Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben, de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto. Dentista, cuento de Roberto Bolaño.
¿Qué es la literatura sino aquello que sucede sin suceder? ¿Qué es la literatura sino el inagotable acontecer de un asombro distendido, cuya duración dura lo que tenga que durar y cuyo modo de darse nunca deja de ser, al mismo tiempo, un modo de inventar-se?
Así, la literatura, demandando ser escrita, puede prescindir del mismo hecho de escribirse.
*
Asombro y literatura. Ambas suceden. No muy frecuentemente, pero ocurren. Se trata de distintas cosas, sin embargo, pareciera que en el fondo se tratara de una y la misma, o, mejor dicho, de las múltiples variaciones que adquiere o por la cual se despliega una misma cosa.
Por un segundo, abordemos este parecer. Vale decir que es mucho más que una apariencia, pues, en su aparecer, no debe ser entendido facilistamente, al modo de una opinión variable en contraposición a una verdad consolidada o posible de ser confirmada. En ese caso, ello significaría reinstalar el más ingenuo de los platonismos. Al contrario, de lo que hablo es de algo que nos parece como si no nos pareciera des-implicado de nuestra impresión. Es decir, hablo de la intensidad de un parecer que, por sí sólo, es suficiente para llevar a adentrarnos en él, llegar a fusionarnos con él, y más aún, para saber que, por ese segundo y eternamente, habremos de anudarnos en un solo estupor. Una suerte de asombro, pero pre-teórico, y con toda su carga irruptiva: cómo ha de acontecer el asombro. Tales experiencias suceden, suelen suceder, aunque no frecuentemente: suelen suceder y durar lo que ellas mismas determinen cómo suceder y cuánto durar. Por ende, en este parecer, a veces incluso sin objeto claro ni distinto, resulta grosero e irrelevante preguntarse por si puede existir alguna verdad. Al contrario, no se pregunta por su necesidad de demostrarse a través de un criterio de corrección externo a sí. Más bien, operaría como una duda radicalizada, cuyo temblor de estupefacción viene dado por la misma certeza y extensión del dudar antes que por la confusión que despierta no saber acerca de la naturaleza del objeto que está siendo puesto en duda; esto es, una duda que se ha liberado del camino del método. Cuando una experiencia irrumpe con tal brutalidad -cuando nos aterrorizamos por el irascible reflejo de la luna que se agita sobre las aguas, cuando nos perdemos y recuperamos en medio del ritmo palpitante con que nos penetra un orgasmo, o cuando vemos la muerte de otro como el inexorable designio de la muerte de lxs nuestrxs y de nosotrxs mismxs-, la propia mostración de la experiencia expresa la genuinidad de su ser, tornando cualquier pregunta por la verdad una anacronía reflexiva y derivada en relación con el parecer del acontecimiento que aparece.
El asunto es sencillo, aunque pueda decirse de muchos modos, de modos casi infinitos -y con toda seguridad que se diría de modos infinitos si el tiempo así lo permitiese, lo cual significa que la cosa en sí misma es capaz de resistir y expresar lo infinito que ella misma contiene-. Su sencillez yace comprendida en él mismo: su actualidad consiste solamente en ser posibilidad y amenaza, apertura y exposición, inconmensurabilidad y fragilidad. ¿Acaso la literatura no es otra cosa que eso: eso que es posibilidad y amenaza? Siempre un eso: diferencia entre, por un lado, cierta esencia imaginal (imaginación productiva) y, por otro lado, su efectuación como imagen imaginada (imaginación reproductiva); el hiato entre ambos sólo ha de escribirse con el cuerpo que imagina, tiembla y se conmueve. Es decir, se trataría del despliegue indeterminado de una fuente imaginal cuya virtud consiste en devenir imaginación en acto y nunca plenamente efectuada; deviene imaginación posible, incluso más que presente o representable, en la misma acción de estar siendo imaginada, en la misma acción de devenir imagen en acción.
Si hay algo que pueda llamarse propiamente literatura colinda con la potencia de la fantasía que cualquier libro, como la vida, invoca. La historia de la literatura, el canon de su corpus disciplinar, así como el soporte material de la institucionalidad que la recoge, selecciona y dilapida, sólo constituye un sedimento rudimentario, un residuo sólido y funcional de su ser más profundo: la experiencia de imaginar otro mundo posible sin, ni siquiera, proponérselo ni planificarlo. Y en medio de tal experiencia que brinda la ficción aparece ya no sólo otro mundo posible -en cuanto de noema fenomenológico-, sino que vivenciamos –noéticamente– un mundo otro, alter. Tal parecer de un aparecer ficcional, en su duración inmanente es lo más cierto, y conforma una de las más genuinas e indesmentible de las experiencias. A su vez, tras su duración inmanente, la experiencia se muestra tan genuina e indesmentible que, aunque sea olvidada por nosotros o no vista por nadie, nunca perece, nunca puede ser abolida de raíz y, al contrario, su eco resuena, aunque con menor intensidad, en el transcurso de la vida cotidiana: a la hora de compartir los racimos de la felicidad nuestras amistades, al momento de descalibrar y recalibrar el ángulo de la mirada sobre un dolor, o cuando lxs niñxs nos preguntan por qué el sabor del chocolate, permaneciendo tan escaso tiempo en los sentidos, es recordado con ansias durante gran parte del día; en todo ello hay, incluso antes que algo filosófico, una cercanía, una calidez y, sobre todo, una sensibilidad e inventiva propiamente literaria. El sentido de lo anterior (no la acción consumada en cuanto hecho, sino su significación) sólo puede darse porque el acto descansa, en realidad, en una dimensión que no requiere de una conciencia que la acoja para efectuarla: en la posibilidad abierta de que pueda ser así.
No se me ocurre que otra cosa pueda ser la vida sino eso: literatura. Literatura, eso sí, que demandando ser escrita, puede prescindir del hecho de escribirse.
*
Excursus
Desde hace unos días pensaba en escribir algo relativo a la esencia (si es que la hay) de la literatura. No sabía cómo abordarlo, pero era sobre ello: sobre ese manantial de ficción donde bebe el animal literario que habita y anima la vida.
La historia de la literatura no es literatura: las obras de la literatura pueden ser susceptibles de historia, pero la literatura misma no tiene historia, tal cual la vida tampoco la tiene. Ambas, a cada instante, recrean su propia realidad otra: la fantasía. Por eso se dejan confundir entre ambas, sin perder el asombro: se dejan confundir en tanto que dudan de tal confusión, llegando a dudar de sí mismas. Quizás ello (aunque no es más que una creencia) explique que, cuando pensaba en escribir acerca de esto, (se me) cruzara(n) dos autores en la cabeza: Borges y Bolaño.
Primero recordé una escena al Jardín de los senderos que se bifurcan. Particularmente al pasaje en que se menciona una palabra clave que, tal vez, permitiría develar -por estar estructurándola- esa irrepresentable representación alegórica -ese cuento chino- de la literatura y de la imaginación que encarnan los jardines bifurcados: la palabra es ajedrez. En efecto, en el carácter intransitado de los jardines, pero a la vez posibles y disponibles, esto es, transitables, la palabra ajedrez refiere a un juego y a un enigma. Y si algo caracterizaría eminentemente al ajedrez, más allá de todo cálculo o estrategia operacional, es que su principio de acción no reside tanto en cada jugada concreta que se ejecuta, sino en las amenazas del oponente que ellas logran conjurar o que ella misma puedan poner en marcha: su esencia radica en la potencia de la posibilidad como fuente de toda facticidad. No habría ajedrez sin posibilidad, como no habría mundo sin ficción: una y la otra, brindan sentido a aquello que se efectúa tanto dentro del tablero como sobre la superficie del mundo. Todo lo demás, el método, el resultado, el triunfo, la muerte, el quehacer, sólo consisten en accidentes o derivaciones, en efectos actuales de una potencia que, en su raíz, se encuentra liberada de cualquier acto reductivo, de un principio mecánico o de una telos destinal.
De Bolaños recordé una frase. Era una frase que decía algo así: “Aunque se destruyeran todos los libros, la literatura seguirá existiendo.” Sabía que se encontraba en un cuento fascinante titulado Dentista, contenido en Putas asesinas. Sólo poco antes de empezar a escribir esto, saqué el libro, abrí el cuento y, al no encontrar la cita, me fui desesperando. Tras varios minutos, pensé escribir sobre las citas que no se encuentran, sobre ese maravilloso milagro de inventar citas. Al final, ¿no es eso lo que hacemos siempre? ¿Acaso no es ese el verdadero valor de las citas: invitarnos a inventar, incluso allí donde ellas son plenamente recordadas? Sí: las recordamos para que su uso prosiga el ingobernable derrame de la inventiva, de proliferar imaginación entre los pliegues de la mala memoria (tal vez habría que decir, muy borgianamente, que sin una mala memoria no seríamos capaces de literatura, aunque la literatura seguiría siendo capaz de sí). Pero, pese a pensar todo esto y a ya no requerir la cita exacta, seguí buscándola, incluso con cierto nervio, con cierto enfado ante mí mismo producto de que no calzara con lo recordado. Como si ella, en lugar de abrir, resecara la imaginación. Entonces la encontré: “Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben, de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto.”
La decepción fue grande. Sentí un desencaje al nivel del pecho. Pero también supe que algo merecía ser pensado con más calma. Fue una sensación de amplitud y tensión a la vez. Entonces, haciendo caso omiso de la confusión, cogí el computador y escribí esto.
Siempre aquello que parece confuso, de alguna manera está siendo sencillo. La confusión mantiene un orden discursivo, aunque sea por exclusión. Pero cuando se vivencia existencialmente la confusión, una divinidad sin Dios, un Genio maligno nos toca: se trata de un asombro, del hálito de una trascendencia irrepresentable que desnuda nuestra fragilidad; una estupidez que espuma estupefacción. Al menos eso nos parece; y no sólo nos parece, sino que (a)parece ser con una certeza tan indubitable como incomprobable, y que al mismo tiempo vuelve irrelevante cualquier afán de comprobación. Es certeza vivencial (incluso de la incertidumbre) y no sólo fe: no se trata de fidelidad a una creencia impresentada a los sentidos, sino de atestiguar el asombroso lazo de la imaginación con lo irrepresentable que la anima a representar. Para decirlo nuevamente -y nuevamente nuevo cada vez-: cuando el Universo colapse y se destruyan todos los libros, la literatura -sin siquiera haber precisado ser escrita- seguirá existiendo.