Gerardo Muñoz / El eclipse de la clemencia

Filosofía, Política

El último correo que recibí de mi amigo, el filósofo Emilio Ichikawa (1962-2021, antes de fallecer decía lo siguiente: “Eres clemente, creo que esa palabra ya ni se usa”. En efecto, la clemencia (o ser clemente) ha caído en desuso terminal en nuestro presente. Uno imagina algunas de las razones que han contribuido a la desaparición de la clemencia en un mundo que ahora aparece enteramente gobernado por la fuerza. Es notable cómo para Séneca en su tratado De Clementia (55 d.C.) el alcance de esta noción remitía a la estabilización del vínculo político (vinculum) en momentos de desintegración social. Dirigiéndose a los gobernantes romanos, Séneca argumentaba que el poder estatal nunca puede ser autosuficiente; también había un requisito irrenunciable en la clementia necesaria para tratar con los miembros más débiles del lazo social (membris languentibus) [1]. En las discusiones jurídicas contemporáneas, la clemencia no sólo ha desaparecido como práctica, sino que se ha incorporado a la función ejecutiva de la potestad de indulto; y que, como hemos visto en los últimos años en Estados Unidos, se ha convertido en una mero trueque político en favor de los poderosos, mas nunca de los más débiles de la sociedad.

Por el contrario, el colapso de la política y el ascenso de la administración jurídica parten de un olvido del principio de clemencia. Quizás un caso actual de la Corte Suprema Norteamericana es suficiente para ejemplificar lo que digo: una señora de 94 años, Geraldine Tyler, evadió tasas de interés e impuestos sobre su propiedad durante algunos años y terminó siendo expropiada de su casa, que fue vendida inmediatamente por el Estado de Minnesota por cuarenta mil dólares para así cobrarle la multa de quince mil dólares hurtando el excedente restante de la venta. El hecho de que los jueces de la Corte no estuvieran completamente convencidos de la ejecución del estado de Minnesota y del argumentario del defensa (Neal Katyal) no debe hacernos olvidar un hecho que todos parecieron callar: esto es, que el proceso legal se ha convertido en el vehículo principal para sanar lesiones. Desde luego, la clemencia ya no tiene cabida en el marco estatutario del orden público.

De hecho, el rasgo principal de la americanización de la “fuerza” no se limita solo a la stasis física o partisana; sino más bien se radicaliza mediante la motorización de una legalidad ilimitada. Toda acción que busque evadir algún elemento de la administración pública hoy carece de posible clemencia, quedando así al amparo de una racionalización jurídica de principios abstractos de “equidad” (un excepcionalismo pasivo que responde a la matriz del cost & benefit). Ahora la clementia juris (“la dulzura de la ley”), tal y como la imaginó Quintiliano en su glosas, ha sido expulsada del derecho, exponiéndonos a la obsesión de un legalismo cuya finalidad es la sutura de los cismas de una inclemente vida social.

Quizás la “clemencia” tal como la empleó Ichikawa no tenía nada que ver con la política; y, en cierto modo, el término de Séneca en su tratado ya parecía ser funcional a una dimensión retórica al servicio del orden axiomático de la socialización. Pero hay un sentido de clemencia más originario –como indica el prefijo *klei – que es el clinamen (sacudido por el Peitho de la persuasión) que nombra el encuentro entre las almas que libremente se sustraen del altisonante espacio retórico [2]. Me gustaría imaginar que esto es lo que Ichikawa tenía en mente cuando, en lugar de definir un concepto, apeló a la disposición ética del viviente: ser clemente.

Notas

1. Seneca. De Clementia (Oxford U Press, 2009), 74.

2.Gianni Carchia. “Eros e logos: Retorica antica e peitho arcaica”, en Retorica del sublime (Laterza, 1990).


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