Javier Agüero Águila / Soberanía, guerra y violencia plástica

Filosofía, Política

Comencemos con la siguiente cita de Horacio Potel:

No hay un centro, ni un original que funde las repeticiones, no existe el antepasado primordial, el origen primigenio. No hay origen que pueda servir para identificar el original del suplemento, ni para dominar su diseminación. Lo que reemplaza al centro-origen es una prótesis, un parásito, un suplemento1

¿Qué es lo que nos dice Potel cuando indica que no existe algo así como un origen que funde las repeticiones? Se piensa que no habría un punto de partida, una economía absoluta que aglutine al pasado, que condense un presente y que repercuta en un futuro dándole forma. El origen siempre remitirá a otro y es imposible rastrear su primer impulso. Si pensamos en la guerra, ésta no tendría ni ascendencia ni descendencia, no obstante, parece heredarse a sí misma reproduciéndose en un incesante espiral histórico.

La guerra en este sentido es contingencia cargada de un inmensurable presente; presente que impacta repitiendo la partitura de muerte que la va añadida y que, de ahí en más, la asumimos, de nuevo, como lo que pasa.

Derrida hablará, en diferentes momentos, de una “violencia originaria”; violencia que es anterior, previa, antecedente de toda formulación ética. En otras palabras, tras toda decisión que comprometa nuestras observaciones sobre lo bueno lo malo, lo fiel y lo infiel, lo justo y lo injusto, la promesa y la traición, en fin, siempre habrá un resto; una suerte de sustancia original –cuyo origen mismo es sin historicidad– que no podrá sino acoplarse a nuestra experiencia del mundo, y este resto será, de nuevo, la violencia, siempre una violencia. Ésta, en su radicalidad, se aloja “[…] en la raíz del sentido y del logos, antes incluso de que éste tenga que determinarse como retórica, psicagogia, demagogia, etcétera”2 O bien la violencia entendida en este pensamiento derridiano:

La paz, como el silencio, es la vocación extraña de un lenguaje llamado fuera de sí por sí. Pero como el silencio finito es también el elemento de la violencia, el lenguaje no puede jamás sino tender indefinidamente hacia la justicia reconociendo y practicando la guerra en sí mismo3.

El pasaje es complejo, pero permite entender algo así como la “mecánica” íntima de la violencia. Primero la paz como lo que no es inmediatamente contrario a la guerra; la paz es el retorno silencioso y la incombustible condición de la guerra misma. Es decir, la paz generaría su propio silencio y éste, en definitiva, es la guerra. La paz en este sentido es para la violencia su latitud, la misma que le es consubstancial.

¿Cómo tener noticias de la paz si no es por la guerra y a la inversa? ¿de qué manera entender el silencio de la paz como el abismo que cae una y otra vez en la violencia? O, precisando ¿cuánto le debe la guerra a la paz para, entonces, ser la porosidad excesiva por donde se filtra la pulsión de muerte traducida, por ejemplo, en un genocidio? (Pueblo palestino asediado por la pulsión de la extinción total).

Se asume la paz en esta línea no como la utopía kantiana necesariamente4, sino como lo que no es y es violencia a la vez. El lenguaje de la justicia en la historia, como lo sostiene Jaques Derrida, no puede dejar de dar el paso indefinido hacia la guerra. Todo lo “justo” es violento porque es precisamente en el ilimitado perímetro de su afuera que puede alcanzar su determinación; y ese afuera es la guerra, la violencia del silencio que en tanto exterioridad no es más que el radio extensivo en el que la realidad (o aquello que decimos “mundo”) se ajusta a sí mismo. La paz no es lo contrario a la guerra, ya lo decíamos, es su mímesis y no su némesis y es en esta órbita aporética que la violencia en su forma de guerra alcanza toda condición de posibilidad, a tal punto que llega a constituir el régimen de lo justo, o de una cierta justicia.

Para decirlo en palabras de Catherine Malabou la guerra sería “[…]la toma de formas y la aniquilación de toda forma, la emergencia y la explosión”5. Esto es, la posibilidad de la paz como forma o régimen, y, a la vez, su destrucción ahí mismo donde alcanza al contexto. Emerge y explota; es la violencia que la hace estallar en el momento que parece instalarse. Esto es la plasticidad de la guerra en relación a la paz, nada es rígido sino plástico, dúctil; la inorganicidad de lo fijo a la luz de una constante revuelta en las contingencias y su radical elasticidad. Y así una y otra vez. La guerra en relación a la paz no es más que plasticidad6.

Dicho lo anterior, y tal como lo sostiene Simone Regazzoni en sus lecturas de Derrida, podemos entender la guerra y la violencia, también, en relación al principio de soberanía: “[…] analizando la soberanía como animal artificial del Leviatán de Hobbes, Derrida define precisamente la soberanía como una máquina de muerte para servir a los vivos”7.

La soberanía o deviene por principio divino/hereditario o bien se consigue a través de la guerra. En ambos casos, lo que se ejerce es violencia. Tiene razón Regazzoni al sostener en esta dirección que la soberanía es “un animal artificial”, en el entendido que nunca se trató de una ontología de la historia; la soberanía no es un anacronismo y menos, en ningún caso, un acontecimiento. Se trataría en esta línea de entender a la soberanía como algo por obtener, que se alcanza y por lo cual se lucha. Ya sea el rey defendiendo su derecho divino; o el soberano que pretende, a través de la extensión de la guerra, atribuirse legitimidad; o el político que al interior de un sistema que supone un conjunto de procedimientos más o menos reconocidos por una membresía común, en fin, en cualquiera de estos casos, la soberanía es una consecuencia y jamás podría ser asumida como algo “esencial” a lo humano.

Es en esta perspectiva su artificialidad. Sin embargo, y justo después de que la soberanía reitere su legitimidad de facto, ésta se entiende a sí misma como una sistema organizado, racional y planificado para extenderse e ir más allá. En esta línea es que lleva añadida, ahora sí, una violencia metafísica que le permite “producir” muertos para consolidar el reinado de los vivos ¿no fue acaso Auschwitz una máquina fordista de producción de cadáveres? ¿con qué objeto se echó a andar esta tecnología de muerte? Porque Auschwitz (y hoy Gaza) es la violencia en éxtasis, fuera de sí, desmadrada, lacerante radical y, parafraseando a Paul Claudel, ahí donde se dieron lugar las inmundas orgías del odio. Podemos responder a estas preguntas (ominosas preguntas, por cierto), sosteniendo que todos los muertos son condición necesaria para revitalizar una y otra vez – en reproducción casi automática– la soberanía.

¿No es también esta búsqueda frenética de soberanía a través del desplazamiento y el genocidio la que ahora, en una inversión brutal y terrible del relato de la historia y sus protagonistas, despliega el Estado de Israel contra el pueblo palestino en Gaza?

En breve, la soberanía no es la violencia metafísica que sería lo íntimamente propio de la historia, es el resultado de la violencia en cualquiera de sus formas.

Ciertamente, en toda esta aleación onto-óntico-histórica, lo político se manifiesta igualmente en toda su amplitud. Así lo sostiene Jacques Derrida en La bestia y el soberano:

[…] La guerra es, por lo tanto, la condición, el elemento, el horizonte esencial del Estado y de la sociedad organizada, de esa institución artificial que –repita Kant– es el Estado. Sin horizonte de guerra, el Estado no tiene ya razón de ser. El Estado es por esencia belicoso, belicista, incluso beligerante8

Así como la soberanía tiene un carácter sintético, el Estado también, y adquiere relevancia ahí donde el horizonte de guerra se le despeja. El Estado es burocracia, procedimientos, jerarquías y distribución de operaciones. El punto aquí es que nada de esta operatividad propia de lo estatal sería posible, así como lo señala Derrida siguiendo a Kant, nuevamente, sin esa suerte de utopía pragmática que es la guerra. Y es esto lo que podemos decir del Estado en su más intrínseca naturaleza de artefacto. La utopía de la guerra que se regenera sin detenerse en el corazón de las burocracias estatales mismas adquiere siempre condición de posibilidad. La utopía en este sentido queda desajustada respecto de su, en principio, inalcanzable “naturaleza”; la utopía resta a-utópica porque a través de la urgente regeneración de la inevitable guerra es ex-nihilo posible, nunca lo irrealizable.

NOTAS

1 H. Potel, “Nietzsche y Derrida en la Red”, en Por amor a Derrida, (M. Cragnolini (comp.), La Cebra, 2008, p. 226.

2 J. Derrida, “Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Levinas”, en La escritura y la diferencia, Anthropos, 1989, p. 168.

3 J. Derrida, op. cit., pp. 157-158.

4 Escribe Kant en Sobre la paz perpetua: “Los ejércitos permanentes –miles perpetuus– deberán desaparecer por completo con el tiempo”. I. Kant, Sobre la paz perpetua, Tecnos, 1998. p. 7.

5 C. Malabou, El porvenir de Hegel. Plasticidad, temporalidad, dialéctica, Palinodia y Ediciones La Cebra, 2013, p. 24.

6 En breve, la plasticidad puede ser entendida como “[…] el exceso del porvenir en el porvenir”. (C. Malabou, op. cit., p. 25). Y esto es la guerra.

7 S. Regazzoni, Derrida. Biopolitica e democracia, Il Melangolo, 2012, p. 27.

8 J. Derrida, Seminario La bestia y el soberano,vol. II (2002-2003), trad. L. Ferrero, C. de Peretti y D. Rocha, Manantial, 2011, p. 25.

Javier Agüero Águila, Universidad de los Lagos

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