Federico Ferrari / Ciega esperanza

Estética, Filosofía, Política

La iconolatría contemporánea impregna cada sector de la vida. El mundo es permanentemente observado, escrutado, espiado y transformado en imagen. Tenemos imágenes de cada cosa, de cada aspecto de la existencia, de cada individuo singular. Podemos ver imágenes de los miembros de una tribu amazónica que nunca ha entrado en contacto con la civilización (imágenes obtenidas con una «cámara trampa»). Podemos desplazarnos en nuestras pantallas por fotografías tomadas por robots en los planetas más remotos. Y, además, podemos observar imágenes satelitales de las masacres perpetradas en cada rincón del planeta. Nos hemos convertido en el ojo de Dios. Cada uno de nosotros se ha convertido en ese ojo.

La técnica contemporánea es, de hecho, la realización del sueño religioso monoteísta. Encarna la pretensión de controlar el mundo mediante una mirada de sobrevuelo. Pero esta mirada desde lo alto, más aún, desde el punto de vista del Altísimo, choca, exactamente como chocan con ella todas las religiones testamentarias, con la constatación de una impotencia profunda, con una imposibilidad de intervención sobre el conjunto del mundo, sobre la humanidad en su totalidad. Una vez vista toda la injusticia de lo creado surge, de hecho, solo la imposibilidad de ponerle remedio. Esta es la realidad histórica de todos los monoteísmos: la reiterada traición de la promesa de redención.

En el fondo, el hombre de la técnica es un hijo de Dios que, decepcionado por el Padre, ha creído poder tomar su lugar. El hombre contemporáneo ha querido ver lo que el Altísimo veía: el diseño del mundo. Pero el diseño, a pesar de la potencia de los aparatos de visión, tarda en tomar forma. Solo hay una proliferación infinita de siempre nuevas imágenes, que vacían de realidad la cosa representada. La mirada de Dios –ahora lo hemos comprendido– es, de hecho, la mirada de la impotencia total. Es la experiencia de un mundo que huye en cada dirección y sobre el cual ya no se tiene ningún control.

Masacres, injusticias, violencia, humillación, vida ofendida y nada que se pueda realmente hacer para bloquear todo esto (no esta o aquella injusticia –que, habitualmente, se piensa resolver generando nuevas– sino el Mal, la totalidad de las injusticias). El mundo se vuelve cada vez más próximo y cada vez más inasible.

Las tecnocracias espectaculares se perfilan, de modo progresivo, como la máxima forma de impotencia política, como el extremo dispositivo de contención y reducción de la fuerza transformadora típica de la praxis viviente: fin de la dimensión política colectiva. Pero, también, fin de todo intento de teodicea, incluso de las secularizadas, como lo fueron las democracias modernas. En consecuencia, fin de toda concepción del mal, de toda visión del mal, como detonante para un impulso propulsor real apto para crear un dique concreto, un freno, a la injusticia.

Cuando termina el escándalo del mal, por una excesiva y continua exposición a su imagen, termina también su función propulsora como antídoto, como generador de acciones contrarias a su inhumanidad y aptas para restablecer un equilibrio. Queda solo una masa infinita de imágenes inofensivas que anestesian toda sensibilidad y toda reacción colectiva, dejando que el mal prolifere en la indiferencia de la mayoría.

Seguramente aún hay individuos, los sensibles, que ven más allá de la imagen y sienten el dolor del mundo. Los justos son aquellos que, gracias a una renovada capacidad de sentir, de confiarse a los sentidos, a todos los sentidos, se sitúan o, al menos, buscan situarse más allá de toda idolatría, más allá de toda reducción de las imágenes a ídolos, a simulacros de realidad. Solo más allá de los ídolos de la técnica, solo en una real comprensión de la piel y del fondo de las imágenes, de su capacidad de remitir a otra cosa, al otro, reside de hecho la última esperanza. Solo cerrando, a veces, los ojos y sintiendo la presencia del mundo, algo puede todavía realmente tocarnos y movernos a la acción. Queda solo una ciega y sensible esperanza, la única en la que aún se puede esperar.

Fuente: Antinomie.it

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