Monica Ferrando / ¿Por qué continúa existiendo la pintura?

Arte, Estética

¿Por qué en tiempos de iconofagia tecnológica e idolatría consumada continúa existiendo la pintura? Intentemos ofrecer una respuesta provisional que pudiera estimular otras cuestiones.

1. En primer lugar, no podemos dejar de recordar que la pintura es un poder originario de las reservas humanas para producir imágenes. La naturaleza también produce espontáneamente imágenes: las reflexiones, las sombras, los espejismos, y las impresiones multiplican lo visible y terminan contenido en él. Si la pintura aspira a este tipo de imagen es porque, según la terminología platónica, produce tanto una eidola como una relación con lo visible o eikones.

En cierto modo, el ascenso prehistórico que acompaña a cada fenómeno histórico se encuentra arraigado en la pintura sin importar que sea de manera consciente o inconsciente (i.e. no es producida por la naturaleza tout court, sino por la naturaleza del ser humano). Por lo tanto, el acto de pintar es también el primer acto de la pintura, lo cual explica porqué cada niño dibuja antes de que pueda sentarse a escribir. Es un acto que abre la oportunidad de revivir la fase más delicada de la antropogénesis una vez que se había creído superado cada obstáculo para lograr la realización de un fin “post-humano”. Estar atento a este hecho supone reconocer a la pintura como un acto perenne inaugural.

2. La pintura excede la palabra. Por un lado, la convoca, pero también la socava; la llama a la vez que la silencia; la espera y al mismo tiempo la ignora; y, como sabemos, se dirige a quienes no pueden hablar (a Dios, a los muertos, al silencio de la naturaleza). En efecto, debemos reflexionar sobre el hecho de cómo en tiempos de menos barbarie la práctica de la pintura se ha reservado para los muertos (desde las pirámides de Egipto a las tumbas de Tarquinia, de las tumbas de Vergina a las catacumbas romanas). ¿Acaso se debe al hecho de que la tarea de la pintura recibe directamente de la imaginación y de la Traumzeit la posibilidad de cruzar el umbral del misterio haciendo visible un más allá?

Esto es algo que no puede rastrearse al logos porque la pintura puede asumir el momento de contradicción sin contradecirse a sí misma (de la misma manera que no puede expresar con palabras lo que de otro modo llevaría a la renuncia de lo poético). Por eso debe recoger, simultáneamente, tanto la distancia como la proximidad en una dialéctica del ojo-mano. La pintura nunca tiene lugar de forma “remota”, como es el caso del trabajo intelectual de nuestros tiempos, ese modelo omni-tecnológico que busca contener a la totalidad del ser humano sin dejar resto alguno. Por el contrario, en la pintura la relación directa con lo material es indispensable, así como su relación con la distancia, tal y como lo evidencia el paisaje, uno de sus géneros más conocidos. Y el paisaje no demanda explicación lógica alguna. Y qué decir del desarrollo de la proximidad de la mano con la distancia fría del ojo que lo juzga. Desde luego, la mano que aparece aquí se mueve desde la interioridad haciendo de la mano un instrumento pasivo y dócil. Sin embargo, no hay nada instrumental en el acto: la mano es un fin en sí mismo, y es por esta razón que puede moverse libremente, así como el ojo termina eliminando la jerarquía entre ambas e interrumpiendo un fin preestablecido. Pero ¿por qué existe este saber? Tal vez porque el impulso hacia la imagen vuelve al ser humano un agente partícipe. La pintura traza los límites – y esos límites coinciden con lo infinito – de lo visible y lo imaginado de la physis.

La pintura pareciera dejar a la palabra la tarea de una merecida atención sin la cual ésta no pudiese existir; un espacio que, de eliminarse conduciría a su total destrucción. La época del Paleolítico es prueba de ello, y este hecho nos obliga a reflexionar sobre una cuestión que cada relato teológico ha querido eludir. En el ensayo que escribiese sobre Corot en 1994 mientras contemplaba sus lienzos en un museo de Reims, Andrea Zanzotto escribía que “una especie idea-emoción mía nace del paisaje: algo que nunca cesa de autodefinirse, ya que las palabras escapan toda posible definición porque las contiene en su interior”.

3. La pintura puede continuar abierta ad libitum y sin control de ningún tipo de poder; un espacio natural habitado por la mente y la mirada. Lo que se ha conocido en Occidente como “paisaje” subsiste incluso donde es negado por la estética contemporánea, poniéndose en armonía servil y lúcida ante la brutalidad de la mercantilización universal y programática de la naturaleza organizada mediante el término pseudocientífico de “antropoceno”. Por otra parte, en una de las descripciones más misteriosas del paisaje en Occidente que invoca el sueño de una persona a punto de morir y que de repente nos transporta a tierras húmedas donde fluye Lete (río del olvido) nos sitúa ante una extraña simpatía de las almas de los muertos que beben de él, a tal punto que nosotros mismos olvidamos que estamos inmersos en la memoria viviente de un paisaje del Peloponeso que es específicamente arcádico. Y como ya lo han hecho antes lectores de este mito, esta imagen nos muestra el poder de la Tierra como memoria y recuerdo; como en el pobre Er en una vida despierta. La transformación lingüística del pensamiento occidental reemplazó los pre- y ultra- territorios verbales con un discurso que emancipó las prácticas artísticas de la tradición de su saber; y, por otro lado, liberó a la crítica de los saberes constitutivos del proceso. De esta manera se abolió un contacto con la physis para así no mostrar la dependencia a la cual había sido sometida mediante la fuerza historicista de la crítica a la que ya no podía encarar desde lo artístico o lo profético. Esta imposición – desde la altura del púlpito político-intelectual, mas no filosófico – no sólo forzó la renuncia de la physis sino que asumió con alarde la función de una apariencia compensatoria.

Esto es algo que podemos ver en el reclamo de espontaneidad del action painting (“Yo soy la naturaleza”, Pollock solía decir); o bien en la aplicación del color en las obras del Color Field Painting. El sujeto de la modernidad avanzada, cuya inflación recae en el ego y la pobreza en el cogito, es incapaz de soportar el estado de pasividad hacia la materialidad de la concepción de la obra – un estado que vemos desplegado en la idea kantiana de lo “sublime”, así como en las obras de Carl Friedrich, Van Gogh, Monet, Pellizza, Segantini, Bonnard, Hammershoi, Freud, Arikha, Laserstein, o Quintanilla. De repente el arte comenzará a sentirse empoderado para abandonar esa concepción, asumiendo modelos expresivos absolutos subordinados a la mímesis de la autopreservación en la que fatalmente ya no es posible distinguir la diferencia humana. Esta es la razón por la cual no puede haber – como en el caso de la Informel – ninguna diferencia visual entre la imagen producida espontáneamente por la naturaleza y otra producida intencionalmente por el humano. La libertad absoluta que el sujeto-artista se arroga para sí termina siendo, en realidad, un subrogado bajo la supervisión de los críticos. En un momento en el que el criterio de la verdad se aplica exclusivamente mediante la ciencia, cada obra humana pierde su encanto mediante otros criterios (el poético o religioso) en búsqueda del goce del reconocimiento social, o simplemente desaparece por la culpa.

En efecto, es realmente difícil tolerar dentro de un sistema basado en la racionalidad y la calculabilidad integral de las prácticas humanas – alérgica a todo conformismo – a la pintura y a las prácticas artísticas en general. Como observó Oscar Wilde de forma profética: “Cada vez que una comunidad o cualquier tipo de gobierno intenta dictar al artista lo que debe hacer, el arte desaparece, o simplemente se vuelve un estereotipo que degenera en una forma de baja o innoble de artesanía”. Durante mucho tiempo aquellas esferas que siempre se han encargado de custodiar el misterio y lo divino – las grandes religiones – han terminado aceptando su propia estandarización aplicada a la racionalización de la sociedad en formas transparentes. Esto es prueba de su dimensión pastoral originaria que sólo ahora, luego de haber llevado a cabo su tarea histórica, se deja ver de forma explícita.

El Nomos, articulado en cada parte de la tierra con tonos musicales, religiosos, y económicos con dimensiones ajustadas a varios territorios; universal por naturaleza, aunque sin ser proclamado como tal por ningún poder o público o Dios, escrito en cada hombre como una disposición musaica en el alma, es divino, superabundante y autosuficiente, como nos recuerda Heráclito. Encontramos algo similar en un pasaje de la Epístola a los hebreos: “Voy a colocar el nomos (las leyes) en sus mentes y corazones…y ya nadie tendrá nada que enseñar a su conciudadano o su hermano”. Las artes son los cantos; esto es, los cauces por donde fluye lo expresivo que libre y conscientemente brota de él hacia un fluir infinito. Si estos medios fuesen suturados – y pareciera ser que los poderes se empeñan en capturarlos mediante una reducción parcial y tiránica del derecho natural – el ser humano simplemente cesaría de existir. Lo único que queda para preservar un núcleo generativo del no-saber y del misterio es poder ser testigo de la presencia siniestra de las artes poéticas, que al no descuidar la mano que garantiza una distancia (mirada y escucha) que es esencialmente teológica.

4. A través de la dimensión temporal, la pintura encuentra una relación que poco tiene de especial. De este modo, desmiente su poder destructivo. El poder temporal de eso que conocemos como “fama” termina relativizando todo. En este sentido, la pintura puede parecer ajena e indiferente a sus propios efectos, aunque es por esta misma razón que puede ser ofrecida a los muertos; no para eternizar su figura, sino más bien para entregarse a un desconocido al que imagina. Dicho conocimiento frustra la sustancia misma de la pintura; esa apariencia en la que había tenido que confiar. Tal vez el fin de la pintura para los muertos significa el fin de la pintura misma, que no desaparece por su debilidad ante la historia y las nuevas necesidades, sino más bien por su propia debilidad como dimensión de umbral. Por lo tanto, la pintura no es solamente la evidencia unívoca de la presencia del homo poeticus del Paleolítico como ha sugerido Toynbee; al contrario, es la prueba irrefutable de la presencia misma: el momento en el que un ser humano se da cuenta de su existencia en el instante en que ya no es necesario evidenciarla. ¿Se trata de un muerto hablándole a los muertos sobre los vivos? Y, ¿cuál es el malestar de los vivos una vez que son llamados a participar en un intercambio en el que no pueden intervenir, como si ellos mismos fuesen unos vivos muertos? ¿Cuál es la presencia que los une, más allá de la palabra inaudible e imposible? En la pintura ese instante dura para siempre. Un tiempo muy breve que deviene virtualmente un tiempo sin fin y que hemos decidido llamar, momentáneamente, “eternidad”.

*Este ensayo fue publicado originalmente como introducción editorial al número 3 de la revista De Pictura (Quodlibet, 2020). Traducción de Gerardo Muñoz para Ficción de la Razón, mayo de 2023.

Imagen principal: Isabel Quintanilla, “Paisaje” (óleo sobre tela, 1976).

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