Como a veces suele pasar en los mejores encuentros, en el sur de España se dieron cita algunas indagaciones no previstas. Escuchamos a alguien preguntar desde la más profunda honestidad desinteresada: ¿por qué tanto odio contra los palestinos? ¿Por qué se odia al palestino concretamente? Nunca estamos listos para preguntas así, quizás porque ponen la mirada en un problema que, como mancha de tinta, va recorriendo el hilado del mantel en el que ponemos nuestra propia mirada. Se dijo “Palestino” y también pensamos en “existencia negra”, tal y como insiste el afropesimismo, pero en cualquier caso ciertamente la pregunta por la perseverancia del odio no es otra que la consulta por la tonalidad fundamental del Americanismo cuya orientación es el mundocidio atravesado por vectores de fuerza. Llegados a este punto civilizatorio, ya no hay mundo más allá de los trámites de la fuerza, mediante los cuales la descarga dionisiaca apresura la disolución de sus sinuosas lenguas. Si la modernidad política trabajó con la divisa negativa del miedo, el interregno se autoafirma desde la producción de los odios (así, omnes et singulatim).
En algún lado de su Carta polaca a la miseria intelectual en Francia (1957), Dionys Mascolo vincula directamente la producción odio a la llegada de un mundo (es el mundo de la posguerra en el que el campo nunca desaparecerá) que ha superado la moral primitiva y bárbara; un mundo en el que va desapareciendo el intercambio de la palabra, y los vínculos más comunes, como el de estrechar la mano que de repente se torna un gesto sagrado. El odio aparecerá en la moribunda cotidianidad consciente de su propia expiración; asomándose a la pulsión de muerte, el sobrevenido rencor retrae al lugar primogénito de la autoaniquilación validada. Así, la pregunta alzada sobre el “odio a los Palestinos” debe someterse al examen de la psicopatología de la especie que dilapida en el letargo de su tiempo de esperar, la inconmensurable relación entre el habla y el dolor.
Puesto que cuando el dolor ya no puede dar voz a su lengua, aparece la instancia en que la maquinación socializada – también medicalizada como polo distributivo de la vida – se torna en la revancha esporádica de un proceso de devastación sin fin. En su reverso, la propulsión acechante del odio como tonalidad fundamental de existencia, no es sino la imagen invertida de la incontinencia de un dolor mudo, acechante, e incapaz de elevarse a la curación mediante la palabra (todo un viejo arte ya olvidado). Si civilizacionalmente la ira ha sido la más aristocrática de las pasiones, el odio en la pulsión fundamental en el umbral de una civilización moribunda.
Desde la génesis del eón cristiano, la vita mortalis suponía un límite infranqueable para todo viviente, ya que desde ahí podía redimirse el amor de la palabra encarnada. Esto quiere decir que, en nuestro umbral civilizatorio, la pulsión ilimitada del odio actúa como una fuerza disolvente del lenguaje, y por lo tanto del desocultamiento de la “verdad”. No deja de ser sorprendente que la proyección planetaria del odio tenga lugar al mismo tiempo que se despliega una nueva fase de acumulación robótica mediante la “Inteligencia Artificial” (AI), y la unidad de las ciencias (biológicas, lingüísticas, geológicas, físicas, atmosféricas) que no sólo se eximen del rigor de la verdad, sino que su eficacia depende de la acumulación de la data autonomizada como destrucción efectiva de las lenguas. Incapaces de discutir ahora desde los presupuestos del “realismo”, nuestra única tarea es desligar la lengua de las contracciones del odio, esa última estación de la comunidad. “No guardar simpatía alguna por el estado actual de la civilización … .escribir y conversar con todos los amigos dispersos en las esquinas del globo” (Wittgenstein, 1930).
Imagen principal: Silajit Ghosh, Anatomy of Destruction, 2024

