Cuando los rostros extraños se vuelven, además de extraños, entrañables, y sin perder ni un solo espasmo de las tempestades que suscitan, extienden sus brazos en señal de hechicera acogida, entonces la inminencia de la decisión es la que llama a nuestra puerta: abrirla representa un riesgo; mantenerla cerrada, también. Lo único que podemos hacer es respirar -tal vez por última ocasión-, sintiendo la desnudez de una experiencia a un paso de regalarnos, con pudor, su impúdico secreto.
Existen rostros extraños. Extraños y, sin embargo, entrañables. Por ejemplo, el rostro del placer o de la muerte; por ejemplo, el rostro de la carcajada o del llanto.
En realidad no se trata de rostros, sino de un ímpetu o de un horror, de una gestualidad abismal, la cual es capaz de poseer o transgredir esa supuesta identidad -siempre demasiado ingenua- que habita detrás de un rostro. Gestos en rostros que diluyen rostros.
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No resulta casual que el rostro de la carcajada más posesa y delirante se asemeje al rostro del llanto más desgarrador. Pese a que las observemos desde afuera, hay algo común en la vivencia de ambas transfiguraciones capaz de remitir a un mismo hilo, a la vibración de una única cuerda tensada a partir de dos puntos lo suficientemente distantes para ser llamados opuestos. La agudización de la voz, el ahogo, las lágrimas escapando de unos párpados empuñados, las pupilas heridas hasta el extravío, los vaivenes, las sacudidas del cuerpo, el tartamudeo y la nublazón, un punzante dolor clavando el pecho o revolviendo el estómago, los labios devenidos humedal, en fin, todo el demoníaco juego de ángulos y curvaturas perturbando a la rectitud de la razón. Así, puede ser que el rostro de la más profunda y desgarradoras de las tristezas ya se encuentre prefigurado en el de los mayores y más delirantes placeres. A la vez, quizás ninguna carcajada sea capaz de conjurar, de golpe y para siempre, su caída, el lejano -pero real- advenimiento del llanto que, sin quererlo, ella misma insinúa.
Llanto o carcajada. La disyunción sólo es pensable porque existe un sustrato de base que permite su comparación, su distribución en lugares distintos de un único lugar o corpus. En ese sentido la disyunción, al contrario de la armonía artificiosa que impera en la conjunción, da paso a pensar la relación de “com-unidad”: aquel tercero que, sin ser un término, abre lugar a la diferencia de los dos términos en cuestión. El cuerpo nunca ha sido la cárcel del alma: sólo el cuerpo que se ha hundido desespera por revivir sus viejas alegrías en las ensoñaciones del alma. La carcajada y el llanto parpadean un mismo latir.
Pero, ¿podrán pensarse (y pesarse) juntos, sincrónicamente y en el nudo agónico o extático de una sola vivencia, el llanto y la carcajada?
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En El Erotismo, Bataille tematiza la experiencia de lo sagrado como un acontecimiento privilegiado, cuya esencia consiste en interrumpir el orden “discontinuo” de la existencia mundana, marcado por la multiplicidad de separaciones lingüísticas, materiales y categoriales, para arrebatarnos, alzándonos con miras a la dimensión del flujo vital y cósmico propio de la “continuidad”. Interrupción de la interrupción, eso parece ser lo sagrado. Tal vez cierto roce colindante con dicha continuidad se produzca en dos experiencias, a primera vista, diametralmente opuestas: tanto en el máximo éxtasis de la carcajada, el orgasmo; así como en el último estertor de esta vida, la agonía que preludia a la muerte.
Al igual que, para un observador externo, el rostro de la carcajada asfixiante en más de algo se asemeje al de la más desgarradora de las tristezas, los temblores, gemidos y humedales que sacuden al cuerpo durante el orgasmo en más de algo coinciden con aquellos espasmos y jadeos que desorganizan al organismo durante esos segundos que anteceden a la muerte. De cierta manera, podría decirse que no sólo el placer sagrado del orgasmo revela la petite mort, sino que la muerte también parece guardarnos un último orgasmo.
Todo ello, como bien lo sabía Bataille, no habla más que de la potencia de la vida: aquella potencia que la torna capaz de reafirmarse incluso en sus últimas fronteras, en el punto extremo de la muerte. Por eso, la carcajada vale la pena, la risa vale todo el llanto: en su fondo sin fondo reside la misma y continua sangre del orgasmo y de la muerte. Sólo en tales experiencias, lo extraño y lo entrañable, esos habitantes de la carcajada y del llanto, luchan por contemplarse, por palparse y, al mismo tiempo, por transgredirse: desean y perseveran, cuán amantes ciegos y anhelantes, la imposible continuidad de sus cuerpos en otros cuerpos y de otros cuerpos en sus cuerpos otros.
Referencias
Bataille, Georges (2009): El Erotismo. Tusquets Editores: Barcelona.
Imagen principal: Pippa Young, Either Laughing or Cry 2, 2015