El niño ha crecido. Sus padres lo notan y se enorgullecen. Creen que ha dejado de ser niño: el niño ya es un adolescente, se dicen a escondidas. Progresando de un estadio a otro, la biología y la psicología del niño parecen ser conducidas a puerto seguro, como llevadas por una mano amiga. “Esto sucede al igual que la historia de la especie humana”, le dice su padre mientras contemplan las estrellas. “Esto ocurre naturalmente, tal cual se desarrolla un embrión al interior de un vientre”, le dice su madre durante el desayuno dominical que antecede a la misa. Contra esta ley nada se puede hacer; y eso le hace sentir que el mundo, que los dinosaurios y los abismos marinos, es decir, que la totalidad del universo, con sus colores y pavores aún no registrados, resultaría tan familiar como le resulta su propio hogar un naciente domingo tras haber soñado con el cielo estrellado.
Contra esta ley carente revelación y de acontecimiento, contra esta ley de continuidades y evidencias, empero, la adolescencia es capaz de rebelarse.
El día de su cumpleaños, el adolescente decidió darse un regalo: suprimir de su vocabulario la palabra “realidad”. Un gesto fiel a la fantasía del lenguaje.
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Con todo, y dentro de ciertos márgenes, la voz del adolescente ha sido habilitada para deslizarse sobre la superficie de algunos ámbitos: se le brinda un arsenal de palabras con tal que elija cómo combinarlas; se le brindan materiales para decorar su habitación y desarrolle su lenguaje estético; se le trae a la vida para que decida cómo no habrá de morir ni de matar, cómo habrá de ser digno del hombre de bien, del hombre ejemplar, a la altura del ejemplo de hombre que yace destinado a encarnar. Obviamente la relativa libertad que los padres les han otorgado al adolescente se encuentra lejos de representar un valor por sí mismo, pues ¿qué clase de padre, qué tipo de racionalidad podría ver un bien en el hecho de que su hijo permanezca en un estadio cuya cualidad principal consta de adolecer? Más bien, la voz que se escucha del adolescente sólo cobra valor en función no de sí misma, sino de la forma que pueda llegar a adoptar en la adultez: la voz transparente y autónoma, la voz soberana y consciente, aquella que ha aprendido las lecciones necesarias para que la voluntad gobierne el dominio racional que todo hombre ha de ostentar sobre sí. En suma, bajo el prisma de tal pedagogía de la domesticación, la del adolescente será una voz en trance por hallarse en tránsito: dado que avanza progresivamente hacia la autonomía (por ir en tránsito a ésta), se le han de perdonar sus delirantes desviaciones (sus trances), las cuales sólo cobrarán real importancia dependiendo cuán tan intensas se presenten en la adultez. En una palabra, la voz de adolescente se escuchará a deshora y en calidad de desajuste: de ser leída con interés, lo hará en cuanto profecía de un trauma.
Pero seamos positivos. Como parte de su nueva vida, el adolescente tiene voz. Una voz interpretable, mediada, es cierto, pero voz al fin y al cabo. En efecto, no se trata de una voz unívoca ni imperativa, sino de una que aún requiere ser traducida por el saber adulto y, sin embargo, sólo posible de ser puesta en tránsito a partir de un gesto más íntimo que cualquier depósito de saberes. En ella residirá un mensaje incógnito, cuyo sentido si bien no le pertenecería a quien lo ha de emitir, sí se exhibiría gracias a un acto, a un ademán gestualizado por tal emisor: en última instancia, se trataría de la potencia de la vida que da a interpretar, de la fuerza afectiva que, al mismo tiempo que afectada, es posible de afectar (y trastocar) a la matriz de interpretación dominante. El modo de darse de tal gesto ha de irrumpir desde los las brasas más profundas de un cuerpo en llamas: el abandono de la vida prefigurado en el abandono con que lo ha herido su amante; el extrañamiento frente al espejo al contemplar el asombro de la existencia desdibujándole el rostro; el incomprensible vértigo que siente al saber que el universo gira en torno a una innecesaria infinitud de ejes imaginarios.
Si desde la perspectiva del saber de los padres y adultos los gestos de los adolescentes son leídos a partir de una hermenéutica de la frustración signada por un querer y no poder, desde otro ángulo habremos de afirmar que una vida capaz de atarse y desatarse a los cuerpos adolescentes, así como de expresar la sed de asombro sobre el espejismo de sus iris, nos regala la ocasión para pensar la indistinción e irrelevancia del binomio querer-poder. He ahí donde la adolescencia -en la performance desdoblada de la vida- escupe contra el rostro cansado del viejo orden la inoperosa excedencia de toda imaginación: la imaginación productiva y sin producto, rebosante de sí misma, feliz en su acto de proliferar y, como si se tratase de un gesto mágico, de ser devenir (y no de buscar devenir ser, esto es, no concebida como potencia dependiente de su consumación en cuanto acto). Para decirlo de una vez: una insolencia adolescente.
Tal insolencia y rebelión frente al “deber ser” atestigua algo mucho más relevante en la mantención de su registro menor. Se trata de la dicha del devenir acunada en el gesto de imaginar lx otrx (de lo ya) imaginado. En cada escupitajo e insulto, en cada modo alzamiento sobre la homogénea planicie de la diagramación de lo real, es palpable el placer de fantasear con otra historia universal, con otro posible modo de convivencia y forma-de-vida enraizada a lo informe: la voz, el eco de la bestia. Tal vez ésa sea la voz, el llamado de lo intempestivo que, aún sin obligarnos a dar la palabra y sin conminarnos a la tarea de petrificar el significado de cada una de éstas, desencadene la imaginación de una adolescencia que no adolece de imaginar lx otrx en relación con la hipertrofia realista, con los designios dictatoriales de la realidad realizada.
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Abolir la realidad. Ello implica más -y también menos- que un relativismo moral; más y menos que un escepticismo epistémico. No se trata del acoso o del castigo por no adecuarse a las ideas de Bien o de Verdad, como si fueran esencias que, gracias a la seriedad del arte de los adultos y filósofos, han de llover de los cielos en forma de fábulas para adolescentes. Pero tranquilos. Si la palabra “realidad” quedara abolida no nos habríamos de entregar a la fantasía ni tampoco nos hallaríamos asediados por el caos. Más bien, la subjetividad encontraría su verdadera potencia, su excentricidad derogatoria de sí, dejando de considerar sus límites (principalmente el tiempo y el espacio, tal cual Kant los concibe en su estética trascendental) en cuanto limitaciones, para, en su lugar, considerarlos como posibles modos-de-ser entre muchos otros. Modos-de-ser, dis-posiciones, movimientos, redefiniciones a la manera de cuerdas que adoptan distintas figuras sin mayor necesidad que la experiencia de habitar. En la contingencia de ese paso a paso hacia ningún lado, los límites ya no son concebidos bajo la noción determinante, definitoria y cerrada de la figura-forma (fenómeno captable por el Eidos platónico; compuesto hylemórfico adecuable al Nous aristotélico), sino de la figura-cuerda, la cual se halla siempre abierta a adoptar otra postura, a una multiplicidad de aspectos posibles, desde estrangularse a devenir punto, desde explotar de barroquismo a jugar a la linealidad de los ángulos rectos.
Nietzsche ya lo imaginó: “Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado? ¿Acaso el aparente?… ¡No! ¡Al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!” (Nietzsche, 1972, p.52). Entonces, si aquella abolición de la realidad llegara a acontecer habríamos de vivir, por fin o sin (atormentarnos por el) fin, el polimorfismo de la vida multiplicada sobre la incalificable e incalculable piel de este mismo mundo otro.
Referencias
– Kant, I. (2005): Crítica de la razón pura. Traducción de Pedro Ribas. Editorial Taurus: Barcelona.
– Nietzsche, F. (1973): Crepúsculos de los ídolos. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Alianza Editorial: Madrid.
Imagen principal: Ferdinand Keller, Young Hunter, 1881.