En los últimos dos meses, la cobertura mediática de las elecciones presidenciales estadounidenses se ha centrado incesantemente en cuestiones relacionadas con la edad y la estabilidad mental de los candidatos. Durante semanas, después de la pésima actuación del presidente Joe Biden en el debate de finales de junio, los medios de comunicación se han visto dominados por preguntas sobre su capacidad para gobernar durante un segundo mandato. Con el paso de los demócratas a la nominación presidencial de la vicepresidenta Kamala Harris, se han planteado preguntas similares sobre Donald Trump, con innumerables artículos y comentarios televisivos que especulan sobre su «deterioro cognitivo» y piden a los expertos que muestren pruebas clínicas de ello durante los discursos electorales y las entrevistas con los candidatos.
Es una empresa descabellada intentar distinguir la incontinencia verbal del expresidente de su agresiva ignorancia. Ofrece nuevos ejemplos a diario sobre los que reflexionar: recientemente, en una extraña anécdota sobre un vuelo en helicóptero casi mortal, destinada a difamar el carácter de Harris, confundió a dos políticos negros y, la semana pasada, protagonizó un inconcluso diálogo con el CEO de X Elon Musk, que el ecologista Bill McKibben calificó como «la conversación sobre el clima más estúpida de todos los tiempos». En última instancia, las especulaciones sobre el supuesto «deterioro cognitivo» de los políticos no son más que una distracción del mucho más preocupante deterioro del lenguaje y la inteligencia política en el país.
Durante años, la sátira política progresista ha dejado de hacer caricaturas y se ha limitado a registrar el flujo incesante de exabruptos racistas, extrañas conspiraciones y meteduras de pata de la derecha. En tiempos tan grotescos como estos, la línea que separa la comedia de la campaña electoral es porosa; véase cómo la «rareza» del eslogan republicano «Make America Great Again» se ha convertido en un poderoso meme, mientras que los demócratas explotan esa mina de oro de exabruptos misóginos («gatos sin hijos», etc.) proporcionada por el compañero de fórmula de Trump, el senador por Ohio JD Vance, que no ha rechazado ni una sola invitación de los podcasters más fanáticos. Como en el caso de la entrevista sobre el accidente de coche de Trump mientras se dirigía a la reunión de finales de julio de la Asociación Nacional de Periodistas Negros. En esa ocasión, Trump se declaró «el mejor presidente para la población negra desde Lincoln» y afirmó que Harris «se convirtió en una ‘persona de color'» de repente, en un momento dado de su carrera política; la absurda toxicidad de este tipo de discursos políticos nos exime de comentarlos.
Daría risa si no fuera porque esta involución del discurso político tiene un coste: a menudo funciona como un cómodo elemento de distracción de las dinámicas sociales y económicas que están posibilitando una mayor consolidación de la política de extrema derecha. También desvía la atención de las pruebas evidentes de que, cuando se trata del genocidio en curso en Gaza que Estados Unidos apoya, la de Biden también ha sido una presidencia post-fáctica, caracterizada por un descarado desprecio por las pruebas de los crímenes israelíes y una persistente negación de los veredictos de los tribunales internacionales.
Dos décadas de «guerra contra el terror» estadounidense nos han acostumbrado a la mentira oficial al servicio de los designios imperiales, desde el frasco de ántrax de Colin Powell en la ONU hasta el «sucio» expediente de Tony Blair sobre las armas de destrucción masiva en Irak (2003). Sin embargo, las respuestas exasperantemente absurdas que ofrecen los portavoces de la administración Biden cuando se les pregunta por la connivencia de Estados Unidos con los crímenes de guerra israelíes son de otro tipo. En respuesta a las atrocidades diarias cometidas por el ejército israelí contra civiles, médicos y periodistas, ofrecen un estribillo ya conocido: «Israel tiene derecho a defenderse», se han expresado preocupaciones, se están llevando a cabo investigaciones e Israel está respetando el derecho internacional.
Cuando el más alto tribunal internacional se pronuncia de forma incontestable contra la ocupación, el apartheid y la guerra de Israel, y un destacado historiador israelí del Holocausto llega a la conclusión de que Israel está actuando efectivamente «con la intención de destruir, total o parcialmente, a la población palestina de Gaza», todo se descarta como irrelevante para la política exterior estadounidense. El 12 de agosto, el secretario de Estado, Antony Blinken, conmemoró el 75º aniversario de los Convenios de Ginebra (que incluyen «la protección de los civiles en tiempo de guerra») reiterando el «firme compromiso de Estados Unidos de respetar el derecho internacional humanitario y mitigar el sufrimiento en los conflictos armados». Al día siguiente, aprobó 20.000 millones de dólares en nuevas ventas militares a Israel.
Mientras tanto, la opinión pública es bombardeada continuamente con afirmaciones de que Hamás es el único obstáculo para un acuerdo de alto el fuego, a pesar de que, mientras el grupo armado palestino ha aceptado repetidamente los términos del alto el fuego, el gobierno del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ha rechazado abiertamente cualquier conclusión del asalto a Gaza y recientemente ha asesinado al jefe negociador de Hamás, Ismail Haniyeh (el único primer ministro palestino elegido democráticamente). Cuando se le preguntó por el asesinato, el portavoz del Departamento de Estado, Vedant Patel, respondió: «Hemos visto a los israelíes comprometerse constructivamente en las conversaciones para un acuerdo de alto el fuego. Seguimos creyendo que un acuerdo de alto el fuego es alcanzable y urgente, y es lo que quieren nuestros socios en Israel». Me viene a la mente la observación de George Orwell de que, en una época en la que el lenguaje político es «en parte defensa de lo indefendible», debe «consistir en gran parte en eufemismos, peticiones de principio y oscuras ambigüedades».
La total desconexión entre este lenguaje político y la realidad política no sólo tiene un efecto debilitante y desorientador en el discurso público; también es sintomática de un vacío de pensamiento en el seno del establishment de la política exterior estadounidense. Tomemos como ejemplo la referencia de Biden al «antiguo odio a los judíos» como causa de los atentados del 7 de octubre. O las repetidas denuncias de Blinken de ataques, cuando los llevan a cabo los rusos contra Ucrania, como los que Estados Unidos apoya cuando los comete Israel. La impresión es la de un imperialismo senil de la Guerra Fría en piloto automático. Parece confirmarse ampliamente hoy en día la máxima de Guy Debord de que cuando la gestión de un Estado conlleva una carencia permanente y masiva de conocimiento histórico, ese Estado ya no puede ser dirigido estratégicamente. La negativa a reconocer el contexto más amplio de los atentados del 7 de octubre, o el siglo de expropiación que los precedió, está ligada a la deriva de Estados Unidos hacia una guerra total en la región que dicen querer evitar. Es sorprendente que incluso administraciones anteriores ferozmente comprometidas con el imperialismo estadounidense, como las de Richard Nixon o Ronald Reagan, se mostraran más reacias que la administración Biden a dar un cheque en blanco a Israel, llegando incluso a condicionar la ayuda militar a la moderación de la agresión israelí (cuando en 1973 el secretario de Estado de Nixon, Henry Kissinger, amenazó con dejar de apoyar a Israel si seguía combatiendo al ejército egipcio, al día siguiente se acordó un alto el fuego).
La apoteosis grotesca de este discurso corrupto fue sin duda el discurso de Netanyahu ante el Congreso de Estados Unidos a finales de julio. Aunque numerosos demócratas boicotearon el discurso por principios, en general la intervención fue bipartidista (como las múltiples propuestas de ley que equiparan el antisionismo con el antisemitismo). Si las declaraciones del Departamento de Estado no son mucho más veraces que los comunicados del Kremlin, del mismo modo cuesta encontrar en un congreso del Partido de los Trabajadores de Corea más lameculos que los que se exhibieron en el Capitolio. En medio de un innoble y grandilocuente ejercicio de negacionismo del genocidio -reduciendo la realidad de la hambruna en Gaza a una «acusación de sangre» y haciendo llamamientos cínicos al multiculturalismo de las tropas israelíes-, las ovaciones del público (!) fueron tan frecuentes y entusiastas que bien podrían haberse ahorrado el estar sentados. Como escribió la filósofa Hannah Arendt en la época de los Papeles del Pentágono, «la falsedad deliberada y la mentira descarada utilizadas como medios legítimos para alcanzar fines políticos nos han acompañado desde el principio de nuestra historia». Del mismo modo, las hipocresías de los liberales occidentales han sido objeto de crítica anticolonial durante al menos un siglo. James Baldwin lo dijo claramente: «Todas las naciones occidentales están atrapadas en una mentira, la mentira de su pretendido humanismo: esto significa que su historia no tiene justificación moral y que Occidente no tiene autoridad moral». Hoy en día, esta pretensión de humanismo se basa en silenciar las voces a favor de Palestina y contra el genocidio en curso. Mientras que a la familia de un rehén israelo-estadounidense se le concedió la tribuna de la Convención Nacional Demócrata -cuya «gran carpa» es lo suficientemente grande como para albergar al asesor jurídico jefe de Über y a varios republicanos-, la petición del movimiento Uncommitted de contar con un orador palestino-estadounidense fue rechazada. Como declaró el miércoles por la noche Ruwa Romman, representante del estado de Georgia, durante una sentada de protesta por la exclusión de las voces palestino-estadounidenses de la convención: «Hoy he visto a mi partido decir: ‘Nuestra carpa puede albergar a republicanos antiabortistas’, ¿pero no puede albergar a un cargo electo como yo? No lo entiendo. No entiendo por qué ser palestino se ha convertido en algo descalificante en este país».
No parece exagerado señalar que en los últimos meses se ha cruzado un umbral en la deslegitimación global de las pretensiones de superioridad moral de Estados Unidos y Europa. La combinación de sentencias legales inapelables sobre la guerra de Israel contra el pueblo palestino, la retransmisión en directo personalizada del genocidio y las disculpas vergonzosamente pomposas y mendaces por los crímenes de guerra israelíes que emanan de la Casa Blanca y del Departamento de Estado serán mucho más corrosivas, a largo plazo, que cualquier estupidez ofensiva procedente de Trump y el Partido Republicano. En muchos sentidos, el discurso de Netanyahu ante el Congreso dejó claro que el imperialismo liberal estadounidense es un cadáver andante, sostenido por el alquiler de bases militares, los embargos y los bombardeos, pero que cada vez goza de menos consenso en todo el mundo. La vacuidad de sus pretensiones de moralidad y liderazgo sólo es comparable a la flagrante inconsistencia de su estrategia en el plano mundial, que en última instancia se reduce a la invocación de un «abrazo» con el régimen colonial-fascista de Israel que parece destinado a arrastrar al mundo, y especialmente a Oriente Medio, a una caótica conflagración.
Alberto Toscano enseña en la Universidad Simon Fraser. Es miembro del comité editorial de la revista Historical Materialism. Es autor de varios artículos y libros sobre el operaísmo, la filosofía francesa y la crítica al capitalismo racial, de la que es uno de los referentes en el debate internacional. Ha publicado recientemente Late Fascism: Race, Capitalism and the Politics of Crisis (Verso), y Terms of Disorder: Keywords for an Interregnum (Seagull).
Fuente: Machina

