Geopolítica
La noche del 14 de Abril, la República Islámica de Irán dirigió un ataque, directo y limitado, contra objetivos militares del Estado de Israel. Dicha acción fue ejecutada como represalia al atentado que, el 1 de abril, la entidad sionista había efectuado contra el consulado iraní en Damasco, cuyo resultado arrojó el asesinato de 13 personas. Este último hecho perpetrado por Israel, e independientemente de una serie de asesinatos selectivos, principalmente enfocados en militares ligados a los Guardianes de la Revolución, así como contra científicos iraníes vinculados al programa de desarrollo de energía nuclear del país persa, pareciera constituir, al menos en primera instancia, razón suficiente para que Irán haya materializado su represalia. Así, lejos de la narrativa mediática que le confiere motivaciones religiosas, el contraataque iraní debe ser entendido, a primera vista, como una respuesta ante este hecho puntual. Por lo mismo, tal respuesta ya había sido anunciada públicamente en conferencia de Ebrain Raisi, presidente de Irán, lo cual determinó el nombre de la operación: Promesa Verdadera.
A propio juicio de Irán, el motivo de su represalia viene a sancionar la violación de las mínimas condiciones civilizatorias, dictadas por la humanidad a sí misma y plasmadas en el Derecho Internacional, cuyo sentido consisiría en salvaguardar la soberanía de las entidades diplomáticas y la inmunidad de un personal destinado a favorecer el diálogo entre las naciones. Sin embargo, esta violación a los criterios que rigen el ámbito de la diplomacia, en cuanto mínimos civilizatorios, se insertan dentro de un contexto de acelerado declive de la arquitectura que diagrama al sistema internacional en su conjunto institucional, esto es, en un contexto de decadencia del sistema de la ONU con sus diversas entidades, agencias e instancias destinadas a velar por su cumplimiento.
Así, existe un conjunto de antecedentes que, en los últimos años, han marcado esta erosión sistémica. La revelación de una diversidad de documentos y conversaciones diplomáticas vinculadas con casos de desinformación, complot y encubrimiento de torturas, dispuestos a la esfera pública por Julian Assange a través de WikiLeaks, así como, posteriormente por Snowden y Panama Papers; el asesinato del periodista saudí Jamal Kashoggi, opositor a la monarquía, llevado a cabo en el Consulado de Arabia Saudita en Estambul el año 2018; la tibieza en las declaraciones de los organismos internacionales, como la OEA, a la hora de restarle gravedad al reciente asalto de la policía militar ecuatoriana contra la Embajada de México en Quito; son elementos que se adicionan al ataque que perpetró Israel contra la embajada iraní en Damasco, del cual el Consejo de Seguridad de la ONU no pudo emitir una resolución condenatoria principalmente debido a la protección que tres (EEUU, Inglaterra y Francia) de los cinco miembros permanentes del organismo otorgan al Estado de Israel gracias a su capacidad de veto. Pero ello no sólo nos habla del deterioro del aparato diplomático. Más bien, exponen la crisis de un liberalismo burgués carcomido por el neoliberalismo económico, y cuyo destino, cada vez con mayor depredación, control y abstracción de la vida, avanza hacia la consumación de su núcleo onto-teleológico: se constitutiva deriva neofascista.
Ahora bien, tal deterioro de la arquitectura internacional, por cierto, no hace más que exponer el carácter eminentemente arquitectónico de la misma. Como si se tratase de un plano abstracto cuyo rol sería guiar y diseñar la construcción de una comunidad internacional jamás edificada, las buenas intenciones que se manifiestan en los documentos oficiales de la ONU se tornan ya no sólo inútiles, sino todo lo contrario: útiles para reforzar el ámbito simbólico del poder y, así, favorecer la impunidad de los estados agresores y de las corporaciones e industrias que les han fagocitado. La manipulación mediática que realizan las grandes agencias de comunicación, los dispositivos algorítmicos y la subjetividad neoliberal de corte individualista y privatizadora, contribuyen a la buena recepción pública de discursos enarbolados en nombre de principio securitarios, democráticos o civilizatorios que emiten las grandes potencias, y cuya utilización excepcionalista cumple la función de otorgarle visos de legitimidad a las acciones imperiales, incluso aunque estén en contra de la legalidad internacional (ejemplo paradigmático de este fenómeno fue la ilegalidad de la invasión de Irak, en 2003, ejercida unilateralmente por EEUU, con el apoyo de España e Inglaterra, y sin contar con la venia del Consejo de Seguridad de la ONU).
Asimismo, el declive de la arquitectura internacional -lo cual, como ya insinuamos, no es más que la desoladora exposición de aquella farsa que, sin nunca reconocerlo, siempre fue y aparentó ser el orden legal internacional- se da en una época donde coincide con el avance de gobiernos y movimientos neofascistas a escala mundial. La oleada neofascista, afincada en una deriva autoritaria del neoliberalismo extractivista y algorítmico, ha intensificado los dispositivos de control propios de la gubernamentalidad planetaria, así como la acumulación de capital gracias a una agudización de los mecanismos de explotación y autoexplotación de los seres humanos y de la devastación de una multiplicidad de dinámicas que han degradado los ritmos vitales de la naturaleza.
Sin embargo, nada de aquello que se presente en el escenario geopolítico porta la semilla de una real transformación del mundo. En este contexto epocal, la disciplina geopolítica apenas constituye un prisma de evaluación, casi siempre parcial y reducido, producido por la relevancia central que la cientificidad social moderna otorga a la categoría de Estado-Nación. Poco de las tensiones y contradicciones de clase, de los sufrimientos y placeres en torno al cuerpo, de la abismal desconstrucción de los géneros y fluidez de las identidades; poco, muy poco, de las formas-de-vida que conforman y deforman culturas, de las angustias, ocurrencias y sentires que tejen el día a día, que sacuden, riman y ritman las dinámicas de resistencia y sublevación de los pueblos, queda expuesto en la geopolítica. Y nunca podremos recibir al porvenir si no cuidamos, desde este presente mismo, la fisura que resquebraja el horizonte del progreso y, en ese mismo acto de cuidado, le abre lugar a la esperanza.
Dicho en términos lógicos: si bien la dimensión geopolítica es “necesaria” para realizar un análisis de las relaciones de poder que desgarran la tierra de los pueblos (convirtiéndola en la representación de un globo territorial que hospeda poblaciones), no puede ser en ningún caso una razón “suficiente”.
En efecto, de una manera paralela, y al contrario de como suele entenderse el cauteloso discurso geopolítico emitido por el Estado de Irán (que, en esta ocasión, ha minimizado su solidaridad con Palestina), su operación Verdadera Promesa nunca encontraría un simple motivo unicausal en la reacción frente al bombardeo a su embajada de Damasco perpetrado por Israel. Tal hecho, por cierto, es relevante, incluso necesario, pero no puede ser entendido en calidad de una razón suficiente. De lo contrario, sólo extenderíamos el colonialismo epistemológico moderno -algo de lo cual la disciplina geopolítica peca demasiado- consistente en interpretar el mundo fisicalistamente: a partir de una serie encadenada de acciones y reacciones, de causas y efectos.
Pero hay algo que, fuera de la geopolítica, la mueve. Es algo, un enigma que, en su forma menor y silenciosa, alejada de estridencias, excede con creces a la mirada omnicomprensiva y totalizante del desarrollo geopolítico: se trata de la vida, con toda su carga de deseos y frustraciones, con sus complejidades y derrotas, con sus intentos de ser capturada y sometida a rendimiento, con sus placeres, dolores y, sobre todo, con sus resistencia y violenta dignidad. En una palabra, aquello que mueve a la geopolítica, desde fuera, desde debajo de ella, es la potencia de una imaginación en irreductible resistencia a sus captores; es el espesor y rugosidad, el sentido de experiencia de un mundo que, reflejándose en un grano de arena, desborda el mapa y, en su encandilado terror, entra en asombro de su (im)propio extrañamiento. Como si el tablero de la geopolítica estuviera ahí sólo para ser destituido por medio de un agujero negro que lo asedia.
Extrañamiento
Entonces, ¿qué podría ser aquello que, en medio de la homogeneidad constitutiva de la disciplina geopolítica, de esa reducción representacional donde el mundo se muestra como planisferio o globo terráqueo y en la que los países yacen determinados y dividido por fronteras aparentemente más reales que imaginarias, qué podría -digo- ser aquello capaz de i(nte)rrumpir, a la manera de un contraste accidental, de un signo imprevisto, de un parpadeo angustiante o rabioso, la representación global de la globalidad?
Hoy, a casi 200 días del genocidio que Israel perpetra en Gaza, a 76 años de la fundación de la empresa colonial y supremacista (en su doble acepción: económica y voluntarista, es decir, eminentemente colonial y supremacista) llamada Estado de Israel, y a más de 100 años del inicio de la creciente presencia de grupos paramilitares dispuestos por el sionismo, con la complicidad de la Corona Británica, en la Palestina histórica, hoy, ¿podremos ser capaces de extrañarnos porque Palestina no figure en el mapa, porque Al Quds lleve el nombre de una Jerusalem que, en contra de la legalidad internacional (una vez más) ya muchos postulan para constituirse en capital de Israel? Y, de ser posible extrañarnos todavía, pese a la reiteración, al cansancio y al desgaste, pese a habernos extrañado tanto y tan en vano, ¿podrá servir de algo? Si la ONU y la geopolítica, si las palabras y los símbolos, si el valioso apoyo de Irán a Hamas en medio de la ausencia dejada por un panarabismo ya fenecido, si las oraciones elevadas al Altísimo y la belleza expresada y, al mismo tiempo, inexpresable donde anida la luna del Profeta, si el pan desmigado entre los olivos, si los ríos de sangre y amistad en su inagotable vertiente, si el mar de amores al que más temprano que tarde suben a habitar los mártires, si el brío de las luchas y, sobre todo, la melancólica cadencia de las derrotas, si nada de eso, si nada de todo eso y más ha servido de nada nunca, entonces, ¿por qué extrañarnos? Para extrañarnos. Y ¿para qué extrañarnos?
El fundamento del por qué, en este caso, coincide con el sentido que abre el para qué: nos extrañamos para que la existencia haya de ser transfigurada en cada respiro de la imaginación. Sólo así, activando una erótica del pensamiento en sintonía táctil con la imaginación, hemos de mantener abierta la posibilidad de liberar el relámpago de un mundo otro entre las ruidosas ruinas de este mundo. Cada vez que acaece tal relámpago, ya sea en la alternancia entre sonrisas y llantos de los niño que dignifican la vida en Gaza, bajo las manos que amasan un pan negro en Sudán, al interior de un aún inexplorado Río Congo, donde las bestias desconocen el bien y el mal (el supremacismo del bien frente al mal), entre los bosques del Wallmapu, donde las machis se agitan para acunar lo incurable; en fin, cada vez que acontece lo hermoso, la poética de la vida nos regala la capacidad de extrañarnos de nosotros mismos, permitiendo que lo extranjero, ese mundo otro de este mundo, reafirme la existencia. Ése parece ser el por qué, el fundamento, capaz de coincidir con el para qué, el sentido, de las formas-de-vida: un vivir que se basta a sí mismo en la diferencia de su (im)propio extrañamiento y acogida.
Así, más que instaurar una nueva correlación de fuerzas dentro del ajedrez geopolítico, la intempestividad de la lucha se caracteterizaría por la potencia de sacudir la tectónica donde reposa la representación del mundo como globo y de la tierra como territorio. En ese sentido, la violencia de las experiencias de resistencia nada tiene que ver con las necrófilas retóricas del terrorismo.
Abstracción y agujero negro
Volvamos a la contingencia. El contrataque efectuado por Irán, como se sabe, tuvo objetivos militares y no generó la pérdida de ninguna vida humana. Desde un comienzo, y no por obra de la acción de las virtudes defensivas del ejército de Israel y de sus aliados en la zona (EEUU, Inglaterra, Francia y Jordania), como lo ha intentado presentar la prensa internacional, la operación iraní Promesa Verdadera poseía un fin simbólico y, por así decirlo, psicológico: mostrar la vulnerabilidad de la cúpula de hierro israelí y, por ende, inocular el temor en una sociedad de colonos donde las lógicas y dispositivos securitarios representan un valor máximo.
En efecto, a través de los medios hemos apreciado imágenes que muestra a ciudadanos israelíes refugiándose en búnker tras el sonido de las alarmas, así como las aglomeraciones en los aeropuertos tan solo unas horas después de la respuesta iraní. Esto, por cierto, nos indica el carácter profundamente paranoide de una sociedad de colonos erigida, en última instancia, a partir de la suma negociada de intereses individuales. Porque el sionismo, al extraer y usufructuar de la tierra y la vida del pueblo palestino, no puede sino expresar lo más esencial a su núcleo constitutivo: la ambición colonial que, sometiendo la vida a los parámetros de la gestión y del poder, sólo logra extraer de aquella su más precario sucedáneo, es decir, el mero deseo de insaciable apetencia por la sobrevivencia como valor principal. Y he ahí que la captura e instrumentalización ideológica que el sionismo hace del judaísmo venga a dotar de sentido metafísico a aquella pulsión colonial: la mera sobrevivencia hobbesiana a la muerte violenta, expresada en la utilización de gubernamentalidad cibernética y del capital planetario, necesita de un discurso mesiánico, supremacista y excepcionalista, en este cao afincado en las exigencias de un Dios inescrutable, de un Dios-Ley, para llevar a cabo su obra. La ambición de fundar ese Gran Israel que jamás existió, con toda la imperdonable devastación que la concreción de tal empresa colonial ha conllevado, sólo puede fundarse en un principio infundado: la incuestionable certeza que brinda la fe en un Dios que exige aplacar su sed con sangre y muerte. Un Dios-Ley, cuya Tierra Prometida a un Pueblo Elegido, asegura la seguridad de su sobrevivencia.
Dado esto, las consecuencias psicológicas sobre la ciudadanía de Israel que se desprenden de la operación iraní cuenta con alcances disusivos específicos y maximizadores, justamente, por dirigirse contra un país proclive al alarmismo y paranoia social.
A su vez, la táctica iraní consistente en atacar solamente objetivos militares se inserta dentro de una estrategia mayor, de corte antibelicista (pero para nada ingenuamente pacifista), y cuya virtud se expresa en, al menos, la lectura de dos En efecto, por un lado, se mantiene dentro de la sensación predominante entre los pueblos del mundo, los cuales durante este último tiempo han evidenciado por redes sociales las asimétricas e ilegítimas relaciones de poder entre una entidad artificial, colonial y opresora, como lo es Israel, y un pueblo que, pese a su sufrimiento, lucha por su dignidad desde y contra la opresión. Si bien, la solidaridad con Palestina aún parece moverse en el plano de las causas humanitarias, el creciente acceso a la dimensión histórica ha permitido, poco a poco, su resignificación en clave política.
Por otro lado, en medio de un efervescente clima internacional, que no conviene del todo a las proyecciones económicas de las grandes potencias atlantistas ni euroasíaticas -quienes precisan de relativa estabilidad-, la sutileza de la operación iraní ha mostrado cautela de no ascender en la escalada bélica, cerrando este capítulo de ataque directos y desplazando la responsabilidad de una posible próxima agresión a una decisión activa, es decir, propiamente agresiva, de las potencias occidentales que asisten a Israel. La lectura hecha por la cancillería persa -con más de mil años de tradición diplomática- parece altamente lúcida; por cierto, consiste en llevar a cabo un acto simbólico-militar en su justa medida. En efecto, a través de un análisis interpretativo de la situación y de una consecuente táctica puntual expresada en su operación, ha podido marcar presencia, hacerse respetar y sacar frutos dentro de la complejidad y estrecho margen de las condiciones dadas y, al mismo tiempo, mantenerse fiel a su estrategia de largo aliento: la des-sionización de Palestina, es decir, la derogación de Israel en cuanto Estado.
En suma, resulta poco probable que la confrontación directa entre Israel e Irán pueda detonar. Sin embargo, a la luz de la geopolítica, los ataques seguirán desarrollándose en Palestina, tanto con la prosecución del genocidio que Israel ejecuta en Gaza, como con la intensificación del apartheid en Cisjordania. Bajo tal prisma, la causa Palestina tan sólo figura como un campo de mediación, si bien más significativo que otros, de los grandes intereses económicos y políticos en juego a nivel regional y mundial.
Es este horizonte homogéneo y marcadamente abstracto que constituye a la geopolítica, aquel que, de cuando en vez, ha de ser amenazado por la enigmática fuerza de un agujero negro. Agujero negro que, pese a su apariencia accidental, a su negritud teñida de negatividad, es capaz, por su propia persistencia, tanto de horadar la continuidad del planisferio geopolítico como de mantener abierta la esperanza en un mundo otro dentro de este mundo. En ese punto irreductible, en esa tachadura de una Palestina que busca ser borrada del mapa por la diagramación representacional de la ciencia política, su ausencia encuentra la oposición de los pueblos. Indignados en su dignidad, a veces adormecidos e incluso sin llegar a saberlo, los pueblos del mundo esperan la asonada de un relámpago para salir a ondear la bandera de la causa palestina, causa donde ven reflejada su existencia. En la ausencia de Palestina del mapa, en la misma abstracción entitativa de su cuerpo, la ciencia política y la disciplina geopolítica, tan afines unas con otras, pierden su cientificidad, cediendo parte del terreno conquistado al irreductible enigma de la imaginación con que los pueblos, abrazados a un sentir y pensar en común, resisten al neofascismo del capital. Por sobre cualquier reducción cartográfica o economicista, el agujero negro es invisible y viene desde fuera del planisferio, desde debajo de donde éste se ha extendido, en la impureza astillada de esa mesa producida por el sudor de los pueblos, y donde se entrama y se rebela la porosidad de un mundo que aún no ha dejado de respirar. El agujero es un relámpago inconjurable y siempre a un paso de ocurrir. Sólo en medio de tal relámpago puede emerger -aunque nada lo garantice- la sublevación. Y para mantener encendida alguna llama que nos permita reconocer el advenimiento del relámpago, no debemos renunciar a la experiencia del extrañamiento: en la misma abstracción del mundo, en su conversión en globo, ya hay algo que nos ha vuelto extraños. Extrañarnos significa pensar tal extrañeza.
Niña beduina
Según han titulado algunos medios internacionales, la única víctima de la operación iraní ha sido una niña perteneciente a una comunidad beduina del sur de Israel, en el desierto del Néguev, quien hasta el día de hoy permanece grave un hospital. De acuerdo con lo informado por fuentes israelíes, la causa de sus heridas se debió a las ráfagas de metrallas abiertas (¿por quienes?) a la hora de buscar derribar misiles y drones iraníes. La noticia fue difundida prontamente a través de las grandes agencias mediáticas, pero, tras unos días, perdió relevancia.
¿Cómo interpretar este hecho? ¿Qué puede significar, o más bien simbolizar, que una niña beduina de nacionalidad israelí, haya sido la única víctima de un ataque dirigido contra instalaciones militares? Y además, ¿qué puede darnos a pensar su manera de resultar lesionada por metrallas (¿israelíes?) y que su historia, tan rápidamente, se haya desvanecidos de la pauta de los grandes medios? ¿Acaso el cálculo emprendido por la racionalidad instrumental inherente al sionismo y a la agenda mediática occidental, acostumbrados a posicionar a Israel bajo la falsa aura de víctima absoluta, verían algo altamente contraproducente en el uso de la imagen de la niña beduina, sobre todo considerando los 14 mil niños asesinados en el genocidio contra Gaza? Y, así y todo, ¿podríamos decir que esa niña beduina de nacionalidad israelí es realmente una ciudadana israelí, o que su familia lo es, tal como sí lo son los colonos de Tel Aviv o aquellos que proliferan en la Cisjordania ocupada? Por otra parte, ¿acaso la violencia sufrida por esa niña, por ese ángel, no nos debe empujar a condenar irrestrictamente la acción iraní?
Entonces, mientras pensamos en eso, respiramos y soltamos la rabia para poder cobijar la tristeza. Entonces nos calmamos y, en verdad, pensamos: ¿Acaso esa violencia, ese sufrimiento que, según las noticias, mantiene a la niña beduina en estado grave en la sala de un hospital israelí, no remite a la dimensión de todo aquello que no pudo estar previsto en ninguna parte, a aquel relámpago que, escapando de la geopolítica, abre en nuestro pecho una fuerza que nos extraña, un enigma incómodo y a la vez crecientemente lúcido, un fuego que nos atempera para arrojarnos a la aventura de pensar la violencia? Tal extrañamiento constituye el primer afecto que necesitamos para pensar no sólo las posibilidades de la violencia, casi siempre enclaustrada en una cadena de medios y fines, sino una filosofía de la violencia, tan urgente para estos tiempos de violento humanismo y humanitarismo.
En ese sentido, destacar a priori que la operación Verdadera Promesa ejecutada por Irán no dejó como efecto a ninguna víctima fatal, al contrario no sólo de las 13 del consulado iraní en Damasco, sino de las casi 40 mil que ha asesinado Israel en su genocidio de Gaza, corre el riesgo de difundir un malentendido: el que da entender que la no-violencia contra la población civil es un imperativo intransable. No: lo que se necesita es pensar la violencia, sus gradualidades, sus formas y funciones; la violencia que, en última instancia, ha hecho que los colonos sionistas sean reconocidos internacionalmente como población civil. La condena a priori de toda violencia contra la población civil, en realidad, descansa en la lógica liberal de los derechos humanos, la cual está concebida a partir de un procedimiento de abstracción, generalmente sostenido en la dignitas burguesa de la persona, y omisión idealista de las relaciones de poder imperantes en los contextos materiales. Pero, más importante que eso, dicha condena a la violencia contra la población civil busca conjurar el acto mismo de poner en entredicho el concepto de “población civil”, así como la violencia constitutiva que porta todo proyecto civilizatorio. La violencia, por cierto, ya está presupuesta de facto, y en alto grado, la gestación y uso del concepto población civil.
Tal vez, por lo mismo, lo relevante de este accidente relativo a la gravedad de la niña beduina, sea justamente que excede cualquier categorización sujeta a derechos. En una palabra: simboliza un agujero negro que escapa al orden geopolítico, susceptible de ser tratado como real o como fake news.
La violencia llama a la violencia, pero nada en la acción es suficiente para determinar los tipos y los grados y, sobre todo, la significación que tendrá la reacción frente a la acción: el enigma que violenta al cuerpo en la experiencia del extrañamiento, nos da de pensar. Y lejos de condenar tan simplistamente toda violencia venga de donde venga, tendremos que empezar o volver a pensar sus usos, sus raíces y quistes, sus constantes y variables, sus sentidos y sinsentidos; en fin, tendremos que pensar la violencia en contra de las maquinarias de muerte, como una interrupción de éstas, y, a su vez, con cierto afecto por su potencia, por la explosión que ha engendrado las constelaciones. Quizás ahí, cuando llegue aquel día de sublevación del pensamiento y de la acción, el día del pensamiento en acción, habremos de extrañarnos de todavía estar ahí, aún habitando ese mismo instante en que el relámpago, liberando su (im)pureza, sacuda la transparencia y planicie de este globo.

