Mauro Salazar J. / La alquimia chilena. Seguridad e imaginación del desastre

Filosofía, Política

Nunca salí del horroroso Chile
mis viajes, que no son imaginarios
tardíos, sí -momentos de un momento-
no me desarraigaron del eriazo
remoto y presuntuoso
Nunca salí del habla que el Liceo Alemán
me infligió en sus dos patios como en un regimiento
mordiendo con ella el polvo de un exilio imposible
Otras lenguas me inspiran un sagrado rencor:
el miedo de perder con la lengua materna
toda la realidad. Nunca salí de nada. Enrique Lihn (1979)

El tiempo perpetuo y acelerado de las plataformas ha consumado un cambio de piel -amalgamas e hibridaciones- donde conviven abigarradamente mutaciones, cuerpos, travestismos y demandas (estacionarias, drómicas o emergentes) que han exacerbado la reducción de lo político a la agenda securitraria.

Ante la contienda electoral, la seguridad ha resultado un significante metastable en la próxima elección presidencial. La reducción de lo político a cámaras, controles, policías y un proceso de securitizacion, donde el monopolio medial, agravó la enemización como un requisito del orden transparente (higienizado). Y aunque el consenso es fundamental, ha sido ungido como el único recurso de funcionalidad tecno-estético de la clase política. ¿Existe un escudo protector -técnica- ante la algoritmización del mundo? Si la modernización no anuda los fenómenos ciudadanos (malestares de la subjetividad), ¿hay indicios de que la conflictividad dejará de ser expansiva? Qué duda cabe, “la seguridad es una dimensión fundamental”, pero qué significaciones informan la experiencia que hace del collage la nueva alquimia del tiempo trumpista. El presente -actualidad- queda remitido a transitoriedad. Todo es llevado a una mitopolítica del riesgo, y a una tardía modernidad tecno-instrumental.  Pero lo sabemos, aunque el Leviatán nunca nos deja de mirar, no se gobierna sin una «mínima seducción discursiva» -sin erotizar tímpanos. En nuestro paisaje todo está remitido a «clivajes de enemización”. Hay que madurar tal proceso, en todos sus alcances, expectativas, tipo de liderazgo, subjetividades beligerantes, producción de sentido securitario, rutinas de sociabilidad, autogobierno y relación con la diversidad. El otro temor es el malestar como un “raitil de dolencias», que dará lugar a una «democracia farmacológica». En un imaginario naturalizado en su estatuto narcotizado, todo se cursará por índices, por controles médicos. Un país de terapias y psicotrópicos, difícilmente logrará articular modernización y subjetividad. En materias de salud mental, la pastilla o dispositivo tecnológico, vienen a potenciar la imaginación del desastre.

En un progresismo sin vibratum, Carolina Tohá no ha logrado salivar una “cita Bacheletista”, como dimensión libidinal de “lo político”, sino un centrismo tibiamente modernizador. Un tropo fallido. Justo cuando los candidatos están en «política partisana», el progresismo por razones securitarias comparte el diagnóstico de la ruina -abjura de lo político- y deviene conservador. Tampoco es posible obviar las inevitables oscilaciones de Evelyn Mathei entre progresismos heteróclitos (aliancismos promiscuos) y votos duros, donde José Antonio Kast, y menos el dogmático Kayser, abrazaran audiencias de punto medio o posiciones centristas. Las fuerzas del progresismo -cual neovanguardia- no pueden congregar una rabia erotizada en una dirección transformadora. Para evitar los sufrimientos, un progresismo dadivoso ha convenido un nuevo movimiento civilizatorio centrado en los bullados “mínimos”, a saber, el consensualismo enfermizo. Pero contra lo previsto, una kastización de la política -sin Kast-podría tensionar la hegemonía de “Chile Vamos” en el juego de las derechas y facilitar el “expediente gramsciano” de un nuevo extremo programático -fundacional- de las derechas. Incluso si Kast deviene en un candidato agotado, cosa que puede ocurrir, y Johannes Kayser («outsider») mantiene el impulso, ello ha sido posible al interior de la kastizacion -no solo de evangélicos- sino de los grupos medios y en “armonía” con fenómenos planetarios. En la diada Kast & Kayser, amén que fuera Kayser el candidato, se juega una cuestión fundamental, a saber, cuál será el derrotero (texto, fondo, sustrato) de aquí en más de la derecha. Y esa respuesta programática no yace en el centrismo transicional de Mathei, sino en un nuevo extremo de fusiones partisanas, K & K. La obstinación progresista -dicho velozmente- fue la sumisión a la seguridad, porque en su mito se nutre de la propia inseguridad que la reproduce. Si la seguridad resolviera estas materias, no tendría lugar el bullado estatuto que ha adquirido desde los años 90’. En efecto, desde Paz Ciudadana, Tolerancia Cero, Se terminó la Fiesta o Seguridad para Todos, los procesos antropotécnicos (la extensión de citófonos, cámaras, alarmas, controles y dispositivos) no higienizan el campo social. La técnica pretende subordinar el “campo político” y ficciona una instancia autónoma que aparta a los sujetos, a saber: el sujeto queda suspendido en la impredecibilidad de la técnica. La emergencia de la relación entre la técnica y lo político se remonta a los inicios del pensamiento político moderno, particularmente, la ciencia civil postulada por Hobbes. El Leviatán representa “la gran máquina de máquinas”. La seguridad vive supurando su propia falla. Hasta aquí con la cuestión entre técnica (seguridad) y política.

Por fin, una apostilla político-cultural referida a la seguridad. Sin hacer de la emigración una academia populista (beatitud) y evitando toda demonología, los estudios sónicos (silencios del otro) se convierten en clivajes político-afectivos que develan el imaginario colonial del Chile Post-Covid, a saber, un retrato donde el “orden con pistolas” abulta el “programa securitario”, toda vez que el campo sensorial deviene en control político del cuerpo migrante. La negación de una acústica corporal ha sido una forma de homogeneizar las subjetividades y normar las memorias linguísticas. En estas materias la izquierda chilena ha cultivado -muchas veces por omisión- una segregación de las diferencias vernáculas, sin ofrecer mediaciones sensitivas. Hace más de un decenio, el éxodo del haitiano resultó infartante como hito racial, porque “ennegrecía” el relato visual del “milagro chileno”. Tal espejo era insoportable a la hora de compartir respiración y aliento intersubjetivo desde el ímpetu progresista. A poco andar las relaciones con texturas peruanas y bolivianas estuvieron empapadas de tachaduras, pues incomodaban las lenguas de la modernización chilena. Las semejanzas vernáculas (rostros, rictus) recordaban al henchido progreso chileno, el guion civilizatorio que cabía custodiar. En términos globales administrar la organología de los sentidos ha sido el pregón de una ciudadanía terciaria y estetizable. Silenciar el ruido de cuerpos y auscultar las memorias lingüísticas fue el binomio para obliterar la “respiración sudaca” en contextos de creciente movilidad global. Borrar los flujos expresivos implica abrazar cartografía sonora que neutralice los “identitarismos salvajes” que expresan enemización y liderazgos furiosos. Y así, la seguridad hunde sus huellas en la larga duración, a saber, la producción primigenia del campo social. Cabría preguntarse porque en La Araucanía, José Antonio Kast, podría triplicar con azotes la votación -fervorosamente ñuñoína- de Gonzalo Winter. En materias de seguridad cabe la pregunta por esa subjetividad stasiológica del Chile hacendal. No hacerlo nos lleva a letra imborrable de Enrique Lihn, a saber, “nunca saldremos del horroroso Chile”.

Dr. Mauro Salazar J. UFRO-La Sapienza.

Imagen principal: Juan Carlos Romero, Violencia, 1973-2018

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