» La democracia es siempre aporía: la posibilidad de la democracia coincide con su imposibilidad». J.D.
¿Qué es exactamente «la gente» que Franco Parisi invoca? No es el pueblo de la historia, de los antagonismos irresolubles. No es la ciudadanía de derechos ya inscritos, sino disidencia potencial devenida en orden policial convocando a Jacques Rancière. Admitamos una construcción que rehúye elites urbanas y se presenta como descubrimiento, cuando lo que estaba ahí debe ser transformado, reinventado para poder aparecer como «la gente». Y aquí comienza la verdadera ironía, el acto de hacer aparecer nuevas subjetividades es simultáneamente el acto de clausurar las posibilidades de que esos sujetos cuestionen la escena de su propia aparición (emergencia). El PDG introduce un concepto que es problemático, y conviene detenerse aquí, en esta problematicidad que no es meramente teórica, sino que tiene toda la densidad de una operación política concreta. Reemplaza «el pueblo» por «la gente común y corriente». Esto no es simple variación semántica, sino una operación fundamental de redistribución de lo sensible (según Rancière): una transformación de quién puede aparecer, quién puede ser visto, quién cuenta como sujeto que tiene derecho a hablar. «La gente» en el PDG es literalmente (debe insistirse en ese literalmente) una invención política. Es un sujeto que no existía previamente en la política chilena de la manera en que el PDG la construye. Un modo donde aparecen cuerpos gestiónales, bajo una «hegemonía de la negación».
Hay un punto ciego en el análisis del PDG que es la invisibilidad de lo que podría llamarse «las partes sin parte» dentro del mismo partido. La expresión francesa «la part des sans-part» nombra algo que es, por su estructura misma, imposible de nombrar: aquellos que son contados como no contados en una comunidad, aquellos cuya exclusión es de tal naturaleza que ni siquiera pueden ser excluidos porque no han sido jamás incluidos, ni siquiera como excluidos. Son la parte que no tiene lugar en la partición, la voz que permanece sin espacio para sonar, la presencia que no puede ser contada porque el acto mismo de contar presupone que ya han sido contados.
El destino de lo político es la despolitización mediante la politización. Y esta frase, apenas enunciada, requiere que se la repita, que se la gire, que se la vea desde múltiples ángulos porque su paradoja es precisamente lo que permite ver la sofisticación completa de la captura. El PDG permite, y debe insistirse en que permite, que deja que suceda, que abre espacios para que emerja lo político. Pero lo permite únicamente para capturar esa emergencia dentro de marcos predeterminados, dentro de estructuras que han sido ya fijadas, donde los términos del juego han sido ya establecidos por otros. La verdadera confrontación con lo sensible establecido ha sido ya estructuralmente imposibilitada. Esto es, se ha hecho imposible, se ha vuelto incontenible, ha desaparecido de lo pensable.
En el PDG, ¿quiénes son «los sin parte»? Y debe insistirse en esta pregunta, debe hacerse eco de esta pregunta una y otra vez, porque la respuesta no es sencilla, no es evidente, no se ofrece a sí misma para ser consumida inmediatamente. El estudio CEP (Aldo Mascareño) identifica, y aquí está lo que debe verse, tensiones de género: masividad de votantes hombres, una mayoría tan abrumadora que es casi total, que es casi absoluta, que es casi la universalidad misma. ¿Y qué hace el partido con esta realidad? Intenta cubrirla con medidas que se califica, con razón, como «ad libitum»: medidas que aparecen espontáneamente, sin necesidad, sin fundamentación, como si surgieran del deseo de remediar algo que no puede ser remediado simplemente porque no ha sido nunca enfrentado. Las mujeres dentro del PDG podrían ser pensadas, y debe pensarse esto, debe habitarse esta idea, como una «parte sin parte»: su presencia es estadística, es decir, existe únicamente como número, como cifra, como dato que puede ser contabilizado. Pero su voz, y aquí está la verdadera exclusión, su voz no articula la política fundamental del partido, no toca los presupuestos que gobiernan, no cuestiona los términos en que las decisiones son tomadas.
Es necesario comprender, aunque exija cierta violencia contra el pensamiento habitual, que lo que el Partido de la Gente realizó no es simplemente una innovación electoral. Las consultas digitales, la democracia directa, son apenas las máscaras mediante las cuales el fenómeno se presenta. Lo verdaderamente perturbador es que el PDG ha descubierto algo que pocos órdenes políticos llevan a tal sofisticación: que perpetuar el orden no requiere represión explícita, sino integración completa de la participación. Ha descubierto que si dices «tu voz es importante, nosotros somos solo el canal», entonces la gente ya no puede formular la pregunta más peligrosa: ¿quiénes son ustedes para determinar los términos en que mi voz puede expresarse?
El PDG hace audible a quienes nunca lo fueron. Construye redes que permiten a personas sin experiencia previa aparecer, hablar, participar. Hay algo genuinamente político aquí: apertura de nueva subjetividad política, aparición de actores no contados. Pero, y aquí la perturbación, el acto de darles voz es también determinar los términos en que esa voz puede expresarse. Las consultas digitales dicen: puedes hablar, participar, tu voz importa. Pero únicamente en estos términos, estos temas, estas preguntas, este formato binario que nosotros diseñamos. La ironía es casi obscena: inclusión es exclusión simultáneamente, apertura es cierre, hacer audible es determinar qué es audible. La «gente» participa, vota, consulta. Pero las coordenadas fundamentales de lo que puede votarse, los presupuestos incuestionables, la distribución del espacio de votación, permanece intacta e invisible.
Aquí comienza lo verdaderamente diabólico, diabólico estructuralmente, no moralmente. El PDG descubrió que perpetuar el orden no requiere represión, sino integración completa de la participación. Si dices «tu voz importa, somos solo canal», entonces la «gente» no puede preguntar: ¿quiénes son para determinar los términos de mi voz? La integración completa es más eficaz que cualquier exclusión: incluyes al otro en su propia subordinación, desaparece la posibilidad de verdadera demanda política. Toda demanda política requiere exterior, posibilidad de decir «no», rechazar los términos del orden. Cuando no hay exterior, cuando todo ha sido integrado, cuando la aspiración radical a transformación es canalizada hacia «participación» dentro del orden, entonces «política» desaparece y queda «policía» pura, reproducción automática del orden mediante su aparente apertura.
Las «tensiones» del PDG, entre «ausencia de ideología» y carga ideológica, entre «democracia digital» y decisiones ya tomadas, no son defectos sino características estructurales donde captura ocurre. Son puntos donde «política» está siendo asesinada en su aparición. La ironía es máxima: el PDG no puede resolver estas «tensiones» sin abandonar su estructura fundamental. Si permitiera verdadera deliberación sobre presupuestos, si abriera cuestionamiento de términos, el orden se desmoronaría. Pero eso es precisamente lo que no puede permitir. Las «tensiones» permanecerán subterráneas hasta el momento en que el sistema simplemente explota, hasta que «política» verdadera, sofocada durante tanto tiempo, encuentra una vía de ruptura.
Pero ni siquiera entonces habrá claridad alguna. En conflicto abierto, no sabremos si es verdadera «política» o transformación de «policía» en otra forma de «policía», presentándose como liberación, fin de «ideologías», «voluntad del pueblo». El PDG no inventó nada radicalmente nuevo: llevó a máxima sofisticación la captura de emergencia, integración de disidencia, transformación de lo «político» en «policía». Desapareció la mediación visible, hizo que «policía» se presente como ausencia de «policía», naturalizó la estructura haciéndola invisible.
Franco Parisi es el sitio donde la contradicción fundamental se mantiene suspendida, donde la tensión entre «consulta digital» y decisiones invisibles se equilibra. Mientras existe como punto nodal, mientras sostiene la ilusión de que la «gente» realmente decide, sin mediación, expresando «voluntad política» sin distorsión, el orden persiste. Pero esta suspensión es precaria, temporal, condenada a la crisis. En algún momento la pregunta fundamental debe emerger: ¿quién decide realmente? ¿En qué momento el mandato de «gente» es reinterpretado, transformado en acción política? ¿Dónde está el acto verdaderamente político?
Cuando esa pregunta emerja, el PDG ya habrá realizado su operación fundamental: habrá integrado completamente a nuevas poblaciones en la «política», habrá naturalizado que la «voluntad popular» es posible mediante mecanismos técnicos, habrá transformado la expectativa de «lo político» en expectativa de «participación» dentro del orden. Entonces, incluso cuando el PDG como tal desaparezca, su legado será la transformación del espacio político mismo, la manera en que todas las fuerzas políticas futuras comprenderán su relación con el pueblo, con la «gente». Habrá vencido no porque sus consultas hayan sido verdaderamente democráticas, sino porque habrá logrado hacer que la «gente» crea que la «democracia» es esto, que la «participación política» es reducible a votaciones digitales, que la «emancipación» es compatible con la integración completa en el orden.
Consideremos que el Partido de la Gente puede fracasar electoralmente, desintegrarse en conflictos internos, ver desaparecer a su hiperlíder. Con todo, su configuración entre «política» y «policía» permanecerá. Habrá logrado transformar la «política» misma, de tal manera que lo que era antes concebido como actividad de ruptura, de interrupción del orden, de emergencia de lo excluido, sea ahora comprendido como «participación» dentro de estructuras de gestión. He ahí el quid: el PDG integra nuevas poblaciones no para emanciparlas, sino para gestionarlas.
Dr. Mauro Salazar J. Ufro/Sapienza.
