Como bien ha mostrado en su trabajo de los últimos años Gabriel Rockhill, lo que llamamos Marxismo Occidental –aka Escuela de Frankfurt o teoría crítica– es, hoy con más claridad que nunca, una traición enmascarada como fidelidad: aquellos que pretendían salvar a Marx de la ortodoxia soviética terminaron por entregarlo en manos de la academia burguesa. Adorno y Horkheimer encarnan perfectamente esta paradójica figura: críticos implacables de la reificación que se transformaron ellos mismos en objetos reificados del sistema que creían combatir. Su gesto más revelador no fue el abandono del materialismo –esto fue solo el síntoma– sino la transformación de la praxis revolucionaria en contemplación estética, como si el sufrimiento del mundo pudiera ser redimido por el análisis refinado de su representación cultural.
La metáfora lukácsiana del «Grand Hotel Abyss» captura una verdad que va más allá de la ironía: estos pensadores habitaban efectivamente un lugar privilegiado desde el cual observar el abismo sin jamás arriesgar caer en él. Pero lo que Lukács tal vez no vio completamente es que este hotel no era solo una posición cómoda –era una posición funcional al imperialismo mismo. Cuando Adorno y Horkheimer aceptaron el apoyo de las autoridades americanas en la ocupación de Alemania occidental, cuando publicaron sus ataques más feroces contra el socialismo real en revistas financiadas por la CIA, no estaban simplemente haciendo compromisos tácticos: estaban revelando la naturaleza profunda de su proyecto teórico.
La paradoja más amarga es que estos críticos de la Ilustración terminaron por encarnar precisamente lo que Weber había descrito: no la jaula de acero del capitalismo racionalizado, sino algo más sutil y perverso –la jaula dorada de la crítica impotente. Creían haber descubierto en la «personalidad autoritaria» la clave para comprender tanto el fascismo como el comunismo, pero no lograron ver que la verdadera autoridad a la que se sometían era aquella invisible del capital imperialista que financiaba sus investigaciones y publicaba sus libros.
El eurocentrismo de estos pensadores no era un simple prejuicio cultural, sino una ceguera estructural: mientras analizaban minuciosamente la dialéctica de la reificación en las metrópolis occidentales, ignoraban deliberadamente las revoluciones anticoloniales que estaban transformando el mundo. Como si la historia se desarrollara solo en los seminarios de Frankfurt o en los cafés parisinos, mientras en Vietnam, Cuba, Argelia, el marxismo se convertía en fuerza material capaz de romper las cadenas del imperialismo. Esta ceguera no era accidental: era la condición misma de su existencia como intelectuales «críticos» tolerados y hasta promovidos por el sistema.
La retirada de la dialéctica de la naturaleza no fue, en este sentido, solo un error filosófico, sino un gesto de rendición: renunciando a la ontología materialista, se privaron de la posibilidad misma de pensar la transformación real. Lo que quedaba era solo la crítica cultural, sofisticada cuanto se quiera, pero incapaz de morder la realidad. Es significativo que mientras Mao teorizaba y practicaba la guerra popular en las campiñas chinas, mientras Ho Chi Minh organizaba la resistencia en las junglas vietnamitas, Adorno escribía sobre la música atonal como forma de resistencia. No se trata de oponer groseramente teoría y praxis, ni de subestimar la relación entre estética y política, sino de reconocer que una teoría que se retira de la praxis termina por convertirse en el ornamento estético-cultural del sistema que pretende criticar.
Adorno y Horkheimer creían preservar el núcleo crítico del marxismo depurándolo de sus «ingenuidades» materialistas y revolucionarias, pero lo que preservaron fue solo la cáscara vacía de una crítica que, habiendo renunciado a transformar el mundo, terminó por convertirse en parte de su aparato de legitimación. Su suerte nos advierte: quien pretende «salvar» el marxismo de su vocación revolucionaria termina por traicionarlo del modo más sutil –transformándolo en lo que Marx más detestaba: una interpretación del mundo que sirve para impedir su transformación.
No podemos, por tanto, sentir ningún grado de extrañeza por la defensa que ha hecho Jürgen Habermas del Estado de Israel en pleno desarrollo del genocidio en Gaza. Mientras los palestinos llevan a cabo una lucha frontal contra el imperialismo y su gente vive día a día bajo las bombas sionistas, Habermas se limita a representar muy bien a la Escuela de Frankfurt y su intragable eurocentrismo. Pero esta vez, los hilos de su máscara se han soltado.
Lectura: Gabriel Rockhill The CIA & the Frankfurt School’s Anti-Communism
