Nicolás Ried Soto / “Palestina”, la palabra. El concepto de crítica de Judith Butler

Filosofía, Política

1. De los cuentos conocidos hasta ahora, no hay uno donde Franz Kafka haya escrito la palabra “Palestina”. Esa palabra, sin embargo, no está ausente en su obra: en la primera carta que le envía a Felice Bauer, a quien conoció en casa de Max Brod el año 1912, Kafka rememora su encuentro y confirma la promesa mutua de viajar a Palestina. En la carta se presenta nuevamente y le recuerda el movimiento de sus manos: primero, le pasó fotografías de un viaje; luego, sus manos cogieron las de ella; finalmente, esas mismas manos son las que escribieron la carta. En una misiva posterior, Kafka vuelve al asunto de Palestina y le escribe a Felice: «Surgió el tema del viaje a Palestina, y entonces me tendió usted la mano, o más bien fui yo quien la atrajo, en virtud de una inspiración».

            En el momento en que se conocieron, Felice le explicó a Franz su posición respecto del proyecto colonizador de Palestina y se definió como sionista, algo que Kafka celebró comentándole cuánto agradecía haber tenido bajo su brazo en ese momento un ejemplar de la revista “Palästina”. Dicha revista, editada por el líder sionista Adolf Böhm con el fin de promover la colonización judía en Palestina, era un símbolo por el cual Kafka establecía una relación entre las manos suyas y las de Felice: la figura de las manos es recurrente en el resto de las cartas que le envía, siempre referidas en el contexto del viaje a Palestina. Kafka vuelve una y otra vez a la descripción de los movimientos de las manos, tanto suyas como de Felice; movimientos sutiles que componen un mapa de gestos que porta la forma de su propia relación.

            A pesar de haber dejado en claro que viajar le hubiese resultado muy sencillo, Kafka jamás puso su mano sobre tierra palestina. Lo único que tenemos es una carta enviada a Brod en la que escribe que, si bien nunca viajó a Palestina, sí lo hizo al menos «con el dedo sobre el mapa».

2. En un ensayo titulado ¿A quién le pertenece Kafka?, Judith Butler desarrolla un argumento que vincula la claridad con la confusión. Butler se pregunta por la pertenencia de la obra del autor judío, alemán y checo, explorando la legitimidad de las posiciones en disputa por su legado: del Estado Alemán, por ser un autor imprescindible de la lengua germana; del Estado Checo, por su nacionalidad e influencia cultural; del Estado de Israel, por la tradición judía del autor, además de sus “manifiestos gestos” en favor del sionismo. Por lo pronto, los textos pertenecen jurídicamente a las herederas de la secretaria de Max Brod, quienes ya han amenazado con vender los textos inéditos por kilo, al mejor postor.

            Butler propone leer los gestos de Kafka: su conocido deseo de destruir su obra al morir, ¿puede interpretarse claramente y sin lugar a ambigüedades? ¿Puede ser interpretado ese deseo como una acción, tal como interpretamos una declaración de guerra o la sentencia de un tribunal? Haciendo eco de las lecturas de Walter Benjamin y Theodor Adorno, Butler propone leer los gestos de Kafka: «Digo “gesto” porque es el término que Benjamin y Adorno usan para hablar acerca de estos momentos detenidos, estas enunciaciones que no son exactamente acciones, que se congelan o solidifican en su condición incompleta y frustrada». Los gestos, en tanto enunciaciones  incompletas y frustradas, exhiben la forma del proyecto kafkiano: incomprensión comunicativa, imposibilidad de la escritura, expresividad del silencio, inefectividad de los llamados, mutismo de la voz, permeabilidad de la censura, incapacidad de la llegada, confusión de las palabras, frustración de los proyectos. El método de Kafka, en todas sus dimensiones, tiene en frente el problema de un mandato débil y de un mensaje indescifrable. ¿Cómo interpretar el mandato de Kafka a Brod? ¿Como uno claro y conciso, como si fuera hecho por un funcionario de una compañía de seguros; o bien, como la de un escritor pasmado por su propia imposibilidad de escribir?

            Más allá de Kafka, Butler está retomando un antiguo problema filosófico: ¿cómo leer los gestos?

3. La historia de la filosofía, y con ello de las formas políticas en Occidente, ha estado definida por la lectura de los gestos. Platón escribió en diálogos su filosofía como un gesto que contradecía en las formas el mandato de su maestro de abandonar su amor por la dramaturgia, del mismo modo que los cínicos refutaban la definición platónica de “hombre”, bípedo sin plumas, arrojando en el salón de la academia una gallina desplumada. En tanto diálogo, litigio o disenso, la filosofía puede ser entendida como una disputa en las formas: no se trata tanto de oponer posiciones, sino de formar esas posiciones y conformar una escena en la que una disputa tiene sentido. Así, la filosofía no es un debate, sino una constante producción de escenas, cuyo montaje recorta y excluye ciertos discursos, a la vez que hace existir y determina otros.

            La filosofía como disputa de las formas constituye una concepción rastreable, al menos, desde Nietzsche. Esta concepción entiende la disputa como algo que excede el límite del propio objeto de disputa: la filosofía es un asunto estético, en la medida en que supone una transformación del modo en que experimentamos la realidad. Esta experiencia depende de conceptos, pero no se agota ahí, ya que tanto las posiciones como el objeto del desacuerdo están siempre sujetas a revisión. Por eso es que en la práctica filosófica es tan mal visto que las autoras y autores estén tan seguros de lo que piensan: la filosofía es un lugar de duda, sin abandonar un compromiso con la realidad. De este mod, la lectura filosófica de la realidad admite un rango abierto de respuestas a la pregunta ¿qué es lo existente?, pero junto con ser abierto, este rango también está acotado por el propio contexto de enunciación que lo determina. Es por esto que, en la práctica filosófica, también es mal visto que un autor o autora se defina a sí misma: si digo de mí que soy de izquierda eso no tiene un efecto definitivo de mi identidad política ya que, si soy de izquierda o no, es algo que estará determinado por el campo discursivo donde esa identidad se desarrolle. No se trata de la fórmula clisé del “depende del contexto”, sino de cómo el modo de producción del contexto mismo afecta las posiciones en disputa.

            Esta concepción de la filosofía es la que rescata una autora como Judith Butler, cuya obra temprana estuvo caracterizada por la pregunta por la construcción de la identidad. En un libro traducido al español como El género en disputa (Gender Trouble, 1990), Butler presenta el famoso argumento de la constitución performativa de la identidad de género: valiéndose críticamente de la tradición analítica, argumenta que la identidad es producida por una «repetición estilizada de actos», siendo estos actos de orden performativo y no constatativo. La distinción entre los actos performativos y constatativos se remite al muy influyente trabajo del académico estadounidense John L. Austin, que en un conjunto de conferencias realizadas en 1955, da forma a lo que se conocerá como la teoría de los actos de habla. En dichas conferencias, reunidas bajo el título Cómo hacer cosas con palabras, Austin argumenta que hay actos de habla que constatan un hecho de la realidad, el cual puede ser evaluado según los criterios de verdadero o falso y, por otra parte, hay enunciados que no describen un hecho previo a su enunciación, sino que realizan algo mediante el lenguaje, siendo esa la manera en que se hacen cosas con palabras. Estos segundos tipos de actos, que se llaman realizativos o performativos (performative, en inglés), realizan algo mediante las palabras, que no será evaluado según criterios de verdad o falsedad, sino de éxito o fracaso. El éxito de un acto performativo nunca dependerá de quien lo enuncia, sino del modo en que se produzca el contexto donde se enuncia: dependerá, entonces, de una práctica colectiva, es decir, de la política.

            El giro de Butler, respecto de la tradición analítica de Austin y Searle, radica en la posibilidad de producir enunciados performativos con el cuerpo, dándole así un valor creativo a los movimientos menores, esto es a los gestos: los que reunidos en la plaza pública guardan silencio ante el dictador, están expresando la soberanía del pueblo sin emitir palabra alguna. Esto da lugar a lo que la autora ha defendido como la constitución performativa de un “nosotros”: si la identidad política no depende de lo que uno diga de sí mismo, sino de un campo colectivo de enunciación, la identidad política colectiva tampoco dependerá de un pueblo que se autodenomina de un cierto modo, sino que será el efecto de una transformación de sus condiciones de experiencia de la realidad. Así, la soberanía es una práctica colectiva, y no la decisión de un individuo.

            En este nivel, es que Butler concibe la filosofía como una práctica estructuralmente política: los filosóficos son discursos que afectan lo común y que buscan transformar las estructuras por las cuales experimentamos de manera colectiva los límites de la polis. En tanto forma de la disputa, la filosofía no sólo busca entender la realidad, sino que en ese proceso instituye una forma a la realidad y define los límites abatibles de lo que puede existir.

4. ¿Por qué la filosofía es política? ¿Puede no serlo? ¿Es incompatible el entendimiento con la transformación de la realidad? Estos son asuntos centrales en la obra de Butler que se reúnen en su concepción de la crítica. A propósito de su lectura de Michel Foucault, la filósofa define la crítica como una virtud. Mientras Foucault definía la crítica como un arte de la inservidumbre, Butler se pregunta por las implicancias políticas de esto: ¿Por qué cambiar? ¿Por qué transformar la realidad? ¿Por qué desobedecer? ¿Acaso sólo por molestar al resto, o porque es algo sexy y atractivo? Para Butler, la crítica es necesaria como efecto de la imposibilidad de definir de manera clara y precisa la identidad propia, los discursos que formamos, las estructuras que nos determinan, el objeto de la crítica y las posiciones en disputa: nada de esto está dado de antemano, sino que es objeto de constante producción y cuestionamiento. La crítica, como arte del cuestionar los marcos de producción de lo existente, es una exigencia de la filosofía. Con todo, la crítica no se reduce a las fórmulas mercantilizadas del estilo “cuestionar los privilegios propios” o “juzgar en mí lo que luego juzgaré en otro”: la función de la crítica sobre todo se expresa en el entendimiento, cuestionamiento y transformación de lo que se espera de algo. La expectativa, en este sentido, supone la imposición de una finalidad: por ejemplo, de un político se espera que actúe, de un filósofo se espera que reflexione. Esta imposición de un telos a las prácticas niega la apertura del pensamiento, a la vez que niega la función crítica, consistente en un cuestionamiento de los límites a nivel ontológico: en último término la crítica es un gesto que instituye un modo virtuoso de ser, que se relaciona con otros gestos con los que conforma un campo sensible. Este campo sensible, en el que aparecen las relaciones que configuran nuestro modo de existir, determina nuestras formas políticas.

            Por eso, en la lectura de Butler, la filosofía es primeramente política y los discursos que niegan esta característica son merecedores de un cuestionamiento especial.

5. En marzo de 2024, Judith Butler dijo en una entrevista que los ataques de Hamás ejecutados el 7 de octubre de 2023 fueron un “acto de resistencia”. Esto provocó una “cancelación” de la autora de diversos espacios donde hegemónicamente predomina un discurso de defensa del Estado de Israel, particularmente en la Europa occidental, donde se entiende que el “conflicto” en Gaza es una “guerra” entre la civilización (esto es, los valores de la ilustración europea) y la barbarie (el fanatismo religioso, la opresión de las mujeres, el terrorismo como acción política). En una entrevista para El País de diciembre de 2024, Butler pudo dar algo de perspectiva a su respuesta:

«Es lamentable: la gente toma una frase y la convierte en tu postura completa. Hay tal prisa por censurar y condenar que es muy difícil tener una discusión abierta. Si digo que es un movimiento de resistencia, lo estoy describiendo, pero no significa que lo apoye. Da igual: si pronuncias ciertas palabras y no otras, no superas la prueba, y tu reputación acaba por los suelos».

Si bien Butler no apoya explícitamente, sí describe un marco de disputa donde lo que unos consideran terrorismo, pueda ser caracterizado como resistencia. Si se lee el gesto de Butler en sus propios términos, hacer existir el ataque de Hamás de un modo distinto del hegemónico, responde a una política de cuestionamiento de los marcos con los que se analiza la información de lo ocurrido en Gaza: calificarlo como “genocidio” y no como “conflicto”, hablar de “resistencia” y no de “terrorismo”, genera lo que para ella es propio de la filosofía, es decir una política de los conceptos donde lo relevante es la disputa y donde el punto central es la producción de un contexto de enunciación, de un campo de inteligibilidad. El uso de la palabra “resistencia” responde a la necesidad de dar cuenta de sí misma e interrumpir el discurso que intenta reducir el genocidio palestino al violento acto terrorista perpetrado por Hamás. La modulación butleriana, en acto, cuestiona que el conjunto de problemas políticos que reúne a Israel y Palestina se origine el 7 de octubre de 2023: cuestiona el origen, transforma los marcos de percepción y resitúa, de ese modo, la disputa por el sentido en la disputa por la forma de la violencia. En este nivel, la violencia es una forma de corte y montaje, propia de la determinación de un fenómeno donde se juega la existencia de conceptos y con ello de modos de vivir.

            Si no hubiera un genocidio del pueblo palestino, lo habría de todos modos en el silencio de las palabras y en la negación de la existencia conceptual de dicho pueblo. La negación más evidente de los discurso sionistas, con los que se debate una autora como Butler, es la que afecta a la palabra misma de la disputa: “Palestina”. La ausencia del nombre en los discursos autodenominados “occidentalistas” reproduce la negación de la vida, la imposibilidad del duelo y la multiplicación de la precariedad. El de Butler es un gesto que por una vez, invocando en las formas a Hegel, intenta negar la negación: negando por una vez al Estado de Israel, abre un campo sensible donde “Palestina”, la palabra, hace existir una vez más a Palestina, el pueblo.

Imagen principal: Hazem Harb, Power does not defeat memory #6, 2018

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