Miguel Valderrama / Pueblo visivo

Estética, Filosofía, Política

Como se puede intuir, la pregunta ya célebre, ¿qué es el cine?, está asociada al ejercicio mismo del cine, a las prácticas que lo constituyen, así como a las representaciones que de esa práctica elabora una narración que se identifica con la filosofía, la historia y la crítica. De modo que la pregunta ¿qué es el cine? no puede ser contestada sin examinar al mismo tiempo tanto las prácticas y técnicas que definen en un momento dado el hacer del dispositivo cinematográfico, como las narrativas que dan lugar a un archivo de referencias críticas, de periodizaciones, de historias que definen una determinada comprensión del conjunto de representaciones e imágenes que se suelen proyectar en la palabra cine. ¿Qué es el cine?, no es en absoluto, por lo tanto, una pregunta por una técnica, por el conjunto de procedimientos y recursos que se utilizan para lograr un resultado específico. De igual modo, la pregunta qué es el cine no se deja reconducir exclusivamente a las representaciones y narrativas crítico-filosóficas que una historiografía elabora pacientemente de los filmes que constituyen su materia primera de referencia. Abismada por un doble movimiento constituido entre técnica y representación, entre aparato y acontecimentalidad, la pregunta qué es el cine parece elevarse a una nueva potencia, a una especie de metaenunciación, cuando esta pregunta es formulada no ya en vistas de su aparatosidad o su figurabilidad, sino en consideración de las relaciones, de los efectos, de la mundanidad que todo film se esfuerza en tramar. En otras palabras, la audiencia, aquel o aquella, singular y múltiple a la vez, que se ve afectado o afectada por el visionado de un film, que se ve tocado o tocada por las imágenes y las historias que se proyectan en una pantalla, también es parte central en lo que la pregunta qué es el cine pone en movimiento o circulación. Se diría que para quienes hacen cine la pregunta por lo que torpemente se identifica con la recepción, por las relaciones y conversaciones a que da lugar un film, es quizá lo fundamental, aquello que define la medialidad del cine. Y, sin embargo, esta finalidad, el fin al que el medio se entrega, no es algo que esté del todo supuesta en esa historia que, nuevamente, reenvía técnica y representación, aparato y acontecimentalidad, a la propia historia y crítica de lo que se identifica con el cine.

El pueblo en disputa. Debates estético-políticos desde Glauber Rocha, Raúl Ruiz y Luis Ospina, de Iván Pinto,1 es un libro que busca poner en el centro de la escena crítica e historiográfica la pregunta ¿qué es el cine? Esa sería mi primera puntuación, mi primera impresión sobre la investigación que aquí presentamos. La pregunta por las relaciones entre arte y política, por el cine político, es una pregunta por el cine sin más, una pregunta que busca indagar en el derecho de mirada del cine, en un derecho de mirada que es tanto el de la cámara, el de ese ojo mecánico que asociamos con el aparato,2 pero también el de aquel o aquella que lleva la cámara, que imprime una autoría a una secuencia de imágenes que identificamos con un sonido, un color, unos diálogos, unas figuraciones, un ambiente, un tiempo. Derecho de mirada que igualmente es el de un espectador o espectadora, que se constituye en una relación visiva que tiene por objeto o finalidad un “dar a ver”, un “ver doble”, la posibilidad de un “ver en conjunto”, de una visión binocular dislocada, centrada y descentrada en un ver dos, de ver uno en dos, en un movimiento que no excluye la propia posibilidad de verse ver, de verse ver viendo y así en abismo. De ahí el peligro, el riesgo, que comporta visionar un film, el efecto incalculable asociado a ese acaecer visivo que identificamos con el cine, con ver un film. Quizá ya lo hemos olvidado, aturdidos como estamos por la exposición a una furia de imágenes sin contención, pero en todo visionado de un film se arriesga una relación, una confrontación, un traumatismo que tiene lugar en esa puntualidad que toda imagen reclama.

De modo que la pregunta qué es el cine es un tipo de indagatoria que parece ir más allá de aparatos, representaciones, imágenes, historias y saberes doctos o profanos. La pregunta por el cine, la pregunta qué es el cine, es una pregunta por ese derecho de mirada que se arriesga en el traumatismo de las imágenes en movimiento, por esa puntualidad propia de su acaecer. Pregunta que en El pueblo en disputa reclama una nueva modulación, acaso una reversión que nos lleve a revisitar los derechos de un derecho de mirada que nace con el siglo XX y con la invención del cine, y que Walter Benjamin expresó en la consigna: “Cada hombre tiene derecho a ser filmado”.3 Hoy, quizá, inmersos como estamos en la furia de las imágenes, esta consigna debería ser invertida, desplazada a través de una determinada torsión, de una resistencia constituida a partir de una cierta modulación negativa, de una potencia de no. Así, la consigna en la hora actual debería declarar, vindicar, “el derecho a no ser filmado”. “Cada hombre tiene derecho a no ser filmado”. Se me dirá qué sucede con la mujer, cómo pensar la diferencia, la diferencia sexual, en esta consigna resignificada, como reclamar un derecho de mirada que es derecho de no mirada en la diferencia sexual. Es posible acaso vindicar sin un atisbo de mala consciencia la consigna “cada mujer tiene derecho a no ser filmada”. Vindicar la consigna justo en el momento en que todo parecería indicar la urgencia de una reactualización de la consigna, la necesidad de reescribir el cartel benjaminiano: “cada mujer, toda mujer, tiene derecho a ser filmada”. No es, acaso, esta exigencia la que está en el centro de la demanda de la crítica feminista. Y cómo llevar adelante esta reelaboración por medio de un análisis constituido preferentemente por autorías masculinas (Rocha, Ruiz, Ospina), en la fascinación de una historiografía y una crítica a la que sin duda no se debería renunciar apresuradamente. No al menos si esa renuncia o rechazo supone el gesto esquemático de una contestación, de una salida de lo que se juzga simplemente agotado, terminado, acabado. La pregunta por la mujer, por su deseo, por qué es una mujer, es también la pregunta que acompaña el siglo XX. Recordemos la consternación de Freud ante el deseo femenino, su desesperación ante la resistencia femenina aprehendida como histeria o como un saber del análisis erigido por sus estudiantes mujeres. Si me detengo en esta puntuación no es para cumplir con los deberes del presente, de una determinada crítica del presente, sino para advertir en esa relectura de la consigna de Benjamin una incomodidad que es propia de la imagen (del derecho de mirada, del derecho de exposición) y de lo que la imagen enseña en tanto composibilidad, derecho común, comunalidad, figuración. Hay, por tanto, más de una consigna en la consigna, más de una lectura en la exhortación benjaminiana, o al menos la posibilidad de una diferencia en la diferencia, una torsión capaz de introducir una complicación, una división en aquello que el derecho a ser o no ser filmado escenifica como cuestión, enigma, dilema o stasis.4

“Todo hombre tiene derecho a ser filmado”, la consigna de Benjamin es citada por Iván Pinto,5 ella sirve de pasaje a una interrogación por lo que la palabra “pueblo” reclama como derecho de mirada, como indagación de un arte que es por definición popular, que se debe a esa configuración imaginal que solemos identificar fantasmaticamente con el pueblo, con un tipo de figuración que no se da un lugar sin abrirse a un pathos, a una caída constituida en una existencia que exige ser mirada, tomada en cuenta, visibilizada, contada, constituida en órgano visual. El pueblo en disputa es justamente una paciente elaboración de los modos en que aquello que se designa en la palabra pueblo, acaso en el arcaísmo sociológico e historiográfico del vocablo, vuelve a la escena crítica postcontemporánea como trauma, pequeño agujero en la representación. De los usos del vocablo en la investigación reseñada cabe retener un principio de diseminación, que lleva a pensar la voz pueblo como una categoría “nómada”, “viajera”, “abierta a desplazamientos, transformaciones y activaciones”.6 Este posicionamiento táctico de la categoría, especie de reglamentación léxica que sitúa al vocablo “pueblo” en excepción semántica, es la que permite a Pinto afirmar que el libro no es sobre “el pueblo en el cine”, “al menos no desde una historia lineal y teleológica sobre la evolución o transformación de un determinado colectivo y como este es representado en el cine”.7 De igual manera, y pese a que los nombres de Glauber Rocha, Raúl Ruiz y Luis Ospina constituyen el archivo central de referencias críticas, el libro no se ofrece como una defensa cerrada de un momento privilegiado —la década de los sesenta— respecto a la representación del pueblo en el cine. Por el contrario, buscando tomar distancia de una mimetología advertida en una doble secuencia, Pinto ensaya, tienta, una aproximación lateral, la “visualización de itinerarios y preguntas posibles a partir de un determinado trayecto problemático”.8 Esta aproximación —puede a su vez arriesgarse— no es sino otro modo de abordar la pregunta por el cine, la pregunta por el derecho de mirada que el cine reclama y autoriza en un mundo posthistórico.

Y aquí está mi segunda puntuación o impresión de lectura, puntuación que marca de algún modo el cierre de mi presentación, en tanto toma la pregunta por el pueblo en tanto pregunta por el cine como una pregunta sintomática, punta o puntada de un traumatismo en la imagen cinematográfica, y más ampliamente en lo que Jacques Rancière identifica con la fábula cinematográfica; reconduciendo con ello la pregunta por el cine al entramado histórico, al juego de apariencias que por vistas se dan por conocidas, reconocibles en ese efecto de identificación y sincronización que se asocia sin más con el relato, con la narración.9 Si en la fábula cinematográfica se impone la opsis sobre el muthos, si el espectáculo en la contrariedad de una imagen domina con su presencia la lógica del relato, es porque, de algún modo, esa contracción, esa contradicción entre opsis y muthos, entre imagen y narración, ya se encuentra autorizada en la propia escritura de la historia, en aquella invención de un género que se autoriza en la firma de Heródoto y sus Historias.

Si me he detenido en el umbral de estas historias, si El pueblo en disputa es esencialmente una indagación desesperada por el cine, una pregunta por qué es el cine, es porque ya no es del todo seguro que los términos establecidos en la relación a que da lugar la problemática identificada con el “cine político” o el “cine militante” sean hoy términos que se puedan reconocer según un uso instituido. Iván Pinto da cuenta de esta imposibilidad de testificación de los términos que constituyen la relación sometida a examen en el libro al preguntarse en las “Conclusiones” si acaso “¿se puede pensar el cine ‘fuera del pueblo’?” O, si, por el contrario, la noción misma de pueblo, su invención léxica figural, sería “una categoría inmanente” al cine, en tanto aparato que organiza un determinado régimen escópico.10 Las cuestiones así planteadas, lanzadas como se diría ante el aparato, escenifican sin embargo la crisis del propio cine, su mutación, metamorfosis o rarefacción. Si ya no sabemos qué es el cine, si la pregunta por el cine debe ser planteada con extrañeza cada vez, no es solo por la inestabilidad de los términos sobre los que se erige dicha pregunta (imágenes, aparatos, públicos), no es solo por el vocabulario que busca describir dicha crisis —cambio o mutación— en la movilización de una semántica de lo “performativo”, de “lo abierto”, del “advenimiento”, del “desanudamiento” o de la “heterogénesis”. No, si ya no sabemos qué es el cine, si en la pregunta por el cine se interroga o asedia con desesperación lo que guarda con celo la palabra pueblo, es porque en esa desesperación, en ese estremecimiento, despunta una singular soltura, una resolución en curso en la interfaz de una crisis que se vela y desvela en las luchas presentes.

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NOTAS

1 Iván Pinto, El pueblo en disputa. Debates estético-políticos desde Glauber Rocha, Raúl Ruiz y Luis Ospina, Buenos Aires, Prometeo, 2024.

2 “Ojo mecánico” es el título de un libro de Carlos Ossa que interroga, precisamente, el lugar de la comunidad en el cine político latinoamericano. Véase, Carlos Ossa, El ojo mecánico. Cine político y comunidad en América Latina, Santiago de Chile, Fondo de Cultura Económica, 2013.

3 Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproducción mecánica” [1936], Escritos franceses, trad. Horacio Pons, Buenos Aires, Amorrortu, 2012, pp. 165-198 [p. 184].

4 A propósito de estos problemas, reenvío aquí a uno de los últimos trabajos de Alejandra Castillo, Imagen stasis, Temuco, Ediciones Universidad de la Frontera, 2024.

5 Iván Pinto, “Los pueblos de la imagen”, El pueblo en disputa, pp. 41-62 [p. 42]. Pinto cita otra traducción del texto de Benjamin, una que nos abre a una variante de traducción en la frase que aquí por motivos de tiempo no comentaremos. Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, Estética de la imagen, comp. Tomás Vera Barros, trad. Andrés Weikert et al., Buenos Aires, La marca editora, 2015, p. 52.

6 Iván Pinto, “Introducción”, El pueblo en disputa, op. cit., p. 10.

7 Ibid., p. 12.

8 Ibid., p. 13.

9 Jacques Rancière, La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción en el cine, trad. Carles Roche, Barcelona, 2005.

10 Iván Pinto, “Conclusiones: Contraestrategias de la mirada”, El pueblo en disputa, op. cit., pp. 239-246 [p. 245].

* Texto leído en librería Alma negra, jueves 13 de marzo de 2025.

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