (la camorra o lo «impuro» del tango) fue una respuesta reactiva al formato homogéneo de la globalización y sus complicidades con el triunfo del tango planetario. La búsqueda de una nomenclatura salvaje ya no era posible tras la explosión de los mercados y sus lenguajes modernizantes. Tal como lo dijo García Canclini, «Tijuana fue el laboratorio de la postmodernidad». El lenguaje de Buenos Aires no podía ser un retorno a los márgenes homosexuales del género, sino la extensión infinita de un mismo inconsciente (des/mitologizado): la globalización de los Fernández Fierro pudo ocurrir en cualquier esquina de Buenos Aires. La ausencia de topografía puede ser nombrada desde la «intimidad pública» de la ciudad digital.

Barroquismo. Existe otra polémica muy concitada a propósito del retorno a lo reprimido (años 80/90) y su reagenciamiento en los «clusters del mercado musical» que guarda relación con un Piazzolla del barroquismo («early music»). En opinión de musicólogos especializados en el arte Piazzolleano, la utilización hipertextual que Astor hizo de la flauta traversa desde los años 60′ contribuyó definitivamente a expandir el uso habitual del registro o tesitura del instrumento. No podemos olvidar que Piazzolla formó el Nuevo Octeto y la selección de los flautistas e intérpretes comprendía músicos provenientes del jazz y por esta vía buscaba obtener espontaneidad, sonoridad y libertad en la ejecución. Así pretendía introducir deliberadamente nuevos recursos en los límites del género. Cuestión propia de un «adelantado», como diría Daniel Rosenfeld, («Piazzolla, los años del tiburón»). A la sazón, existe un acuerdo sobre la influencia del Barroco. El uso de los fugati  deriva de otra práctica anterior de Piazzolla, el contrapunto imitativo. Las texturas contrapuntísticas en estilo barroco y los ciclos de quintas son producto de la absorción de una escena internacional fuertemente impregnada del barroco, a raíz del revival de timbres antiguos que se agudizaron a partir de 1960 (pizzicati, contrapunto). Y ello por la vía de un litigio sobre la relación del compositor con el barroco: algunos consideran el compromiso de Piazzolla con Bach como una dimensión más simbólica que real -de ornamentos y golpes interpretativos-, mientras otros investigadores aluden a las «contracciones rítmicas» y postulan que se trata de un aspecto estructural de las textualidades piazzolleanas (Tango Imperial, 1954).

Y así, las partituras de la obra de Piazzolla, incluso de sus piezas más alejadas de la tradición del tango, revelan la recurrencia a una armonía ubicable genéricamente en los comienzos del siglo XX, “compases aditivos utilizados con cierta regularidad –en particular el que deriva de la acentuación enfatizada del pie rítmico de milonga- algunas escalas identificables con el estilo temprano de Alberto Ginastera y con Igor Stravisnki, el uso de ostinatos, un manejo fluido –aunque incompleto- del contrapunto escolástico, la influencia de George Gershwin y del proyecto de Leonard Bernstein en West Side Story y su confluencia de lo “alto” y lo “bajo”1*. En ese punto Piazzolla se distanciaba no sólo de la escolástica del tango, donde imperó una mala relación, sino también de la idea cristalizada de lo “nacional-popular” (peronismo histórico) y sus diversas expresiones de decadentismo.

El tango Sideral, grabado con el Octeto y músicos como Baralis, Greco, Bragato viene a caracterizar particularmente la explotación de las posibilidades técnicas de la flauta. Anteriormente en el primer Quinteto los vocalistas, Jorge Sobral, Héctor de Rosas, Amelita Baltar (Luego Trellez correría una suerte similar), no encarnaban la figura típica de la primera voz y eran anexados como un instrumento más dentro de la agrupación de Piazzolla. En los años 70′ con el conjunto electrónico, y de la mano de su representante, Aldo Pagini (mentor de la validación de Astor ante un público Europeo), participó de esa Europa multicultural incursionando con músicos penetrantes como Gerry Mulligan y Gary Burton en grabaciones y estudios de televisión. A estas alturas estaba desatada la polémica publicitaria por la fidelidad tanguera, cuestión que Piazzolla supo explotar comercialmente emplazando los esencialismos de la canónica tanguera. Contra todo soneto, sexteto o quinteto, Troilo y Pugliese serían los guardianes de la tradición nacional/popular. De un lado Raúl Garello, José Collangelo y, de otro, Julián Plaza, pero también Osvaldo Ruggero. Ello dio lugar a un debate menor sobre sonoridades, temas, hitos y rectorados tangueros que hasta el día de hoy tratan de poner límites a la relación de «fidelidad» entre el autor de Fracanapa (1963) y el devenir del tango. Con todo a la vuelta de su fallida incursión en Nueva York, antes la famosa calle 8 de St. Mark’ Place en Manhattan, en los años 60′ ya se había ganado un espacio en una capa media bonaerense que veía en su música una liberación de los estrechos moldes estéticos y rítmicos del tango (años 30′ y 40′). Fueron los años de «María de Buenos Aires» (1968). Pronto vendría la televisión que ayudó a masificar su propuesta; “Welcome, Mr. Piazzolla”.

Pese a todo aún persiste un consenso que sostiene que las Cuatro Estaciones de Buenos Aires que datan de 1965 -Vivaldi mediante- sellarían la última suite tanguera de la escena Piazzolleana. Y así, «ruptura» fue el termino escogido por los críticos para explicar «el antes y el después» de las aperturas conceptuales, sonoras, estéticas y cognitivas. Tal empresa intentaba retratar las innovaciones introducidas contra el lenguaje tradicional del tango cuyo verdor -a juicio del comisariato tanguero- se ubicaría entre 1940-1955. Pero más allá de este debate, algo estéril, hay hitos innegables, sobre los efectos de ruptura o desplazamiento («lo transcultural del nuevo tango») que se agudizó a fines de los años 80′. Ello quedaría sancionado con la entrada de un músico de Vanguardia como Gerardo Gandini a la última formación del Sexteto.

Quizá esa noche de invierno (2007) presenciamos el retorno a una búsqueda estilística de tangos asociados a la hibridación de los mercados, obviando la renovación de la década de 1950 en adelante, cuando el género del primer peronismo había sellado un pacto de masificación con las casas disqueras, pero también habían «pulsiones» de innovación. Sin negar las razones de subsistencia material que implica cultivar «objetos fúnebres» (carnaval negro, lo religioso, el cementerio y lo sacrílego), sólo ello nos permite explicarnos porqué la generación de músicos tuvo que volver su mirada a la tradición anterior a Piazzolla. Movimiento conservador de canto y baile que moduló nuevos pactos con las tecnologías de la comunicación y consumo para audiencias de consumos obesos.

Aquí se cruzan distintas capas. La transición de la guardia vieja (1890-1935), con Roberto Firpo, Canaro, algún Fresedo, la destitución de un imaginario epocal, la transformación del «tango camorra» -El tigre Millán- en un objeto de mercado (proceso que comenzó con Gardel) y el agotamiento del tango como herramienta interpretativa de una “modernidad esquizofrénica”, como el legado de una propuesta intensamente sexy que Piazzolla fue capaz de retratar al precio de obstruir nuevas sonoridades. Y es que entre los casamientos judíos en Manhattan y la sensibilidad tanguera (touch) de la globalización las variaciones del «bandoneonista» se inscribe en una reorganización transnacional de la cultura.

Por fin hace más de dos décadas Simón Collier sostuvo que «es prematuro decir si alguna vez habrá un tango post-Piazzolla». Hay que admitirlo, no se equivocó en la intuición. El autor de Oblivión (1983) –pese a su probada disputa con la guardia vieja- abonó una clausura con las «líneas de fuga» que tanto cultivó para oxigenar el género. Todo el argot rítmico fue subsumido en una textura que hizo cesar la imaginación del post-tango (Four for Tango, 1989). Para gran parte de la institución escolástica, el tango de Piazzolla fue una destrucción histórica. Habría matado la melodía y se desentendió del baile, afirman sus detractores desde la guerrilla de retaguardia. Pero el narcisismo mesiánico de Piazzolla lo hacía leerse como un salvador en plena épica refundacional. Cabe admitirlo, quizá intuyó como pocos que el tango estaba muerto. Habría fallecido de una muerte cerebral padecida en los años 60’ –salvo excepciones puntuales-. Piazzolla ofrecía una vida posible, otro cuerpo posible; un cuerpo instrumental y un verdor compositivo. El corpus piazzolleano, la banda sonora de una ciudad en la que todo estaba siendo objeto de revisión


Mauro Salazar J., Doctorado en Comunicación UFRO/UACH, Observatorio en Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS), Universidad de la Frontera.


NOTAS

1* Diego Fischerman y Abel Gilbert: Piazzolla. El mal entendido. Un estudio cultural. Buenos Aires: Edhasa, 2009. Pp 403 y ss.



Gilles Deleuze / Devenir música

Filosofía, Música

Para la música occidental (pero las otras músicas se encuentran en un problema análogo, y que resuelven de una manera bien distinta) hemos intentado definir un bloque de devenir en el plano de la expresión, un bloque de expresión: gracias a las transversales que escapan incesantemente de las coordenadas o de los sistemas puntuales que funcionan en tal o cual momento como códigos musicales. Es evidente que un bloque de contenido corresponde a este bloque de expresión. Ni siquiera se trata de una correspondencia: no habría “bloque” móvil si un contenido, ya en sí musical, (no un motivo o un tema) no interfiriera incesantemente con la expresión.

David Liptak / Dove Songs

Música

El compositor David Liptak presenta una colección de obras de cámara del ciclo «Dove Songs», escrito para el soprano Tony Arnold con la pianista Alison D’Amato. Liptak, profesor de composición durante mucho tiempo en la Eastman School of Music, escribe música expresivamente rica y conmovedoramente lírica. Completan el recorrido piezas para guitarra, violonchelo y piano, y violín y piano, con el guitarrista Dieter Hennings, el violonchelista Steven Doane, la violinista Renee Jolles y las pianistas Margaret Kampmeier y Barry Snyder.

Cristóbal Durán / «Una suerte de música». Lacoue-Labarthe y la deconstrucción de la intensidad

Filosofía, Música
La intensidad es, a la vez, lo insensible y lo que sólo puede ser sentido.
Deleuze, Diferencia y repetición

De alguna u otra manera, Philippe Lacoue-Labarthe nunca dejó de hablar, al mismo tiempo, de la música. De alguna música. Y lo hacía, al mismo tiempo, cada vez que escribía, queriendo hablar de otra cosa que de la música. No es raro entonces que cuando se dedicara explícitamente a la música —cuando hablara sobre la música— tuviese que probar un golpe que era dado al encontrarse ‘fuera’ de la música, cuando más cerca se andaba de ella. Golpe impersonal (“que era dado…”) que ocurría en lo más íntimo de un interior que pretendía encontrarse a sus anchas, muy cerca de cierta música, pero no sin cierta incomodidad intransigible que ocurriría desde hace mucho cada vez que se hablaba de la música.