Mauro Salazar J. / Comunismo e imaginación. Escena emancipatoria

Estética, Filosofía, Política

Los libros de filosofía y las obras de arte contienen también su cantidad inimaginable de sufrimiento que presentifica la constitución de un pueblo. Tienen en común la resistencia a la muerte, a la servidumbre, a lo intolerable, a la vergüenza, al presente. Felix Guattari y Gilles Deleuze-1991



Apostilla. “Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantarla par décret du peuple”-dice Marx en La guerra civil en Francia-.Utopía es un término ético-político que solo puede invocar una dimensión fundamental, que abunda y exalta “lo imaginal” por cuanto carece de topografía y se resiste a las descripciones totalizantes. El comunismo -elusivo y espectral- parece ser un acontecimiento que no ha sido superado por la prevalencia nihilista. La hipótesis comunista es la hipótesis de la emancipación -dice Badiou. Con todo, la imaginación utópica tiene lugar en el mundo, en un anclaje que será siempre una “capa de lo real”. Y una amenaza donde el acceso lo universal es una latencia de la imposibilidad. El intelectual de Tréveris leyó las condiciones reales e inmateriales respecto a sus propios contextos de producción. Ya sabemos la toma de distancia con el utopismo francés. Hemos padecido décadas de asedió por curadores –los lacayos de la pluma-  y fóbicos de occidente que nos hablan de un arkhe, de una tierra firme donde el significante -comunismo igualitario- se debe vincular a regímenes despóticos. Era la URSS, la cadena del eslabón más débil, las infamias de los socialismos reales, luego la Sierra Maestra y una mezcla de guerrillas que borraría la potencia de los singulares en una comunidad. Con todo, tales experiencias no pueden ser obliteradas lisa y llanamente.

A tal imputación, la única respuesta es la interacción entre lo imaginal y la escena de producción de esa insondable inmaterialidad creativa. La inmaterialidad da cuenta de una utopía que no tiene una tierra definitiva porque ese ese el devenir de toda “praxis creativa”. Ser comunista es ver las realidades en escenas enraizadas y evitar el éxtasis del juicio neoconservador, liberal, modernizante o social-demócrata. No se trata de negar la fuga de la imaginación artística u otras expresiones de inventividad, sino las condiciones materiales que hacen posible y trazable esa fuga o vuelo indispensable -lo otro es la imaginación ex nihilo-. Acaso el arte no fue originalmente técne. En La Ideología Alemana, Marx se refiere al trabajo artístico. “Sancho se imagina que Rafael pintó sus cuadros -Da Vinci- fuera de la materialidad de la división del trabajo…no se trata de sustituir a Rafael o Leonardo…sin embargo, la idea de [los comunistas] no es como Sancho se figura, que cada cual pueda trabajar sustituyendo a Rafael, sino “que todo aquel que lleve adentro un Rafael puede desarrollarse sin trabas”. La presencia fantasmal de la fuerza de trabajo opera permanentemente como una posibilidad de interrupción y subversión de la relación capitalista. En suma, o acaso el arte no debe interactuar con ciertas materialidades o contextos de producción. Según Borys Groys, “La primera [acepción de arte] deriva de la Revolución Francesa, de la que alguien incluso como Duchamp no sería en este aspecto más que un heredero: el arte descontextualiza los objetos, suspende sus funciones, transporta lo que estaba en los palacios o en las catedrales a otras escenas o locaciones. La segunda remite en cambio al diseño: al arte que uno usa, al arte que se puede emplear, no al arte en sentido estricto o en sentido canónico. No hay que olvidar que este fue también el tema de las vanguardias rusas: el del artista ingeniero, el del artista instalador, el del artista que diseña”.

Pero volvamos a una escena comunista que no reposa en la abstracción. El desacuerdo de Jacques Rancière (1996) nos permite explorar las paradojas de la política emancipatoria. Aquí encontramos un caso paradigmático que quizá ilumine nuestro presente y sus extravíos. La secuencia reza así:

En 1832 el revolucionario Aguste Blanqui era procesado. Al comparecer ante el presidente del tribunal, este le preguntó por su profesión: Blanqui respondió Proletario. Ante lo cual el Juez replicó de inmediato: esa no es una profesión. A lo cual Blanqui volvió a insistir: es la profesión de 30 millones de franceses que viven de su trabajo y que están privados de derechos políticos. Luego de transcurrido este episodio el Juez acepta que el escribano tome nota de esta nueva profesión”.

La enseñanza que hay en este episodio histórico nos permite escrutar la potencia del discurso político (fractural). Una primera forma de explorar tal cuestión nos lleva a interrogar el decisionismo que hay tras la persistencia de Blanqui, a saber, quien se erige en nombre del “universal todo”, funde la universalidad en un particular omnisciente. No se trata de un hiato que la representación pueda copar sin más, aquí las cosas van mucho más lejos. Pretender ser, la voz de los sin voz, involucra menos un derecho delegado que una voz que agota la presencia de un tercero en una identidad plena. Por ello, tras la ontología de este enunciado, se olvida la representación y tiene lugar una secuencia más bien solipsista. De otro modo, ¿por qué habría Blanqui -desprovisto de materialidad excluyente- de arrogarse el derecho a establecer los designios de una multitud innombrada? ¿Acaso es posible una representación popular y fronteriza bajo la ficción del teatro liberal?

Por lo tanto, cuando este conflicto tiene lugar se estrellan dos totalidades, la del Juez de mármol que persiste en preservar un “régimen de repartos” (estriados), y la de Blanqui, él subversivo-emancipador, que mediante su enunciado pretende establecer una nueva economía de las palabras. La radicalidad del Blanquismo salta a la vista cuando asesta un golpe a las cogniciones del orden. En principio, ambas contestaciones se niegan recíprocamente; lo que Blanqui quiere inscribir -agenciar- es lo que el Juez se rehúsa a escuchar. Sin embargo, la ficción de estas recursividades consiste en olvidar que sin otredad (el otro de Blanqui, el otro del juez) no es posible este doble movimiento de la crítica. De un lado, desorganizar el reparto de lo existente manufacturado por el orden hegemónico y, de otro, una crítica afirmativa-declamativa contra el orden visual.

La anécdota nos recuerda que la política es, también, un golpe a ciegas cuya impredicibilidad no puede ser reducida al cálculo -y menos ceder al deseo voluntarista, más sin tamaño comunidad excluida Blanquí cumple el acometido igualitario. La política, podemos agregar, se desenvuelve en medio de un “abismo afirmativo” (se afirma, se sostiene, echando por la borda todo contexto normativo). La apelación a un universal, metáfora del cortocircuito, es un acto político par excellence, en nombre de 30 millones de franceses. Una retórica afirmativa debe, necesariamente, la escena de su producción, debe padecer un extrañamiento temporal; ello significa que un particular se identifica con la totalidad cuando se adjudica la emancipación radical. De allí que este ejemplo ejemplar pueda ser concebido como una operación espectral de la política. Se afirma un nombre que una vez confrontado consagra una alteridad que desestabiliza el régimen de objetos y palabras. Sin embargo, y pese al “comunismo igualitario” de Blanqui, no podemos evadir el destino final de tal alteridad. Sospechamos que, en la insistencia de Blanqui, entran en juego dos formas fundamentales para comprender la teoría política moderna, a saber, lo político como eclosión que desbarata y rearticula una economía de signos -representaciones y repartos simbólicos- y la policía (que es una dominación porosa) en su acepción normativa como el establecimiento de rutinas institucionales y policiales echando mano del propio lenguaje de Rancière. En suma, el Leviathan nunca nos deja de mirar.

Conviene poner de relieve aquello que entra en circulación, a saber, un “nombre” (“proletariado”) que logra ser inscrito al interior del teatro social, en tal inscripción se ejerce la violencia hermenéutica tanto desde la perspectiva de quien da el nombre como de quien está en la escucha (obligada) del mismo y debe soportar el peso de una crítica que desactiva la economía organizacional del orden. Sin embargo, décadas más tarde, pese a la penetrante inclusión disruptiva, la noción abandonará su contenido subversivo -la institución fordista y el obrero masa- y quedará domiciliada en la empleabilidad del Estado del bienestar. Sin perjuicio de las “teorías del éxodo” (Negri, Deleuze) la política, comprendida como politicidad, campos de fuerzas, flujos, no podría escapar al momento de su oligarquización hegemónica.

Y así, la nueva voz comparecerá ante la categoría. En el futuro, la toma de palabra formará parte de un campo normativo. Quiérase o no, y sin desconocer el imaginario de la resistencia que entra en juego, dar el nombre, es habilitar al proletariado como una institución en la división del trabajo. Esto nos hace pensar que el destino trágico de toda política moderna consiste en sus efectos de normalización hegemónica: cabría repensar entonces cuando el “escribano” toma nota de la nueva profesión. Justo ahí, cuando el nombre deviene categoría ya no es posible cuestionar el momento de fuerza que hace posible su función disruptiva. De allí que la anotación del escribano sea menos el reconocimiento de la diferencia, de una guerra de posiciones, que la reducción del conflicto a un campo de visibilidad. Con todo en la integración de un nombre se altera radicalmente una “comunidad de sentidos”, aquí se desplegó la herejía de un nombre que vino a perturbar el orden hegemónico. Luego un sin fin de luchas sociales que están debidamente inscritos en el siglo XIX. Sin duda, reducir este evento a las tecnologías del reparto no significa que la sentencia de Blanqui -cosificación mediante- se exima a un cúmulo de efectos conceptuales e históricos.

Al menos fue impugnada la ficción excluyente de las leyes. Aunque no exista tal lozanía, está de escenas de escena, nos recuerda a Brecht, ¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?

Mauro Salazar J. Observatorio en Comunicación, Critica y Sociedad. Universidad de La Frontera.

Imagen principal: Peter McDonald, Make Sense, 2018

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