El último correo que recibí de mi amigo, el filósofo Emilio Ichikawa (1962-2021, antes de fallecer decía lo siguiente: “Eres clemente, creo que esa palabra ya ni se usa”. En efecto, la clemencia (o ser clemente) ha caído en desuso terminal en nuestro presente. Uno imagina algunas de las razones que han contribuido a la desaparición de la clemencia en un mundo que ahora aparece enteramente gobernado por la fuerza. Es notable cómo para Séneca en su tratado De Clementia (55 d.C.) el alcance de esta noción remitía a la estabilización del vínculo político (vinculum) en momentos de desintegración social. Dirigiéndose a los gobernantes romanos, Séneca argumentaba que el poder estatal nunca puede ser autosuficiente; también había un requisito irrenunciable en la clementia necesaria para tratar con los miembros más débiles del lazo social (membris languentibus) [1]. En las discusiones jurídicas contemporáneas, la clemencia no sólo ha desaparecido como práctica, sino que se ha incorporado a la función ejecutiva de la potestad de indulto; y que, como hemos visto en los últimos años en Estados Unidos, se ha convertido en una mero trueque político en favor de los poderosos, mas nunca de los más débiles de la sociedad.