La religión ha de ir más allá de la religión.
Pero este más allá no lo debemos entender en el sentido de la simple trascendencia, esto es, en el acto de sembrar la fe en un supuesto trasmundo divino para luego recibir los frutos que emerjan de éste. En caso de leerse así, la dicotomía inmanencia/trascendencia no haría más que replicar -quizás hasta la farsa- las categorías y dinámicas metafísicas tradicionales, exacerbando la determinación de los alcances, límites y articulaciones de y entre cada una de tales dimensiones, como si ellas estuvieran, desde ya, preconfiguradas en su manera de darse a la experiencia y a-la-vista.
Cuando afirmamos, casi al pasar, que la religión ha de ir más allá de la religión, nos vemos conminados a considerar algunos de las ejecuciones más comunes a la hora de vivenciar o, previamente, de concebir la religión en la actualidad. Estos modos, al mismo tiempo, parecen estar anclados a una etimología material (no necesariamente histórica) del concepto religión, la cual impone su sentido casi de manera performática, prefigurando la experiencia y la comprensión religiosa, en cuanto orden semántica capaz de coincidir estrechamente con las prácticas que de ella derivan.
Religión: lo relegatorio y lo religativo
Primero, los estudios filosóficos críticos sobre la religión han enfatizado un tipo de forma de vida decadente -ya detectada por Nietzsche- que se suele aproximar a una cierta moral de esclavos. En ese tipo de experiencias religiosas -las cuales en realidad no serían tales- imperaría una visión de la religión en cuanto relegación de sí mismo. Según tal crítica, sólo acogemos la voluntad divina en la medida que encubrimos nuestra mala conciencia bajo un manto de benevolencia que anula la voluntad propia. Ser ovejas del rebaño, espectadores de un platonismo popular y sin más expectativas que la recepción de una gracia que materializaría el cumplimiento de la voluntad del Señor, son imágenes que parecen condecirse con una relación no sólo asimétrica con Dios, sino totalmente unilateral. La fuerza paternalista de un Dios dominador y a la vez protector ha de poder proyectarse -algo que nos enseñó magistralmente Feuerbach, aunque con otros términos- gracias a la relegación: mientras más relegamos nuestro pensamiento y uso imaginal sobre lo real, más consolidamos el dominio metafísico de una abstracción antropológica enmascarada sobre la potencia material de la vida. En efecto, emparentada con esta (trans)valoración de la religión en cuanto relegación, se encuentra el famos término de alienación, entendido como expropiación de la potencia vital, al tiempo que efecto de una eticidad moralizante, enajenante e inercial domesticadora de la pulsión ético-imaginal del habitar-ahí.
Además de lo anterior, la filosofía de la religión, particularmente en sus incipientes versiones modernas, resaltarían un tipo de idea, epistémicamente regulativa, de carácter supraempírico y orientada a abonar el terreno para una filosofía de la historia en clave secular. Pues bien, al destacar la religión ya no en términos morales, es decir, como relegación, sino epistémicos, se trasparentaría una promesa: la de religar la heterogeneidad del mundo bajo una (única) unidad de sentido. Si, por cierto, a nivel fenoménico no hay experiencia del mundo como tal, sino sólo de sus particularidades en cuanto fenómenos, entonces la idea de Dios marca la promesa de volver a unir todas esas partículas dentro de un todo hacia el final del camino. Así, el carácter religativo de la religión abre el paso para que, secularmente, pueda pensarse la historia en calidad de un despliegue monolítico, universalizante e, incluso, totalitario: con destino hacia una finalidad, un télos, marcado por una especie de Plan Divino, el cual operaría descendente, retroactiva y subyacentemente, como movimiento elíptico y ojival. La direccionalidad de este movimiento iría desde alfa a omega, sólo porque antes habría una estructura que pre-dibujaría, formal y apodícticamente, el sentido opuesto, de omega a alfa, haciendo coincidir ambos movimientos en una misma figura. Así, toda aspiración de totalidad trascendente encontraría asidero en una síntesis absoluta, o sea, en ese todo que justifica la integración o el olvido de cada parte, gracias a un principio de religación de las heterogeneidades en un sistema cerrado: el devenir fenoménico no sería más que el ser degradado, o sea, el ser siendo gracias a una fuerza de elevación que una divinidad (panteísta o no) aplicaría sobre tal devenir emanado desde el ser y en retorno hacia el ser. En gran medida este tipo de idea religativa (y a la luz del uso regulativo de los juicios bosquejado por Kant) es la que tiende a aproximar, casi hasta lo indiscernible -dada su conversión secular- la dimensión trascendente-religiosa a la histórico-factual, bajo una subsunción de lo segundo a lo primero en calidad de “como si”. En una palabra, es allí, a través del trabajo conceptual forjado por una valoración religiosa religativa -aunque secularizada- del sentido de la existencia, que la modernidad podrá imaginar reproductivamente a la historia como si fuese universal y tuviese a la libertad alentándola desde el horizonte; o promover comportamientos morales motivados por mor del deber como si un Dios garantizara, al final del camino, la felicidad de la especie humana.
Un caso: la (en)cruz(cijada)
Ahora bien, después de revisar este pequeño y -por desgracia- esquemático apunte, ¿qué podría significar pensar la religión más allá de la religión? Quizás, antes que todo, exigiría pensar el componente anímico de la religión, en tanto fuerza transformadora que prolifera y persevera por ir más allá, más allá del más allá. Pero también de la inmediatez del más acá.
Veamos un fenómeno concreto en el caso del cristianismo: la cruz. No nos adelantemos en un sentido final, no previsualicemos un télos escatológico, pero tampoco un pietismo de la sangre que, gracias al dolor transfigurado en sufrimiento, remecería el alma. Pensemos aquí: pensemos un ahí sin sangre y sin alma; o, mejor dicho, en un pensamiento donde la sangre y el alma, puedan estar presentes, pero no profieran el temblor definitivo ni la última palabra. No sintamos sólo el peso de la cruz, el nivel patológico, torturante y efectista de un cuerpo que yace, desde un comienzo, significado por medio del discurso de la kénosis, de la encarnación espiritual como rebajamiento constitutivo. Tampoco veamos en ese cuerpo de Cristo a Cristo, al coronado en el crucificado, como si el mundo fuese simplemente el reverso de la gloria. Vayamos más allá del más allá; atravesemos (sin siquiera establecer una mediación superatoria) lo relegatorio y religativo. Pero entonces, ¿qué queda? ¿El no? ¿Acaso queda el nihilo sin Creatio? ¿La nada y no el ser? ¿Qué es lo que queda? ¿Acaso queda algo? ¿Acaso quedaría un resto, a la manera de una pregunta sin respuesta o multiplicada en una indiferente infinitud de respuestas; un universo de sentidos (metafísicos vacíos) no sentidos (en la facticidad de la experiencia)? ¿Qué es lo que queda? ¿Qué es lo que resta? Al parecer, cuando se trata de religión, sólo queda lo que no ha de faltar: las preguntas en su irremediable vibración. He ahí el verdadero escándalo de la cruz: la tribulación de su infranqueable encrucijada. La pregunta por el cuerpo que falta, como resto infaltable, como ruina que resta, pero, sin embargo, también suma, suma y excede todo lo medible, previsible y pronosticable.
Intempestividad
Que la religión sea un problema insondable exacerba su cualidad aporética: implica hundirse en ella más allá del más allá. Agamben (2006, p.28) ha hecho notar que la tradición católica interpretó la experiencia fáctica de la vocación mesiánica paulina simplemente en tanto subordinada a un ideal escatológico, con pretensiones universalizantes y cristológicas, dejando de lado, precisamente, la cuestión (casi indefinible) del llamado mesiánico. Anteriormente, en una lección correspondiente al semestre de invierno de 1920/1921, titulada Introducción a la fenomenología de la religión, Heidegger criticó los énfasis idealistas y representacionales de dicha lectura escatológica, la cual desplaza la comprensión del sentido de las experiencia desde un comienzo, insertándola dentro de un complejo histórico-objetual prestablecido (Heidegger, 2005, p.67). En suma, en ambos casos la crítica se realiza a una ocultación teorética sobre la experiencia cristiana primitiva, la cual privilegiaría presentar las epístolas paulinas contempladas retroactivamente, como desde las alturas de un Edén ya consumado, de la Parousía ya indefectiblemente ocurrida. En esta lectura catolicista (en tanto universalizante) lo prometido se presenta como cumplido en el mismo acto de haber hecho la promesa. Así, el desasosiego y el aseguramiento brindado por el Plan Divino trasmundano constituye un analgésico futuro frente a las tribulaciones de quienes, habitando la incertidumbre de la promesa presente (y aún sin cumplimiento), esperarían la segunda llegada de Cristo. Bajo tal prisma, el catolicismo introduce una reducción del discurso paulino: ya no es experienciada la cruz en su calidad de encrucijada vital, de incertidumbre y aguante radical ante el tiempo que resta de cara a la Parousia, sino en la medida que, cuan catapulta, es capaz de pro-yectar salvíficamente a cada persona a los cielos o condenarla a la muerte eterna en esta tierra.
Pero nada de esto se acerca a la experiencia fáctica del cristianismo primitivo comunitario ni de las epístolas paulinas. En efecto, La tribulación mesiánica, en lugar de descansar en la seguridad de un supramundo, esto es, en un más allá edénico, va más allá de tal más allá, pues, sin anularlo sino dejando abierta su posibilidad, hunde sus raíces en este mundo, contempla y padece las injusticias y las persecuciones romanas, da cara al dolor y a la fugacidad de lo burocrático, habita un espacio en disputa con el judaísmo, resiste y se deja tocar por las influencias helenísticas (particularmente las estoicas, según Jaeger) y se despliega y contrae al son de un tiempo que, en última instancia, se diluye en el instante, se abre al porvenir y nada sabe de eternidades. En ese sentido, Heidegger señala -aún muy influenciado por la fenomenología de Husserl- que la experiencia fáctica de la religiosidad paulina no rechaza este mundo ni a nivel circundante, ni compartido ni propio, sino que, manteniendo su sentido de contenido (el qué) y su sentido referencial (el dónde), sólo altera el modo de darse de aquél (el cómo). La proclamación paulina está lejos de dar la espalda al mundo; más bien lo que hace es introducir, con la sutileza de una pincelada, un pequeña variación tonal: un nuevo temple afectivo, una nueva forma de vida y de vivir el tiempo: la vocación de la revocación de sí. De ahí que frente a la pregunta de los tesalonicenses por el cuándo llegará el Mesías, Pablo responda desde el cómo: lo hará como ladrón en la noche (Heidegger, 2005, p.132).
Hos me: Como no
A los pies de la espera desesperada de la Parousía, a los pies de la espereza desesperada de lo inesperado (no de lo escatológico-representacional) de la Parousía, se ciñe una tensión contra sí misma, casi hasta ahorcarse. Quizás se trate de un corazón, de un punto central -e inexistente- en la geometría de la cruz, el cual no puede subsistir en concreto. No es una tendencia formal. De hecho, no es una tendencia si por ella entendemos la energeia en cuanto potencia atada por su destino a consumarse en un acto; más bien, se trata de un acontecimiento: la vocación mesiánica que abre la “capacidad” de tensionar la tensión hasta su revocación, de aguantar la tensión de la tensión hasta nuestra revocación identitaria. Hos me, esto es, del “como no”
Os digo, pues hermanos, el tiempo es corto; por lo demás, que los que tienen mujer vivan como no teniéndola y los que lloran como no llorando, y los que están alegres como no estándolo; y los que compran como no poseyendo y los que disfrutan del mundo como no abusando de él (Pablo, 1 Cor, 7, 29-32).
Como ha escrito Agamben, aceptar la vocación mesiánica paulina demanda creer en la salvación en medio de lo insalvable (2006, p.49), allí donde todo se derrumba presagiando la catástrofe. Ello no sólo explica el modo de darse de la Parousía para aquellos que no están vigilantes, es decir, para los dormidos (la segunda venida del Mesías irrumpirá como el ladrón en la noche). También abre una fisura en la concepción autonomista de la subjetividad que busca sosiego en la identificación de su quehacer, pues, gracias a su carácter intempestivo, la vocación mesiánica apelaría a una revocación de sí mismo: “resta decir que para Pablo no se trata de apropiación, sino de uso” (Agamben, p. 42). De ahí en más, se torna clave pensar alegóricamente: la estupefacción que nos ha de golpear al notar la irrupción del ladrón en la familiaridad del hogar, quien hace uso de nuestra propiedad en medio de la noche, podría abrir la posibilidad a que nosotros mismos, sin previo aviso, impensada e imposiblemente, podamos no ser tan distintos de la modalidad intempestiva que ejerce ese ladrón: que nosotros mismos podamos ser/devenir/llegar a ser el ladrón. O el Mesías.
Referencias
Agamben, Giorgio (2006): El tiempo que resta. Comentario a la carta a los romanos. Editorial Trotta: Madrid.
Heidegger, Martin (2005): Introducción a la fenomenología de la religión. Ediciones Siruela: Madrid.
