Desperté pensando en Las flores del mal. No hay nada que pudiera, al menos de manera consciente, indicarme por qué esta fijación que estuvo ahí desde el primer momento de la madrugada, cuando abrí los ojos a las 4 a.m., me levanté, preparé el café y me puse a escribir. No recuerdo ni que Baudelaire, ni que las flores o que algo malvado se me haya aparecido en algún sueño, o tal vez simplemente no lo recuerdo.
La cuestión es que no pude sacudirme a Baudelaire de la cabeza y lo primero que hice después de mi rutina (a la que me aferro y me salva), es ponerme a leer Las flores del mal, frenéticamente, sin parar, sin dejarme tentar por la torpeza de analizar cada poema; solo sintiendo el navajazo de la palabra; la misma que es estremecida por la desmesura, por el mundo fuera de las prescripciones y el folclor de la época, por la expulsión de toda liturgia. Sobrecogido, claro, por el pálpito de una belleza insondable y condenada que no nos llevaría, en principio y si leemos a Baudelaire en serio, a nada “normal” (“Expón tu alma al peligro y puede que sobrevivas como poeta”, escribió alguna vez Jim Morrison).
