a Daniel Mansuy, a las condiciones de posibilidad, al cómo y porqué, es posible que enuncie su propio mito, el mito de la necesidad del golpe. A ese afán de objetividad mitificante que distribuye culpas tras 50 años. Y cuya obsesividad final -mediaciones mediante- recae en un solo nombre, Salvador Allende. Tarde de Julio, 20231*.
Placilla, 28 de agosto de 1891. Dos mil muertos. He aquí el escenario ensangrentado donde capituló la fuerza hegemónica del Balmacedismo (1886-1891)2 con su oscilante potencia entre modernismo (estéticas plebeyas y artes cultas) y modernización (técnica, obras públicas, progreso). La guerra civil dictaminó el trágico desenlace del texto liberal cifrado en múltiples potencias. Prosas, poesías populares, crónicas, epístolas de la tempestad y emplazamientos al púlpito de la Iglesia. En suma, aquí se desplegaron intensidades semióticas, imágenes de prensa, exaltaciones imaginativas y construcción de Estado Laico. La banca privada se sintió amenazada por el proyecto gubernamental de crear un banco público, que buscaba mitigar la prevalente oligárquica, las ambiciones de banqueros y elencos del mundo crediticio-feudatario. Entre enciclopedismos, furias patrióticas y diccionarios nacionalistas, quedaba pulverizada la posibilidad de fortalecer un incipiente programa industrial perpetrando una herida al régimen hacendal que inviste la «oligarquía revolucionaria-reaccionaria» afincada en el Congreso, en los astilleros de Iquique y el monopolio extranjero. El “presidente [personaje proverbial] se ha colocado fuera del régimen Constitucional” -dice Waldo Silva el 07 de enero de 1891, invocando el significante libertad secuestrado por el ensayismo oligárquico (Ismael Valdez, nota 1891). El preciado oro blanco ha depravado la época. Aquel obrerismo lumínico quedaba siniestrado, pese al vigor comprometido contra el extractivismo salitrero, la preocupación por el pueblo, antes que por los círculos aristocráticos financieros, locales e internacionales.
La suerte estaba echada y Balmaceda resuelto a llegar hasta el fin contra la sublevación centrada en Pisagua a Iquique. Aníbal Zañartu, uno de sus amigos, le sugirió resignar el mando en una persona de su confianza como “Baquedano e imitar el ejemplo de O’Higgins; pero [el presidente], rechazando todo propósito de transacción… replicó que, en esos momentos, no cabía sino cumplir con el deber de afianzar su autoridad y el mandato recibido de sus conciudadanos. Cualquier otro camino mancharía la memoria de sus predecesores y aparecería ante la historia como un funcionario indigno” (Carta de Balmaceda a Aníbal Zañartu, 8 de enero de 1891). La sangre maldita lavara la afrenta, decía la Prensa gubernamental en Valparaíso -la cual fue utilizada bajo la atribución presidencial3.
Ante la voracidad de los sucesos, José Manuel Balmaceda sentenció, «si no me fallan mis militares no hay cuidado» (Ramírez Mendoza, 1899, 17). Y agregó,
“De vosotros soldados de la República, -en una misiva- transmitida por telégrafo a todos los intendentes de provincias, de vosotros depende en alto grado la defensa del principio de autoridad. Los jefes y oficiales de la escuadra en un arrebato de delirio han arrojado negras sombras a su historia… Soy vuestro jefe constitucional y tengo plena confianza en que hoy como ayer y como siempre seréis honrados defensores del orden”.
Más tarde la plaga y los cristales rotos. El escenario fue tortuoso, podían verse las armas y municiones, soldados heridos, oficiales cubiertos con el polvo asfixiador de la derrota y de la fuga. De suyo, y amén del ethos caligráfico que presidía la época, un soldado escribía “los gemidos de los heridos respirando con fatiga, el ácido fénico y los desinfectantes de las primeras curaciones (Rodríguez, 38, 1899)”.
En un conocido libro, Bernardo Subercaseaux, cita un relato francamente devastador sobre los estragos de las últimas batallas. He aquí un extracto;
“Los andenes de la solitaria estación Central de Santiago, más sombría, más negra que nunca, se veían –dice- sembrado de camillas y heridos, algunos de los cuales avanzaban penosamente sostenidos por otros soldados. Un soldado del batallón Mulchén, un muchacho, con la boca y las mandíbulas destrozadas y convertidas en un horrible montón de carne del que emergía un gran espumajo sanguinolento, en que se mezclaban las hilas, convertidas en costra, con finísimos tubos de goma, hacía esfuerzos inauditos por hablar…en que acaso palpitaba el nombre de su madre o del pobre hogar donde quería ir a morir” (Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Tomo II, p. 14)
A partir de este fatídico episodio, tras acusar recibo de la derrota de las tropas leales al mando del general gobiernista Orozimbo Barbosa y José Miguel Alcérreca4, cuyos cadáveres fueron vejados y expuestos ante las multitudes. Los restos de ambos militares fueron paseados en un carretón basurero por la plaza pública, para que fueran profanados por la plebe. Y “asesinaron periodistas; “empastelaron y robaron imprentas; violaron y escarnecieron el honor de las familias. Por último, los chacales se revolcaban en la sangre aún tibia de sus inanimadas víctimas, lanzando improperios y aterradores chivateos” (Arellano, 1893, 38).
La capitulación a manos de los intereses ingleses quedaba sellada tras el significado de tres cañonazos disparados desde La Esmeralda. Luego Balmaceda, motejado de Cesarista o Dictador -régimen despótico- para sus enemigos5, se trasladó discretamente a la Legación argentina donde encontró protección en manos de un anónimo agregado militar de apellido Uriburu. Una anécdota allende los Andes. El presidente lo hizo cautelando con total sobriedad que su destino martiriológico -en el sentido modernista- estaba sellado de antemano y expiraba el último día de su mandato constitucional6. Ahora debía esperar veinte días. Ese era el tiempo constitucional que le quedaba como primera magistratura. La letra republicana, en construcción, debía ser solemnemente resguardada mediante una nueva economía de palabras hacia el por-venir. El presidente decía, “se me ha provocado a un duelo irrevocable; el Congreso se ha negado a aprobar las leyes constitucionales y predica la revuelta «porque el presidente no abdica el derecho de nombrar libremente a sus ministros o porque no se somete a los designios de la mayoría legislativa». En el ocaso de mi vida política y próximo a dejar el poder, se me llama Dictador, pero yo no hago sino defender constitucionalmente los fueros y el poder que el pueblo me confirió”7.
Días aciagos se vivían en la embajada argentina, por cuanto una vez concluidas las batallas de Concón y Placilla el presidente presagiaba con agudo pesar el funesto escenario a manos de las fuerzas vencedoras -saqueos, vejaciones, exilios y heraldos. Esos últimos días, esas últimas horas, se agudizaban por la fisonomía moral de un personaje –Don José Manuel, hijo de Doña Encarnación- dispuesto a preservar su investidura como una máxima irrevocable del presidencialismo. El principio de autoridad que Mario Góngora ha retratado como la herencia Portaliana. Contra la sedición congresista, de usurpar las prerrogativas constitucionales, la autoridad presidencial deviene insobornable ante la historia. En una comunicación a Evaristo Sánchez Fontecilla le comunicaba, “Nada puedo esperar para mí, pero entregaré mil veces la vida antes que permitir que se destruya la obra de Portales, base angular del progreso incesante de mi patria”. Balmaceda se redime en gratuidad de escrituras -semánticas de época-haciendo de la derrota una opción moral. Una derrota posible como reserva moral para los tiempos venideros. En más de una ocasión hizo una mención sibilina a que la historia de los vencidos es una tarea que solo puede ser descifrada por los tiempos. Contra toda ética de la morada (Nietzsche) el gran triunfo en el tiempo no se obtiene, sino permaneciendo fiel a sí mismo.
En la Legación Argentina el tiempo parece detenido, la voz corre agazapada por las habitaciones –relata Félix Miranda-. Después de cavilar hondamente sobre todas las opciones posibles, de caminar serenamente por los pasillos de la embajada, escribió sus últimas palabras cargadas de pesar, pero sin perder de vista la altivez del proceso histórico que había protagonizado, ni mancillar una secreta esperanza en la redención de los tiempos. Existe aquí una confianza inquebrantable en el «juicio de posteridad». Una cita secreta con los tiempos mesiánicos. A decir verdad, hay lucidez en él presidente cuando decide “cerrar por su propia mano el libro de la vida”. A Uriburu le escribe con refinamiento francés, “Usted sabe que he desdeñado el camino de la evasión vulgar, porque lo juzgo indigno del hombre que ha regido los destinos de Chile”. En el último recado a su esposa Emilia le insiste con prosa modernista; antes de mucho, “nos reuniremos todos en un mundo mejor que el que dejó en horas de odios que cubro con el olvido y mi sacrificio”.
Doble soledad, en la teología Balmacedista. Bernardino Guajardo, el año 1886, revela la simpatía popular existente hacia el presidente, simpatía que no compartían algunos sectores de la clase alta y el clero. Peralta, que solo era un muchacho de 16 años cuando se desata la primera guerra civil, manifestaba una reiterada actitud de defensa de las clases trabajadoras que se traducirían con el apoyo al Partido Democrático y luego en la formación del Centro social de Obreros en 1895, una de las primeras organizaciones de trabajadores de carácter socialista” (Pedro Bustos, El poeta popular Juan Bautista Peralta, En Verdad y Bien, N° 364, 1930).
Con todo, la modernización liberal constituye un retroceso en la comprensión de la conducta popular durante el conflicto de 1891. Para este autor, en lo fundamental, el pueblo no toma parte de la conflagración. Pizarro se apoya en la opinión de la clase política de la época. Entre los balmacedistas cita a Julio Bañados Espinoza, para el cual la mayoría del país no tenía la educación política para comprender la discusión constitucional acerca de la querella entre el Ejecutivo y el Congreso. Entre los anti-balmacedistas, cita a los dirigentes radicales Enrique Mac-Iver y Valentín Letelier, para quienes, casi igual que Bañados Espinoza, los trabajadores no tenían ni la cultura ni la preparación para entender los problemas del gobierno8. (Crisóstomo Pizarro, La revolución de 1891, p. 79).
A pesar de estos litigios de sentido, los sucesos acaecidos giran hacia la metafísica cristiana y el tópico parisino de Pedro Balmaceda Toro (El Dulce Príncipe)9. El testamento balmacedista goza de un incontenible «anhelo de república». A veces solo la muerte puede preservar la trascendencia de hombres napoleónicos, y cadáveres éticos, de inquebrantables virtudes cívicas. Cuando la degradación humana se impone en los campos de batalla y la transgresión moral toca nuestras puertas, y las palabras son ultrajadas, el suicidio adquiere una magna dimensión expiatoria en espíritus vigorosos. Balmaceda -con infinita teología- estuvo a la altura de su verdad histórica, su sacrificio castiga la miseria moral de una élite cortoplacista entregada a los intereses foráneos que mellaba los bienes públicos -el Estado, la nacionalización de recursos y el itinerario del progreso colectivo. El inconsciente político de la historia de Chile está gravado por la huella destinal que Balmaceda abraza en el umbral de la muerte, imprimiendo un «republicanismo de izquierdas» para la historia de Chile. De ahí en más representa una «lección ética» para la historia que surca todo el siglo XX y acosa –cual espectro- las opciones políticas del programa reformista (capa media, Estado, mesocracia, laicización). Se trata de la memoria histórica que acompaña a las opciones seculares.
Así el presidente mártir, atado a los ministerios de la cruz, se despedía de este mundo por cuanto su vida pública había cesado. La trascendencia como una especie de “distopía fértil” requería ser consumada restándose a los intereses suntuarios de una derrota conspicua. Un extracto de su testamento:
“(…) no hay que desesperar. Si nuestra bandera, encarnación del gobierno del pueblo ha caída ensangrentada en los campos de batalla, será levantada en tiempos no lejanos y con defensores numerosos y más afortunados que nosotros, flameará un día y para honra de las instituciones chilenas, para dicha de mi patria, a la cual he amado por sobre todas las cosas de mi vida”. Para la inmortalidad el texto acaba con algunas sutilidades: “Cuando ustedes y los amigos me recuerden, crean que mi espíritu, con todos sus más delicados afectos, estará en medios de Ustedes” Fin de cita (Santiago, a 18 de septiembre de 1891).
En carta a Juan Mackenna (11 de abril de 1891), el presidente escribía,“Después de los furores de la tormenta vendrá la calma y (…) llegará la hora de la verdad histórica, y los actores del tremendo drama que se consuma sobre el territorio de la república, tendrán la parte de honor, o de reprobación que merezcan por sus hechos”. Tal confianza en el “potencial emancipatorio” de los tiempos no es casual, menos la forma en que se materializa el suicidio del presidente. En la nota enviada a Claudio Vicuña y Julio Bañados, Balmaceda advierte con tesón que el régimen parlamentario ha triunfado en los campos de batalla; pero esta victoria no prevalecerá. En el manifiesto del 1° de enero afirma con vehemencia, “el régimen parlamentario que sostiene la coalición [congresista] es incompatible con el régimen republicano. El gobierno parlamentario supone un monarca irresponsable, vitalicio y hereditario”. La última noche, la del 18 de septiembre, conversa con el ministro Uriburu, le entrega las últimas cartas y se despide. La templanza en esperar el último día de su mandato, la adecuada ubicación de su levita, la correcta colocación de la banda presidencial –primera magistratura de la nación. La profunda significación de poner término a su vida fue resguardada hasta en sus más íntimos detalles. La muerte de Balmaceda compromete la trascendencia por cuanto tiene como tarea restituir un “horizonte de sentido” que ha sido vorazmente arrebatado. Un ritual empapado de crucifixión -con legado- que busca alterar el diccionario de las oligarquías como un corpus estable de palabras. El nombre de un personaje procaz como Jhon Norton representa una mezquindad –un interés pecuniario por la plata dulce- respecto del bien supremo que debe quedar a salvo.
Y una apostilla. Al fragor de la última contienda, “el hedor de la batalla cubría toda la parte alta del puerto y se extendía hacia el mar, envolviendo toda la ciudad…[como] una propuesta carnívora, hecha de humo y estruendo” (Mellado, 2012). Horas más tarde los soldados muertos parecen emplumados porque las aves de carroña se posaran sobre ellos, dando lugar a imágenes espantosas. El campo de batalla estaba cubierto de cadáveres. ¡Era una extensión de seis cuadras, 6 km, era fácil tropezar a cada paso con heroicos y artilleros que yacían en tierra con el cráneo despedazado, las piernas rotas, el pecho acribillado a balazos! Se les podía observar con el fusil entre sus manos defendiéndose del fratricida revolucionario. (Guerra Civil en Chile. Reminiscencias de un Ex/tercerano, 1892).
Para el anecdotario, y pese al espíritu de esta nota, es el propio Gonzalo Vial quien de sopetón se ha encargado de subrayar -por obra de los contextos- que el día de asunción de Salvador Allende, un familiar de Don José Manuel llevó hasta La Moneda una edición de su testamento en versión facsímil10. Al finalizar el acto, Allende ya distendido en Viña del Mar, reconoció en un plano íntimo que –esa mañana- una de sus mayores satisfacciones fue recibir el testamento de Balmaceda que le había sido obsequiado por su nieta11. Por esos días el líder de la izquierda chilena (“hombre de mármol”) se sentía, según las declaraciones de su amigo Carlos Altamirano, como un “caballero antiguo” (sic), cuya estatura moral –so pena del “narcisismo mesiánico” de tal posición- sería la herencia del testamento moral de Don José Manuel. Con todo, existía una insospechada fijación entre la “opereta” de la Unidad Popular (entre la algarabía y el delirio) y la perseverancia en afirmar convicciones en medio del “desenfreno de pasiones” que generaba la vía chilena al socialismo. Algo así como una convicción que debe permanecer firme pese a que no podemos alterar el curso de los acontecimientos. A días del golpe de Estado, y en medio de una tertulia en la casa de Tomas Moro, el General Carlos Prats, le recordaba a Salvador Allende que, en 1891, el Ejército Balmacedista había demostrado lealtad al presidente de turno.
Sin duda, hay afinidades en la arquitectura discursiva de los textos finales. Hay una mutación entre San Pablo y el narcisismo mesiánico de izquierdas mitificantes (UP). En la parte final del testamento escrito en la embajada argentina, Balmaceda escribe “Cuando ustedes y los amigos me recuerden, crean que mi espíritu, con todos sus más delicados afectos, estará en medio de Ustedes”. Transcurridos casi ocho decenios, Allende sostiene con resignación, sosiego e infinita teología, “Seguramente radio Magallanes será acallada y el metal sereno de mi voz no llegará hasta Ustedes. No importa, me seguirán oyendo. Siempre estaré junto a Ustedes”.
Por fin, la tradición retórica y el campo político. Temporalidades que dialogan y se intersectan en nodos escriturales -sin equivalencias- en agosto de 1891 y septiembre de 1973. En los abismos que nunca terminan, no era posible apelar al realismo modernista, sino a la potencia escritural que brindó sentido a una literatura republicana que abre mediaciones -cortocircuitadas- con la experiencia ético-política de la Unidad Popular. La catástrofe, con su tumulto de imágenes y desbordes, fue una experiencia aleccionadora para la historia de Chile. Si bien, existe una impronta griega en los sucesos acaecidos, Balmaceda fue pionero en depositar confianza en el tiempo histórico. La historia de los vencidos no es igual a una concepción trágica. Más aún, según reza la teología, las «Grandes Alamedas» aún hospedan en los campos de Placilla.
Mauro Salazar J. Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Universidad de la Frontera.
NOTAS
1* Sin perjuicio de los ajustes a un texto preliminar, reconozco mi deuda intelectual con el académico Carlos Ramírez Vargas.
2 Podemos parafrasear al Intelectual de Tréveris. “Un fantasma recorre Chile: el fantasma del Balmacedismo. Todas las fuerzas de la oligarquía, en feroz jauría, se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: Walker, Montt, Mac-Iver, Aldunate, Larraín, Norton, Korner y Valentín Letelier forman parte del alzamiento”.
3 Cabe consignar que 7 de 12 medios de circulación nacional -en una decisión de convicciones y extrema radicalidad- fueron confiscados por decisión Presidencial. Por las dudas: no hay comunión de los santos.
4 En carta a Diego Barros Arana e, general de Escuadra, Ismael Valdez, “[ambos] no murieron como soldados, sino como como criminales en el patíbulo, cobardemente, y con la conciencia abrumada por el remordimiento de haber sido ruines y abyectos servidores del régimen más brutal que se haya implantado en país alguno”. La Dictadura. Ediciones Cervantes. Agosto de 19891.
5 Durante el periodo comprendido entre enero y septiembre de 1891, da la impresión de que la poesía popular estuvo reprimida, ya sea censurada o impedida por la clausura de las imprentas. Es lo que expresa un verso de la poetisa Rosa Araneda posterior a la guerra civil: “Reinando la dictadura nunca a gusto pude hablar y hoy me voy a desatar porque me encuentro seguro “. Daniel Meneses, Las últimas poesías escritas en tiempos de la Dictadura. En Lenz, 1930. Pp. 35.
6 Aquí suscribo al martirio en los términos empleados por Karmy Bolton, “El martirio interrumpe al circuito sangriento promovido por el sacrificio, quiebra la economía sacrificial, pues martirio deviene uso de los cuerpos cuyos actos no son más que una sola danza que, como una vida que hace estallar el agudo tumulto de la insurrección. El martirio no es más que un operador de la imaginación popular que depone el poder a la irreductible dimensión de la potencia que devendrá liberada del dispositivo sacrificial”. Martirio. Apuntes para una genealogía de la resistencia. Anacronismo e Irrupción. 2020.
7 Cabe recordar según el bando de la oposición, “La matanza de lo Cañas, donde los cadáveres de los muertos sirvieron como aquella turba de aves de rapiña para el solaz entretenimiento por muchas horas. Algunos cuerpos eran cortados por mitad y suspendidos en seguida por cordeles de las ramas de los bosques en medio de una algazara general. Los bustos de otros eran colocados sobre los bancos de los corredores y allí les picoteaban los ojos con la punta de las bayonetas, les cortaban la lengua, las orejas y la nariz”. Jorge Olivos Borne, p. 42. 1892. Imprenta Barcelona.
8 Para fundamentar su tesis del apoyo popular a Balmaceda, Ramírez Necochea recurre a fuentes diplomáticas. Una de ellas, la del ministro de Alemania en Santiago, Barón von Gutschmid, quien, luego de la sublevación de la escuadra, en enero de 1891, informó a su gobierno: “manifiesta el pueblo bajo completa indiferencia por el movimiento y más bien se inclina al gobierno”. También recuerda la opinión del encargado de negocios de España en Chile: “el verdadero pueblo, aquel en nombre del cual hablan y protestan unos y otros, no se conmueve ni toma parte con la cuestión, siendo sus simpatías más bien por Balmaceda, durante cuyo gobierno ha tenido paz, tranquilidad, trabajo bien retribuido y verdadera prosperidad material”. Ramírez Necochea concluye que Balmaceda contaba con la “adhesión-pasiva de la clase obrera”. Balmaceda y la contrarrevolución de 1891, página 91.
9 Mi padre es un hombre que lleva esculpido en sus brazos cientos de nombres, de hombres, de mujeres, de niños, de destinos, y los destinos de todos son un cinturón a su cintura, y todos los ojos son los ojos de mi Padre, que mira a través de miles de ojos, como si estuviera acompañado de miles de hombres y mujeres… pero la verdad es que mi Padre, mi adorado Padre, es un hombre absolutamente solo” Atribuido a Pedro Balmaceda, (A. de Gilbert). 1868-1889.
10 Del autor, Salvador Allende. El fracaso de una ilusión. 2005. Ediciones Finis Terrae. Santiago
11 En una versión preliminar de este texto el historiador chileno Jorge Rojas Flores me conminó a situar la década del siglo XX donde Balmaceda fue resignificado bajo las pancartas de la izquierda moderna, en el imaginario de los Frentes Populares. Acuso recibo de esta deuda.