Sobre Artefactualidad de las imágenes de Alejandra Castillo
En su último libro publicado, Artefactualidad de las imágenes, (Palinodia 2025), Alejandra Castillo se pregunta –o también, continúa preguntándose– por el modo de visibilidad de nuestro momento político, social y cultural, y encuadra su mirada en un orden que, desde comienzos del siglo veinte, ha transitado desde una configuración organizada en torno a la letra hacia un orden que parece describir con claridad a nuestro tiempo, el orden de la imagen.
Desde el neologismo del título de la obra –artefactualidad– se percibe una investigación en curso que busca y propone sus propios instrumentos de expresión del pensamiento que intenta sintetizar.
La sección introductoria sugiere, ya desde su encabezado, la voluntad de ofrecer una apertura conceptual que estabilice las nociones centrales que serán puestas a trabajar en favor de la reflexión y el argumento: artefactos, corporalidades e imágenes. Desde esa trama de coordenadas podemos acceder con claros términos de referencias a las proposiciones de la obra. Como aclara la autora, no habría que “confundir el artefacto con los aparatos”:
Un artefacto determina los tiempos que organizan la vida: los modos en que se organiza lo público y lo privado; la creación de una arquitectura de lo íntimo y de lo intersubjetivo; y, sobre todo, establece un orden de visibilidad dando presencia y publicidad a una minoría, ausencia y desmemoria a la mayoría (14).
Para nuestro tiempo, Alejandra Castillo propone que sería la “técnica ocularcéntrica”, esto es, la de la centralidad de la imagen y su condición artefactual, la que señalaría el nombre de una época. Ante ese panorama, la autora define certeramente el sentido de su acción / reflexión.
La centralidad y dominio de las imágenes en la vida actual, junto a la preocupante sensación de que cierta moderación de éstas parece reforzar la expansión de un nuevo tipo de fascismo, obliga a una crítica feminista situada en el presente a poner atención en los modos en que las imágenes y los aparatos están narrando el cuerpo, lo femenino y la política (19).
Trabajando ejemplos y casos concretos para presentar su argumento, en el primer capítulo, Pornoartefactualidad, el texto nos permite pensar los procedimientos en que, a través de los modos de exposición del cuerpo, el orden de las imágenes “hace ver un sexo. […] La visibilidad no tiene que ver con el hecho de ver la “cosa” tal cual es, sino de “ver” lo que la artefactualidad permite en un momento dado” (22). Frente a ese orden de lo dado a ver, ese “ojo pornográfico de una comunidad” que puede rastrearse desde los inicios del siglo veinte en las repúblicas masculinas latinoamericanas y su diseño político, el texto vuelve sobre otras maneras y miradas, dialogando como ejemplo con un cuento de la chilena Elena Aldunate, para pensar otras preguntas por el sexo y los artefactos.
Pienso la temporalidad del feminismo en multiplicidad de ritmos, narraciones y artefactos desalojando, así, la prevención temporal vanguardista que hace ver solo el propio tiempo, la propia vida, como modelo de proyección (24).
El segundo capítulo, Artefacto stasis, nos ayuda a pensar el diseño como ese orden visual que “hace ver, demarca, establece jerarquías, visibiliza y excluye” (39), particularmente en el proceso de configuraciones de la institucionalidad liberal republicana en el tránsito de los siglos diecinueve al veinte, un proceso a través del cual el diseño “da a ver un mundo, pero oculta su artefactualidad” (40).
Alejandra Castillo se detiene en las posibilidades que se abren frente a la idea de diseñar, es decir, de “ver un objeto antes de su materialización” (41) para volver sobre el carácter ocularcéntrico de nuestro tiempo. “El término ocularcentrismo describe así la dialéctica de un movimiento en donde la visión se vuelve imagen y la imagen artefacto” (41). Pero si el artefacto ha sido capaz de construir sentido, también guarda la potencia de colapsarlo. “De tal modo, un artefacto puede ser stasis, interrupción” (49). Dialogando con la helenista francesa Nicole Loraux, el texto piensa las posibilidades de las imágenes de tomar partido al interior del cuerpo de la política. Desde su poder de interrupción, de oposición, la stasis de la imagen visibilizaría cuerpos y representaciones, pero también pondría en evidencia los dispositivos que les configuran, particularmente el dispositivo de género.
La imagen stasis es interrupción del cuerpo de dominio, es resistencia y alteración. […] La política hace ver un cuerpo, sin duda. La razón escópica privilegia la luz, la identidad y la pureza. En esas señas hacen coincidir política y filosofía, en ellas se organiza su corpo política (53).
Contra la hipótesis –de Julieta Kirkwood– de un cierto “silencio feminista” que se habría instalado en Chile a partir de la década del cincuenta, es decir, de la obtención del derecho al sufragio universal, Castillo muestra la productividad del ajuste de la mirada que implica su propuesta, para salir del orden de la letra y pensar en la producción de imágenes como clave de época. Volviendo al trabajo de pensar desde el feminismo como posibilidad de imaginar otro cuerpo para la política, el texto revisa obras de tres documentalistas chilenas trabajando en el periodo de la Unidad Popular: Angélica Vázquez, Marilú Mallet y Valeria Sarmiento, pero rastreando una genealogía –generalmente omitida– en el trabajo de producción de imágenes de Amanda Labarca, Elvira Santa Cruz, Gabriela Bussenius o Nieves Yankovic. El desmontaje de las obras audiovisuales que propone Alejandra Castillo deja sentadas las bases para una reflexión en torno a la performatividad de las imágenes sobre la que volverá en el capítulo siguiente, y que no podemos más que desear que se reactive y amplie prontamente.
El tercer capítulo, Transformación del régimen escópico, abre con una afirmación que resuena con vigoroso eco en nuestra historia intelectual, en torno a la formulación del sintagma “arte y política”.
Tal vez la única certeza que podamos invocar en lo relativo al arte y la política es la del tiempo y su paso, cuando este se fija a objetos y cuerpos (84).
El carácter feminista de la política que está siendo pensada en el texto obliga a evidenciar la complejidad de hablar del tiempo o, mejor, de sus temporalidades. Por ello, retrocede hasta el siglo diecinueve “para evidenciar esas prácticas políticas feministas que impugnaron las repúblicas masculinas que en ese entonces se instituyen y son guías de las democracias que se desarrollarán durante el siglo veinte” (86).
Lo central de esta aproximación parece ser la constatación de que “toda política es una corpo política. De tal modo, la exclusión de las mujeres lo es de un modo complejo” (87). Para enlazar la relación entre las políticas de la imagen y el feminismo a partir de 1973, será necesario volver sobre la cuestión del régimen escópico como régimen regulatorio del límite entre lo que se ve y lo que permanecerá oculto.
El cuerpo de la política enlaza en sí a lo menos tres momentos: la afirmación de sí (constitución de una subjetividad), la reformulación de lo público y lo privado y la descripción/prescripción del dispositivo de género (91).
Y aquí, se encuadra de manera impecable –y tal vez implacable– la cuestión de la corpo política.
Las imágenes por sí solas no tienen el poder de alterar sentidos. Más todavía, las imágenes mediadas no incorporan en su comando la alteración. Hoy en este contexto de exceso de imagen es crucial la pregunta por el poder de transformación que tienen las imágenes artísticas. ¿Cuándo una imagen altera el orden del dominio? ¿Cuándo una performance interrumpe los límites que narran lo en común? Tal vez, cuando una imagen se vuelve un cuerpo que interviene un orden de injusticia. Esta política de alteración de las imágenes puede ser llamada corpo política feminista (99-100).
El texto pone a trabajar casos como el del taller / coloquio / libro en torno a Gabriela Mistral que la Casa de la Mujer La Morada lleva adelante con edición de Raquel Olea y Soledad Fariña (1989-1990), performances de Julia Antivilo (2010) y Elizabeth Neira (2013), fotografías de Zaida González Ríos (2010), fotografías y videos de Gabriela Rivera (2004, 2006, 2012), documental de Lucía Egaña (2012), y por último, en el tiempo de la Revuelta –sobre la que, todavía, nos queda tanto por pensar– las intervenciones del Colectivo LasTesis y La yeguada latinoamericana de Cheril Linett (a partir de 2019). No parece casual que una reflexión de este tipo se pueble de nombres, que aparecen aquí no como parte de un catálogo de singularidades, sino como visibilización de flujos, vasos comunicantes o genealogías que entran a la escena del pensamiento sobre la imagen.
Entonces, más que buscar la verdad de la imagen, nos deberíamos preguntar qué hace una imagen. Preguntar, de otro modo: ¿Qué han hecho las imágenes del arte feminista en los últimos cincuenta años? Alterar el archivo del cuerpo del republicanismo, resistir al dominio patriarcal de las imágenes que recrean, una y otra vez, el lazo que une patria y familia e imaginar otro cuerpo para la política (115).
El cuarto capítulo, Alteración postpornográfica, abre un diálogo con Teresa de Laurentis para preguntarse, con ella y también con Proust, Genet, Gide y –por cierto– con Freud y Lacan, por otras formulaciones de lo político. “El psicoanálisis es una teoría del género, sin duda. El psicoanálisis es, también, un aparato proyectivo, que hace ver un cuerpo, hace ver un género” (121). Señalando una historia de las disidencias y deserciones en el siglo veinte psicoanalítico, el texto se detiene en el sutil subrayado adverbial de un párrafo de Luce Irigaray para plantear la posibilidad de una política no identitaria, que a partir de los excesos y desbordes de la sexualidad misma nos permita concebir una política que Alejandra Castillo describe como una política no reproductiva, “una política de la alteración” (130), una política que –una vez más, y como resulta agudamente expuesto– será una política del feminismo.
El texto se cierra con un capítulo final, “a modo de conclusión”, que hace referencia a la noción de imagen escalar. Destaca en esta sección una mutación en la escritura. Alejandra Castillo parece explorar los caminos de aforismo para señalar unas notas que podrían indicar rumbos a futuras indagaciones. En quince breves intervenciones numeradas, más que una síntesis lo que nos ofrece el texto es un nuevo ejercicio de agitación, de movimiento de las ideas. El régimen escópico vuelve a ser asediado con observaciones sobre su temporalidad y su corporalidad. El estilo sintético instala bombas de tiempo al cruzarse con la biopolítica, la gobernanza, la acumulación de datos y la guerra. Sus apuntes sobre el trabajo nos devuelven al anhelo por la cuestión performativa como un desarrollo que vuelva a conectar trabajos anteriores con rumbos futuros. La inquietud de la imagen stasis parece abrirse a una nueva forma de mirar y de ser mirados, si es que la mirada feminista nos ayuda –con su temporalidad compleja– a fijar su radicalidad en y desde la desviación y la oblicuidad.
Artefactualidad de las imágenes cierra abriendo, sístole y diástole de un pensamiento que Alejandra Castillo ofrece para seguir construyendo nuestro tiempo común, nuestro cuerpo común.
Francisco Albornoz, Director teatral, Doctor en Cultura y Educación en América Latina.
Imagen principal: Tahmineh Monzavi, Brides of Mokhber al-Dowleh, 2012

