Aldo Bombardiere Castro / Imaginarios, imaginales e invisibles. Chile a cinco años de la revuelta popular

Filosofía, Política

El último fin de semana de octubre, a cinco años de la revuelta popular de 2019, se celebraron las Elecciones Regionales y Municipales 2024. En virtud de tal hito eleccionario los intelectuales del orden (principalmente columnistas de diarios y panelistas de televisión) han intentado cerrar el análisis político acerca del presunto ciclo de anomia institucional que, según ellos, caracterizó al -así llamado- “estallido social”. Por supuesto, a sus ojos dicho episodio produjo una fisura democrática, cargada de inadmisible violencia, pero, a su vez, también nos ha permitido extraer valiosos aprendizajes. Entre estos últimos, los intelectuales del orden destacan la necesaria promoción de la redistribución económica, la creación de condiciones más ampliadas al consumo, así como la readaptación de las instituciones políticas y, por parte de la ciudadanía, el compromiso con el desarrollo de facultades dialógicas y “empáticas” en aras de evitar la reiteración de un nuevo estallido. En suma, aprovechando de utilizar el reciente hito eleccionario en calidad de ejemplo cívico, el grupo de intelectuales públicos nos buscan dar una lección, con toda la doble carga de violencia que porta dicho término: una lección, en cuanto clase magistral de conocimiento teórico y sociologismo (el “estallido” fue sólo esto: negatividad, anomia, malestar aspiracional, déficit de capitalismo que ha de solucionarse con más capitalismo); pero, también, pretenden darnos una lección en tanto castigo, disciplinamiento y advertencia disuasiva (nuestra democracia no puede permitirse otro “estallido” y para eso estará Carabineros y el conjunto de fuerzas de orden y seguridad). En efecto, tras la conjunción de “opinión pública”, por un lado, y evento eleccionario, Chile ha consolidado su retorno al orden democrático e institucional, marcado por el voto obligatorio y el republicanismo liberal. Poco importa que la democracia se reduzca a lo procedimental, pues, el imaginario con que Chile pareciera concebirse a sí mismo parece haber recuperado su lugar.

En contraposición a aquel discurso mediático y disciplinante, vale decir que la interpelación que desató revuelta, pese a no clausurar ni abrir ninguna época histórica, siempre se encuentra al acecho, a un paso de volver a estallar. Vaya paradoja: ocurriendo no tanto en la historia, sino ocurriéndole a la historia, la revuelta, al no advenir de ningún trasmundo ideal, presenta una relación inmanente con la vida. Su interpelación es, a la vez, la nuestra, ya que sobreviene en calidad de acontecimiento, demandando una apropiación de sentido sin propiedad de verdad, lo cual nos implica íntimamente a ella. Asimismo, la interpelación que abre la revuelta acontece perforando, suspendiendo y derogando la historia oficial, para, una vez diluida en el mar de continuidad que representa el discurso progresista, presentarse en modalidad invisible y siempre a un paso de detonar. En esa misma incoincidencia entre el acontecimiento de la revuelta y el carácter episódico de la historia ha de exponerse otra lucha de fuerzas: la revuelta irriga sobre el tiempo histórico aquel magma tectónico, sucio y profano, incapturable y efímero, cuya potencia las ciencias sociales se empeña en organizar, en narrar, en monumentalizar, buscando petrificar la irascibilidad de su lava. Así, aunque no lo parezca, hoy asistimos a una disputa afectiva donde contiende, de un lado, la visibilidad fetichista del imaginario nacional de corte republicano y neoliberal, y, de otro lado, la invisible potencia popular que guarda lo imaginal.

Chile: Imaginarios

He aquí los imaginarios.

Chile, país de poetas; isla rodeada por desierto, mar y cordillera. Chile, naturaleza telúrica y cataclísmica, la cual brinda ocasión para la solidaridad. Chile, la Inglaterra de América Latina o el alumno aventajado de la región, siempre estable, moderado y dispuesto a favorecer la inversión extranjera. Chile, nación tan ordenada y quizás tan -poco- orgullosa de sí, que hasta hoy día ansía exhibir su “imagen-país” ante los ojos del mundo, y cuya identidad más esencial -si existe algo así- consiste en una ironía: la de buscar desesperadamente, tal vez por carecer de ella, esa auténtica identidad a la cual aferrarse y verse reflejado. Chile, país acogedor, y, como reza una canción, país donde siempre se ha querido al amigo cuando es extranjero. Chile, sus instituciones, su democracia; sus bailes y su gente; su cobre, su inacabable océano y el espesor infinito de sus bosques; su turismo y los puestos de trabajo que éste crea. Chile, franja de tierra, serpiente semiextendida y dichosa de meritocracia, donde quienes se esfuerzan han de estudiar lo que deseen y trabajar en lo que estudiaron, donde todos quienes respeten las normas han de poder expresarse con libertad (aunque no alcancen a ser escuchados). Chile, nación conservadora pero respetuosa con las diversidades sexo-genéricas e inclusiva con los discapacitados. Chile, país que a los indígenas ofrece las mejores becas de educación y diversos incentivos al emprendimiento. Sí. Chile, sendero de emprendedores que no requieren tierra porque cuentan con el convencimiento de que Chile es una isla, un oasis, un manantial cordillerano en cuyo centro se eleva un fálico Costanera Center (edificio más alto de Sudamérica, hay que destacarlo), símbolo digno de todo aquello que somos: la enajenante avidez de llegar a ser. Chile, la excepción democrática en la región, donde incluso la excepción a la excepción, la dictadura de Pinochet, sólo representaría un paréntesis de crímenes condenables pero, así y todo, de “obra” elogiable. Chile, la excepción, la copia feliz del Edén, el inconfundible oasis de orden, estabilidad económica y civilización, encallado por azar en los confines de esta selva indómita y resentida llamada Latinoamérica.

Ahora bien, las diversas intensidades que ha adquirido tal imaginario, entre patriótico y neoliberal, sobre todo en cuanto soporte narrativo y discurso donador de sentido en provecho del proceso de homogeneización política y cohesión social llevado a cabo a través de 200 años de orden republicano, hoy se encuentra considerablemente trastocado. Su restitución reaccionaria, pese a mostrarse sólida y coherente en su vacía labia biempensante, peca de desesperación reveladora. ¿Acaso el copamiento mediático de los intelectuales públicos no expresa justamente lo contrario a aquello que ellos afirman? Como si el cuerpo, a modo de síntoma psicoanalítico, hablara precisamente aquello que la palabra esconde, el aluvión de reconciliación sociologista presenta un espacio para el pensamiento a contraluz de los enunciados que éste plantea.

En efecto, el dispositivo retórico nacionalista que otrora cumplía el rol de contener, neutralizar y homogeneizar simbólicamente la proliferación de múltiples formas de vida imaginal, de afectos y cosmologías anticapitalistas, de modos de habitar en tensión con los dictámenes de la oligarquía hacendal y empresarial (ese arte de gobierno que Rodrigo Karmy ha conceptualizado bajo la figura del Fantasma portaliano y del cual Sergio Villalobos-Ruminott resalta su operatividad en cuanto Pacto juristocrático) fue interrumpido por la revuelta. Gracias a ella constatamos que la república sólo se trataba de un imaginario, es decir, de imágenes sedimentadas hasta su vaciamiento, susceptibles de ser convertidas en meras herramientas del poder ya instituido. Por ello, la potencia destituyente de la revuelta, junto con suspender la continuidad narrativa de tal imaginario, expuso la miseria política, estética y ética del mismo.

Revuelta: lo imaginal

El 18 de octubre de 2019 un amplio grupo de estudiantes secundarios, en señal de indignación ante el alza del pasaje del transporte público (que en Chile es o bien propiedad o gestionado de forma privado), desbordó el Metro de Santiago, saltando los torniquetes que sólo permiten acceder a los pasajeros que pagan su pasaje. Tal hecho, como si expresara la inusitada determinación de un relámpago cuya irrupción hace arder la pradera hasta sus confines, desencadenó lo inminente: el acontecimiento de la revuelta popular. Les estudiantes habían mostrado que cualquier barrera de contención se torna susceptible de cobrar un sentido imaginal allí cuando la monotonía de su desgastada funcionalidad es transgredida. A las pocas horas -aunque el tiempo cronológico ya no importara-, el país y sus ciudades se sacudían a raíz de un estallido de vitalidad en acto: era la potencia de la vida que expresaba su magma, su indignación radical y su creatividad inagotable con miras a un invisible porvenir. En una palabra, la revuelta había comenzado allí donde estaba siendo destituido el orden del capitalismo neoliberal, así como su telón de fondo republicano, sobre el ímpetu y los usos de las formas-de-vida.

Salíamos a las calles sin saber muy bien a qué o por qué. Alegres, posesos por un encantador hechizo, tomados por la mano de una telepatía sensible que nos tocaba sin tocarnos, hicimos aquello que no podía ser de otro modo. Con el paso de los días, los símbolos del poder y de la oficialidad fueron derribados; se construyeron jardines en plazas baldías; bailamos al ritmo de poemas y antipoemas florecidos en la suciedad de los muros; robamos multitiendas a brazos llenos sólo para hacer arder esos objetos en barricada de cada esquina, mientras reíamos, rabiosos, de la sofisticación de su valor de uso siendo liberado de la tiranía fetichista del valor de cambio. Leímos y dimos a luz a textos escritos a pulso; reinterpretamos canciones y cantamos aquellos que, por tener mala voz, nunca nos habíamos atrevido a cantar, aquellos que siempre tuvimos vergüenza de nuestra voz, vergüenza de nuestra historia y de nuestros culposos fracasos, de los miedos diariamente sobrellevados por medio de anestesiantes psicofármacos. Acudimos a cabildos montados entre ollas comunes y dijimos lo que siempre habíamos callado, incluso lo que callamos aquí y ahora mismo. Todo eso sucedió al calor y al ardor, al compañerismo del humo de la barricada.

Pero también hubo de otros humos: el que emanó cadáveres quemados en bodegas periféricas cuya investigación aún no arroja responsables; el de los gases lacrimógenos que asfixiaron nuestras gargantas. También hubo la agitación del humo violador, emanado del depravado aliento policial, que dejó su herida sobre compañeras. Y por supuesto, hubo de humos sedimentado, humos que llegaron a ser cortinas de humo dispuestas por los grandes medios de comunicación concentrados en manos de la oligarquía hacendal-empresarial. Y, finalmente, pero todos los días, hubo humo criminal desprendido por balines policiales que causaron traumatismo grave de más de 400 globos oculares, lo cual fue documentado rigurosamente por cuatro organismos internacionales (ONU, CIDH, Amnistía Internacional, Human Rights Watch), quienes acreditaron las violaciones masivas a los Derechos Humanos, pese a lo cual la impunidad política y policial triunfó una vez más.

Sin duda existían condiciones objetivas que llevábamos como heridas. Nos derramábamos por las calles respondiendo a 17 años de dictadura cívico-militar y a otros 30 de impunidad ante las violaciones a los derechos humanos. Respondíamos a la construcción neoliberal iniciada en dictadura y consagrada con los gobiernos de centro izquierda, donde no sólo cayeron en manos de privados empresas estatales a un valor irrisorio, sino, además, donde se privatizaron los derechos sociales, haciendo de la educación, de la salud, del sistema de pensiones y de la vivienda, sectores conducidos bajo lógicas de negocios y enriquecimiento empresarial. Es decir, reaccionamos frente a un modo de existencia colonizado por la racionalidad del capital y cuyos beneficios persisten acumulándose en manos de una minoría oligárquica a costa de la explotación laboral y de la precarización de la vida de las clases populares y subalternas. De ahí que la noción de dignidad se convirtiera en un término imaginal de raigambre popular, el cual, lejos de la dignitas cristiana y burguesa, aún eminentemente anclada en el constructo de “la persona humana”, se exigiera y se abriera, desde el presente vivido en común por la multitud de cuerpos cualquiera, con sus contagios eróticos y creativos, la denuncia contra ese dispositivo central en el forjamiento de la subjetividad neoliberal, cuya operación consiste en articular abuso y deuda, individualismo y competencia, para des-potenciar la vida, reduciéndola a un diagrama de separaciones y datificaciones.

Paralelamente, los movimientos feministas -quizás el sector que, desde la década pasada, más logros ha conseguido- respondía a la violencia patriarcal pasando desde las demandas de simples reivindicaciones liberales, basada en igualdad de reconocimiento, acceso y remuneración laboral, a intervenciones performáticas y artísticas que abogaban por formas de vida solidarias, de luchas intersectoriales, al tiempo que capaces de cuestionar epistémica y políticamente la clasificación sexo-genérica, así como la reproducción de prácticas heteronormadas, la perpetuación de violencias a nivel microfísico y la sedimentación de imaginarios culturales de índole patriarcal, principalmente representados por las fuerzas represivas del Estado y por la inactividad judicial en el seno de éste.

Por otro lado, la única bandera que flameo como extensión proliferante de brazos populares no fue la de un partido político ni la de Chile: fue la de Wallmapu, que representa la lucha del pueblo mapuche por su autordeterminación política y territorial, en cuanto legítimo correlato de su reconocimiento cultural. A su vez, la importancia de las formas de vida ancestrales colindó con las demandas ambientalistas enfocadas en detener la devastación de la naturaleza y el acaparamiento de agua en manos de grandes empresas forestales en el sur, de una agroindustria extensiva en la zona central del país, y de la gran minería privada en el norte. Todo esto fue parte del escenario, de la escena y de la obra fluída y carente de autoría con que nos atravesó la revuelta. Un mundo donde los límites se desbordaban, eran derogados y volvían a instalarse, pero siempre de un modo pasajero, exílico, destituible; mundo secretado al ritmo oscuro de un devenir heraclíteo, cuyo relámpago de rabia y alegría, danzaba y ardía entre los pliegues de cuerpos ya sin secretos. La vida, por fin, tomaba la mano del arte, de la ética y de la política para, como si se tratara de una ronda primaveral, regalarnos el candor invencible de todas las infancias.

La intensidad y multiplicidad afectiva de la revuelta sólo ha de ser comprensible gracias al carácter acontecimental que ella misma impuso: más allá de cualquier condición, ella sentó las condiciones de su inminente e inmanente irrupción. Asimismo, ella fue capaz de derogar, de suspender, de sacar de escena al escenario para extasiarlo de erotismo y corporalidad acéfala, de coreografías al paso y formas-de-vida relucientes en su dolor tan presente y en su memoria aún sufrida. En medio de frases emergidas en los muros de un país aséptico, hastiado de la explotación y del saqueo (“nos robaron todo menos la rabia”), lleno de solapados abusos clasistas, racistas y homofóbicos a escala cotidiana (“hasta que la dignidad se haga costumbre”) y cuyos índices de salud mental es de los peores de la región (“no era depresión, era capitalismo”), la realidad no precisó de eslóganes publicitarios, sino, más bien, se hizo poesía.

Sin embargo, creo que lo más bello y revelador de la revuelta fue esto: nunca tuvimos la real convicción de ir a La Moneda. Si bien gritábamos “Renuncia Piñera”, lo que buscábamos no era su estúpida cabeza, sino la caída del orden que él ecnarnaba: el de los negocios, de la pillería, de la acumulación y de los abusos. Lo que realmente amábamos era habitar Plaza Dignidad: he ahí la potencia destituyente de nuestro habitar imaginal de este mundo como si fuera otro, como siendo, en el mismo erotismo de los cuerpos excéntricos, desapropiados y desidentificados, otro mundo posible dentro de esta existencia imposible. En verdad, nunca creímos necesario ir a La Moneda para tomarnos el poder: porque el poder no se encuentra en un lugar prefijado y autorreferencialmente disignado por el mismo poder. Lo nuestro nunca dejó de ser la indesmentible e incapturable felicidad de la plaza. Allí donde la izquierda tradicional imputa a la revuelta de culpas trágicas por la falta de visión estratégica o allí donde la moderación progresista juzga la violencia contra la propiedad condenándola a ultranza, la revuelta imaginó con las manos aquello que por casi 50 años nos había sido negado: la topología imaginal (la imaginación productiva, haciendo una lectura libre de Kant) de la cual emana toda imaginación (reproductiva y representativa). En fin, se trataba de la creación de una forma-de-vida otra, impensada e imprevisible, rebosante de muertos, mártires y fantasmas que, ya sin ojos, iluminaban el porvenir en ese mismo presente.

Sí. Fue algo inaprensible: un acontecimiento de potencia imaginal. Acontecimiento debido a su carácter intempestivo e irruptivo, de la inminencia e inmanencia capaces de trastornar el mundo a partir de un grupo de escolares que evadieron los torniquetes del Metro; potente en el sentido de liberar el devenir de la tiranía de una necesidad teleológicamente determinante, por ejemplo, dejando de evaluar la validez de la revuelta sólo en función del éxito que puediera conseguir en cuanto revolución; imaginal dado que lejos de una utopía o visión ideal donde la imaginación reproductiva se pone al servicio de una idea, la imaginación se antecede a sí misma, entregándose al erotismo de los cuerpos y de la inoperosidad de las formas, a la sensibilidad de un tiempo originario y gozoso en su ironía, para constituirse en imaginación productiva sin nunca agotarse o quedar orgullosamente atada a una serie de productos en tanto obras. Ni museos ni aprendizajes ni narraciones de la revuelta: sólo poéticas.

Quizás por haber querido ser fieles a la dinámica de ese acontecimiento imaginal, por asirlo, por buscar traducirlo o reducirlo, decodificarlo para plasmarlo en una constitución, terminamos haciendo del carnaval que entrañaba la revuelta una mera parodia institucional. Si bien la potencia de la revuelta persistió de tal manera que incluso la Convención Constitucional derivó en una verdadera Asamblea Constituyente (se anuló la capacidad de veto de una derecha que no alcanzó ni siquiera un tercio de representación, porcentaje requerido para ejercer el bloqueo que sus personeros habían planeado), fue en esa misma instancia donde la imaginación popular sufrió su traspié maximalista. Tal vez por haber desalojado la calle, por haber contenido y suturado, canalizando la expresividad del derrame de creatividad popular en un solo cauce, padecimos un contrasentido de la voluntad, dejando escapar la pulpa de la vida, la savia multiplicadora del devenir, el erotismo irrefrenable de los cuerpos tocándose en la gloria y el cansancio.

La perdimos. Pero debemos decirlo sin culpa, porque en ese momento no había alternativa. Pues, lo que no pudieron los balines de goma en cientos de ojos sangrantes, ni miles de violaciones en comisarías, ni los estados de excepción y emergencia, lo pudo un doble dispositivo biosecuritario: el confinamiento del Covid retroalimentado combinado con el discurso acerca del vandalismo. De ahí que, perdiendo la calle -por la razón que fuera- también perdimos los afectos. Como si el pensar en lo común, es decir, el momento de la Convención, hubiera extraviado su propia deriva afectiva hacia lo porvenir, sólo nos quedó la institucionalidad, tanto de Boric como de la propia Convención. Por eso -ahora lo sabemos-pensar en y lo común sólo ha de ser posible bajo el signo de los afectos; pensar sólo ha de ser posible a partir de un tocar (la sensibilidad) común. He ahí el paraíso de los cualquiera. Sólo tras la vibración del tacto, sólo atravesando los poros que conforman (y que son) todas las singularidades, el pensamiento se deja insuflar por aquel erotismo cuyo don -como orgasmo o acto de magia- permite que el pensamiento se mezcle con una vida que valga la pena vivir: la alegría, los cuerpos, la calle, habitan el pensamiento que, al unísono, no deja de imaginarlos.

Revuelta, aura y evocación: imaginar lo invisible

Pero hoy, ¿qué nos ha quedado?

Aunque actualmente la revuelta nos haya abandonado, no nos ha abandonado su aura: tan sólo se ha vuelto tenue hasta lo invisible. Se ha vuelto menor, sutil, imperceptible, no-visible o, mejor dicho, invisible. La interrupción del imaginario republicano y liberal no ha dejado de expresarse, sino que ha mutado: la interrupción se sigue dando a través del aura de la revuelta, el cual toma la forma de la evocación. No es que haya dejado de existir, tan sólo ha mutado: hoy su aura es el signo de interrogación y de hastío, de rabia y resistencia, el aroma de nausea generalizada que envuelve nuestra cotidianeidad actual. El aura de la revuelta sigue exponiendo la catástrofe, pero lo hace en un tono menor, invisible, como evocación y fragancia.

Recuperar el afecto imaginal allí donde ronda el mutismo transparente de lo invisible, volver a la revuelta, volver a habitar el incipiente calor de octubre al son de las llamas de cada barricada, repetir lo irrepetible e impronosticable de un acontecimiento cuyo porvenir jamás pensamos que irrumpiría -tal cual pensamos hoy-, por desgracia (o por gracia o avaricia de la Gracia) no depende de nosotros. Y cuando hablamos de ella, en realidad, ya no hablamos desde ella. Pero, sin embargo, está ahí, al acecho: su aura está aquí, invisible, silente, espectral y vestida de un modo menor, al igual todo lo grande.

La transparencia, lo imperceptible de dicha aura, el espejismo de su ausencia visual, permite que veamos el brutal imperio del capital, la represión, la catástrofe, la acumulación de crítica y la devastación del pensamiento y de los afectos, elementos, dispositivos que retienen el clamor de la imaginación popular. Por el momento, sólo podemos imaginarla tras la insinuación de su fragancia.

En ese acto de imaginar la revuelta, pese a su innegable ausencia visual, continuamos participando en ella. La evocación es un modo de imaginación que también interrumpe el inercial modo de existencia dominado por la aceleración capitalista y su maquinaria de culpas que nos torturan día a día. Mientras lo sigamos haciendo, es decir, mientras nuestra evocación continúe irrigada por el caudal de la imaginación, y no de la monumentalizante o nostálgica reproductibilidad mnemotécnica, el aura de la revuelta permanecerá aquí, incluso en su ausencia, como el menor de todos sus modos de darse.

A la revuelta podemos esperarla, pero sin hacer nada para alentar su llegada. Con la belleza de lo insondable, sólo podemos disponernos a escuchar, a prestar silencio, para, tal vez, llegar a advertir su arribo, aunque nada dependa de nosotros más que habitar el universo imaginal de su evocación, el aroma de su aura venidera. Pero será en la singularidad de dicho instante, donde a cada cual le llegará su hora, entonces habrá de tornarse sensible aquella invisibilidad de la revuelta que hoy comparece frente a nuestros ojos. Como todo lo grande, la revuelta permanece agazapada en torno a su esencia mientras espera dicho instante. Ahí también esperamos nosotros.

¿Hasta cuándo?

No lo sabemos. A lo más, sabemos cómo.

¿Cómo?

¡El cuándo vestido de cómo!

¿Cuándo?

Cuando la evocación sea imaginada al interior de la risa que colinda con la ironía, entonces el aura de la revuelta habrá i(te)rrumpido entre los vivos. Y, mezclados con su fragancia, nos traerá el cuerpo de todos los mártires.

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