1. Un mito (μῦθος) es un relato, un cuento, una sucesión de las acciones que encadenadas formulan los hechos constitutivos de un pueblo. Relación de hechos, acciones reconocibles y atribuidas a algún personaje que encarna valores: un mito no es cualquier cuento, sino uno que tiene el poder mágico de hacer cosas con palabras.
Un pueblo es el efecto de un mito: no es una sustancia, como lo es un perro, un basto o una moneda, sino una experiencia común. Es una comunión, o al menos el movimiento por el cual se nos hace común una atmósfera. Que podamos ver lo que no puede ser visto nos activa como “comunes”, o bien como “compañeros”, los que comparten el pan.
Un mito de un pueblo descansa en su estilo: la forma de su relato, el orden de los gestos, el diagrama de las experiencias comunes. Por eso es que dos mitos pueden tener en común los mismos hechos, pero no una misma forma de relato: mientras unos creen que la muerte de Salvador Allende es un acto de la cobardía propia de los comunistas, otros creen que su sacrificio convoca la figura del salvador de los hombres, y aun otros creen que el suicidio es el último acto de un visionario estratega que evita su captura por los enemigos. El mismo hecho exige estilos narrativos diversos. En este sentido, un mito es la prueba irrefutable del último valor humano: el desacuerdo, esa distancia que nos permite por el mismo acto reconocer nuestra igualdad y nuestra diferencia.
El mito del pueblo, sin embargo, requiere de un teatro (θεατρον): un lugar donde las acciones puedan ser vistas, un espacio donde la representación de los hechos pueda exigir ser mirada. El teatro del mito, como lo diseñaron los griegos, necesita de una experiencia común: de un momento, aunque sea breve, en el cual la mirada múltiple sea común. Podríamos decir que las artes del espectáculo y la política tienen en común este deseo: hacer la experiencia común de los pueblos, es decir su comunión (κοινωνία).
2. El mito se basa en hechos que nos son comunes, relatos de acciones extraordinarias que reconocemos como propias: en su reconocimiento nos reconocemos. El desacuerdo sobre este reconocimiento, al que podemos nombrar “política” (Πολιτικά), se presenta en al menos dos dimensiones: bien, un desacuerdo sobre las formas del relato (el suicidio de Allende es la expresión política de la cobardía, o bien es la expresión máxima de heroísmo); o bien, un desacuerdo sobre el mito mismo (Allende no se suicidó, lo asesinaron). Una tercera dimensión del desacuerdo político resulta visible en Chile, a propósito de los 50 años del golpe de Estado financiado por Estados Unidos y ejecutado por las instituciones militares de consuno: ¿es el mito nuestra forma política? ¿Es posible la comunión sin mito? Para escribirlo de una manera más precisa en relación con el estado actual de las cosas: ¿es posible una transformación social sin la figura de Allende?
3. Nuestro mito es Salvador Allende. Su suicidio determina las estructuras de lo político: mientras el conservadurismo militar puede lavarse las manos y quedar impune del delito de regicidio alevoso, el izquierdismo escatológico encuentra el horizonte interrumpido que necesitaba antes de la llegada del Reino. Ambos están de acuerdo en sostener el mito suicida por utilidad.
En Allende. Autopsia de un crimen (Ceibo, 2023), Francisco Marín y Luis Ravanal, dejan en claro de manera suficiente que el del compañero presidente fue un homicidio. Testimonios relevantes complementados con estudios criminalísticos de avanzada, comprueban que no hubo suicidio. La verdad sobre la mesa. Una verdad que, fuera de Chile, siempre se supo: «¿Aún creen en el suicidio de Allende?», comentaba un político estadounidense a comienzos de los años 90. Y, aun con la verdad sobre la mesa, el peso de la verdad mítica es más fuerte: ¿por qué sigue creyéndose en el suicidio de Allende, contra toda evidencia científica? Una respuesta posible es que las verdades míticas anteceden a las meras verdades científicas. Para decirlo de otro modo: lo que el suicidio de Allende produjo fue una ontología propia.
Una ontología, una forma de ser en Chile: definió los límites de lo posible, encadenó la potencia de un pueblo. El golpe de estado quedó atado al suicidio de Allende, del mismo modo que -hasta ese punto del mito- quedó atada la dictadura y su terror al bombardeo de La Moneda. Hay una conjunción ontológica: existen de manera conjunta el fin de la Unidad Popular y el suicidio de Allende, como existen juntos los ataques de los Hawker Hunter y las torturas, desapariciones de personas, secuestros, asesinatos, violaciones, degollamientos, electrificaciones, encierros, ratones en la vagina, ahorcamientos con alambre y los programas de Sábado Gigante que articularon en todos los rincones la experiencia del terror.
Que el homicidio de Allende adquiera un peso similar al de su suicidio es un hecho que constata la quebradura ontológica de Chile: si a Allende lo mataron, entonces se hace divisible el mito; si a Allende lo mataron, entonces puede separarse su muerte de la de la Unidad Popular; y si a Allende lo mataron, entonces puede separarse la puesta en escena de los Hawker Hunter de la dictadura y el terrorismo estatal. Esta división ontológica es la que permite el aparecimiento impune de libros como el de Daniel Mansuy, Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular (Taurus, 2023). Tal libro es una prueba discursiva del recurso mítico de la política: la de Mansuy es una obra que en el nivel del relato forma una estructura, argumentando que Allende es el culpable del golpe, que el golpe era inevitable, que hay que separar el golpe de la dictadura y que no hay influencia de Estados Unidos. A nivel mítico, el libro cumple otra función, al mantener a Allende en lo más alto de nuestros hechos constitutivos, porque de ese modo que puede establecer las afinidades entre esa tragedia y su repetición: en el nivel mítico, es una forma de hacer sonar los sables, de amenazar con que el gobierno del presidente Gabriel Boric rima y si sigue el rumbo de la tragedia marxista, terminará igual. Muestra el mito con el fin de asustar a su pueblo devoto.
En este nivel, vale la pena la pregunta: ¿cómo se combate esta amenaza? Una manera es -ya lo decía Platón- combatir la enfermedad consigo misma: la teoría del fármaco, a nivel mítico, nos dice que debemos producir otro mito. U otra lectura del mito. Sin embargo, ante la pregunta rectora de este texto, vale la pena intentar otra estrategia, un experimento: ¿y si ya no es el mito nuestra forma política?
4. Contrarrestar el mito. ¿Qué comunión es posible sin un mito? En su novela Me dijo Miranda (Alquimia, 2013), Federico Galende mira desde lejos al policía Miranda, miembro de la Guardia Presidencial del compañero presidente. Con las distancias de un constante “me dijo Miranda…”, Galende articula la justicia que corresponde a aquello que no puede ser representado: Miranda le dijo lo que pasó, tomándose un café veinte o cuarenta años después. Miranda le dijo lo que pasó ese día, cómo se formaron antes de rendirse y cómo los patearon antes de llevarlos a Tacna. Miranda le dijo, pero lo importante no es lo que le dijo, sino cómo se lo dijo: se lo dijo como se lo diría a un compañero. En su forma de decir expresa una igualdad, que no es propia ni de amigos ni de hermanos, menos aún de parientes: es la igualdad de los comunes, de los compañeros, de esos cualquiera que comparten el mero hecho de empujar la historia en la misma dirección. La forma que expresa esa igualdad es, finalmente, una resta: no es necesario Salvador Allende para producir este relato, es una igualdad ante la ausencia de mito. El compañero presidente existe, pero ese es un cargo, una forma que expresa de manera institucional las prácticas comunes de un pueblo. El rostro de Allende es prescindible, tanto como su nombre, o sus anteojos rotos. Nada de eso es necesario para conformar un pueblo mínimo, ese que se da entre dos compañeros en la resta del mito.
5. La experiencia del compañerismo. En la segunda parte de su proyecto El fantasma portaliano, Rodrigo Karmy (Nuestra confianza en nosotros. La Unidad Popular y la herencia de lo por venir. UFRO, 2023) pone en escena dos mitos que, en su tensión, configuran un pueblo: Salvador Allende, como expresión de la infinita potencia de un pueblo; Diego Portales, como forma económica del orden finito.
¿Por qué hay una estatua de Portales en la plaza de la Constitución, una plaza llena de monumentos dedicados a los presidentes de Chile? ¿Por qué el triministro está al centro de todos? Porque Chile -afirma Karmy- no es una república, sino una economía. En una economía el soberano es quien gobierna sobre los cuerpos y lo que producen, la manera en que viven y mueren, pero por sobre todo el soberano es el que decide sobre lo que el pueblo puede. La Unidad Popular fue la expresión de una potencia infinita, de un poder que no lo puede todo, pero que puede lo imposible: terminar en 275 días un edificio que recibiera la conferencia UNCTAD III, al mismo tiempo que fuese la obra de arte más compleja de su tiempo. Tarea imposible para un gobierno, pero posible para un pueblo.
Lo que hace Karmy es subordinar el mito ante una experiencia común: “Allende” no es más que una forma de relacionarnos, de hacernos comunes. Allende no es un presidente, sino una operación ontológica: consigue la presidencia para rebajarse, para estar a la altura del pueblo, para hacerse menor. Deja de ser el primero entre todos para convertirse en un compañero. Escribe Karmy:
«Allende es el compañero presidente: la interpelación hace estallar la relación jerárquica, la maquinaria deviene excedida por una impoliticidad que la trastorna internamente y que, como buena indiada, atraviesa sus fronteras marcadas con la violencia del sello oligárquico. “Nosotros” designará, pues, una vida expresiva o, si se quiere, una experiencia común, antes que una comunidad, la habitabilidad de una potencia antes que la apropiación territorial característica de la forma soberana» (p. 173).
Allende es la forma de una destrucción positiva, de una destrucción que hace arte con las ruinas que deja. No es el nombre de la comunidad, sino de la comunión, de la experiencia común: del momento en que los ojos miran lo mismo.
Algo que también vio Raúl Ruiz en una de sus obras menores, menor entre menores: Ahora te vamos a llamar hermano (1972), donde pone el gran discurso de Allende que reconoce la relación entre el Estado de Chile y las pequeñas comunidades mapuche. Allende no es el mito, sino la interrupción del mito del pueblo: la interrupción de esas jerarquías que regulan la imaginación. Es la perdición de la fantasía hollywoodense de Eisenstein y el cine soviético, el fin del pueblo unido que que clama por su propia nostalgia.
6. La parodia del mito. En su obra María Isabel, Ana Luz Ormazábal (directora) y Juan Pablo Troncoso (dramaturgo) ponen en escena un mito: el MIR, movimiento de resistencia que se decide por la lucha armada contra el dictador. El MIR, mito de revolución y valentía, liderado por Miguel Enríquez, el hombre al que Allende en sus últimos momentos le dijo que hiciera todo lo que pudiera. El MIR, mito de la revolución, se erige sobre la figura del hombre libre… Pero no de la mujer libre, grita de fondo María Isabel Matamala, mujer del MIR, que en su reclusión en sitios de tortura durante la dictadura escribió un manifiesto afirmando la igualdad entre hombres y mujeres, basada en la necesidad de una revolución no sólo a nivel económico-político, sino sobre todo a nivel cultural. María Isabel grita, como Antígona, contra el mito del patriarca revolucionario, mismo patriarca que hará desaparecer su manifiesto, escrito sobre telas en un campo de concentración.
La parodia sólo puede ser realizada por quien expresa compromisos fuertes con el objeto parodiado. De algún modo, toda parodia es parodia de una misma. ¿Qué hace que una crítica al mito revolucionario no sea una acción reaccionaria, conservadora, contrarrevolucionaria? Es la parodia la que legitima la voz de la crítica: lo que no entendieron los revolucionarios cuando llevaron al cadalso a Olympe de Gouges por publicar la Déclaration de droits de la femme et de la citoyenne. Es María Isabel la que puede explicar cómo se veía el mundo en esa época y burlarse. Sin denunciar, es la que puede reírse de la risa de su torturador. Sin mitificar es la que puede llevar un nombre, o ponerse otro, o ser interpretada por múltiples rostros que finalmente son los de cualquiera, los del compañerismo. Hacer parodia del mito, sin producir otro. Ella no es un mito, a lo sumo un afiche colgado en el GAM, ex edificio Diego Portales, ex UNCTAD III.
7. Una política sin mito es una política de las formas, cuya regla básica es no usar las armas del enemigo, sino la imaginación propia de los pueblos: esa telepatía intelectiva, ese entusiasmo contagioso, esa inventiva inesperada que desactiva la comparación con el que dice ser nuestro enemigo.
Porque, ¿cuántos de ustedes no serían felices torturando a los torturadores? ¿Cuántos de nosotros estaríamos orgullosos por negarle el saludo a quien nos mandó a matar?
En su Derecho penal y terrorismo de Estado. Problemas de justicia transicional a 50 años del golpe de Estado (Roneo, 2023), Juan Pablo Mañalich retoma un problema que ya había formulado antes: ¿por qué no olvidar los crímenes contra la humanidad cometidos por la dictadura? ¿Por qué no es la amnistía, como expresión de la gracia, la figura política con la que se declara la incapacidad del sistema jurídico de castigar un crimen infinito como lo es el de masacrar? La amnistía, como olvido institucionalizado de un crimen, es posible cuando las partes combaten en pie de igualdad por instituir de una forma a la comunidad. Ese es el caso de una guerra civil, pero no el caso de la masacre golpista. La desigualdad propia del terrorismo que inicia con el golpe impide esta operación: en un sentido negativo, la imposibilidad del perdón y el olvido nos muestran la imposible igualdad con aquellos que destruyeron la posibilidad de lo común. La lucha, por tanto, no puede ser con sus formas, con su estilo, con sus armas. La lucha no puede ser y nunca ha sido en los mismos términos.
Comparar a Ájax con Ulises es algo injusto.
8. ¿Quién no se sentiría feliz de torturar a aquel que torturó a su amante? El deseo de ocupar las formas de quien dice ser nuestro enemigo es la negación de nuestra potencia, de nuestra imaginación, de nuestra astucia. Es negarse la inteligencia de disputar el desacuerdo en las formas y ya no en el mito.
La nostalgia por el pueblo unido es una forma de negación de la potencia de los pueblos. Una política sin mito exige imaginar los gestos imposibles de un pueblo que sólo aparece ante nuestros ojos en el momento frágil de la comunión.