Mauricio Amar / Gaza y el derecho internacional

Política

¿Cómo es posible que nos encontremos en esta situación? Israel ha ido preparando con diferentes estrategias una Solución Final para los palestinos de Gaza. En el camino, el derecho internacional se ha develado una pantomima. ¿Siempre fue así? Quiero decir, los que habíamos criticado abiertamente y de diferentes formas el orden instaurado por la segunda guerra mundial ¿no guardábamos acaso una secreta esperanza en que en caso de un genocidio, ya inevitablemente transmitido en directo, iba a funcionar algo (d)el derecho internacional? ¿Por qué esa secreta esperanza si, al fin y al cabo ese mismo derecho había creado al Estado de Israel en 1948, y luego ineficientemente había condenado varias veces la violencia de su actuar colonial sin que Israel parara por un segundo la construcción de asentamientos, muros, carreteras segregadas e incluso había llevado a cabo varios bombardeos contra la población civil? ¿En qué diablos radicaba esta secreta esperanza? Por supuesto habrá quien nunca lo aceptará y dirá «siempre lo supe», pero cuando comenzó el genocidio, la demanda impuesta por Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia ¿no hizo titubear aunque sea un poco ese «siempre lo supe»?

Resulta al menos interesante que tras la demanda sudafricana, que buscaba sobre todo impedir que Israel cometiera genocidio (aunque ya estaba en curso), la corte terminó dando un dictamen que buscaba ser «salomónico», pues terminó convirtiendo a Yahya Sinwar, el líder de Hamas en una suerte de símil de Netanyahu y Yoav Gallant, como si la operación de Hamas fuese comparable al genocidio en Gaza y como si ser una potencia ocupante fuese lo mismo que ser un pueblo ocupado. Pero la realidad corrigió el propio dictamen de la CIJ, cuando el poder de muerte de Israel llegó a asesinar al propio Sinwar y los dos únicos criminales de guerra que el mundo debía perseguir, entonces, eran Netanyahu y Gallant. El primero, sin embargo, ha podido pasearse por Estados Unidos y Europa sin ser detenido como ordena la corte.

Tal vez, a estas alturas debiese ser clara una cuestión, al menos hasta el próximo titubeo. El derecho internacional no es algo que nos ha fallado y que por tanto debiésemos enmendar. Es el dispositivo por medio del cual se regula qué genocidio es válido y cual es intolerable, de modo que su trama histórica va de la mano con la producción de un lenguaje que crea imágenes de vidas, como diría Judith Butler, posibles de ser lloradas mientras otras son completamente ignoradas.

Veamos esto con un ejemplo, dado que al fin y al cabo Palestina no es un caso aislado en el que el derecho internacional nos ha hecho dudar de sus intenciones y eficacia. En 1994, durante cien días, mientras ochocientos mil tutsis eran masacrados, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no estaba paralizado por la indecisión, sino ocupado en una operación lingüística de precisión quirúrgica: evitar pronunciar la palabra «genocidio» que habría activado las obligaciones jurídicas de la Convención de 1948. El embajador estadounidense que recibió instrucciones explícitas de no pronunciar la palabra fatal no estaba traicionando el derecho, sino ejecutando su función más propia: determinar qué formas de aniquilación son compatibles con el orden mundial y cuáles no.

Esta danza en torno a las palabras — «actos de genocidio» pero no «genocidio», matanzas pero no exterminio— encuentra su inverso simétrico en el actuar de las potencias en la ex Yugoslavia. Entre 1991 y 1994 La ONU estableció UNPROFOR (Fuerza de Protección), desplegando miles de cascos azules. La OTAN impuso zonas de exclusión aérea, realizó bombardeos selectivos contra posiciones serbias, y finalmente ejecutó la Operación Deliberate Force en 1995 —la mayor operación militar de la Alianza hasta ese momento. En Bosnia se desplegó lo que podríamos llamar una «intervención espectacular»: suficiente para demostrar que el sistema funcionaba, mientras en Ruanda ese mismo aparato funcionaba en reversa, como una máquina de no-intervención. No es tan simple como decir que las víctimas europeas valieran más que las africanas; es que el derecho internacional funciona como un dispositivo de jerarquización ontológica que determina qué muertes pueden interrumpir el curso normal del mundo y cuáles deben transcurrir como eventos naturales, casi meteorológicos y sí, en esa dicotomía se hace visible todo el racismo constitutivo del derecho internacional.

La Operación Turquesa llevada a cabo por Francia en Ruanda constituye quizás el momento más patético del proceso ruandés. Francia decidió intervenir el 22 de junio de 1994, cuando el genocidio llevaba ya más de dos meses y medio en curso. Los 2,500 soldados franceses de la Legión Extranjera y la infantería de marina no llegaron para detener las masacres —ya consumadas en su mayor parte— sino para crear una «zona humanitaria segura» en el suroeste del país. Esta merece ser pensada en toda su paradójica naturaleza. Se presentó como un espacio de protección pero funcionó como un corredor de escape. Bajo el manto del derecho internacional humanitario, Francia creó un territorio donde el gobierno genocida hutu —su aliado histórico— pudo reagruparse y, finalmente, huir hacia Zaire (actual República Democrática del Congo) con sus armas y estructuras intactas. El Frente Patriótico Ruandés (FPR) tutsi, que estaba deteniendo el genocidio mediante su avance militar, denunció inmediatamente la operación como lo que era: no una misión humanitaria sino una invasión destinada a proteger a los genocidas.

Gaza representa no la repetición sino la perfección de este mecanismo. Ya no son necesarias las contorsiones semánticas de Ruanda; el genocidio puede ser transmitido en directo, comentado en tiempo real e incluso procesado en las cortes internacionales y seguir ocurriendo. Y si alguna potencia o la propaganda sionista declara que no hay genocidio, aquello no tiene ningún impacto porque toda la humanidad es testigo de lo que sigue sin parar. Ese es verdaderamente el signo del cambio de época. Y la gran pregunta es qué hacer, dado que esa secreta esperanza ha desaparecido para siempre y lo que queda es la desnudez de la política internacional que Agamben había con justa razón retratado así:

La política contemporánea –dice– es este experimento devastador, que desarticula y vacía en todo el planeta instituciones y creencias, ideologías y religiones, identidad y comunidad, y vuelve después a ponerlas bajo una forma ya definitivamente afectada de nulidad1.

Pero la nulificación no significa una paralización. El derecho internacional sigue funcionando porque cumple un rol, pero como era evidente, a pesar de esa secreta esperanza, su centro ha sido siempre vacío. Es muy probable que la liberación de Palestina, desde el río hasta el mar (frase sobre la que sí se vierten todo tipo de criminalizaciones en Occidente) signifique precisamente una profanación del derecho en general, es decir, la consecución de una forma de vida cuya dignidad no pase por ninguna captura jurídica, sino por la puesta en escena de lo común y la radical igualdad que es la única verdadera deuda que mantiene la humanidad consigo misma. Y esa puesta en escena no debe pensarse en un punto distante del tiempo, sino en el aquí y ahora en que gritamos contra el genocidio.

NOTAS

1Agamben, Giorgio. Medios sin fin. Notas sobre la política, Pre-textos, Valencia, p. 93.

Imagen principal: Tarek Al-Ghoussein, Untitled 9 (Self Portrait Series), 2002-2003

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