Resulta sintomático notar cómo durante estos últimos años la -así llamada- esfera de opinión pública se ha caracterizado por un acelerado copamiento discursivo. Si, según el sueño del liberalismo habermassiano, la opinión pública moderna estaba destinada a constituir un terreno capaz de garantizar tanto la discusión y la deliberación racional, como el ejercicio y perfeccionamiento del Estado de Derecho, de la libertad de expresión y de una cultura democrática al amparo del ideal de la autonomía subjetiva, durante la última década tal sueño ha quedado definitivamente sepultado. La opinión pública, en tanto esfera presuntamente autónoma y posibilitante del ejercicio de la propia autonomía subjetiva, ya no va más: ha extraviado -en caso de alguna vez haber contado con ellas- sus propias condiciones de posibilidad: el carácter crítico de la racionalidad.
Por el contrario, desde hace casi dos décadas (sobre todo a partir de la “guerra contra el terrorismo” declarada por Bush tras los atentados a las Torres Gemelas) asistimos a la intensificación de un proceso de neofascistización, cuyo trayecto sólo ahora lo contemplamos con la suficiente claridad. Dicho proceso que ha sido estudiado en cuanto consumación onto-teo-teleológica de la propia dinámica del capital en su fase neoliberal (Villalobos-Ruminott, 2020), es susceptible de caracterizarse a través de una multiplicidad de fenómenos, entre los cuales quisiera mencionar uno: el copamiento discursivo.
Tal fenómeno se despliega a diversos niveles, niveles que, sin embargo, oscilan entre dos polos medianamente estables. En efecto, por un lado, se encontraría el dominio molar de las narrativas sociales (cuyo soporte material reside en la concentración y concertación de los grandes medios de información); por otro, la exacerbación de las técnicas de distribución de la información a nivel molecular (cuyo nivel de producción de subjetividad se ve maximizada debido a las herramientas brindadas por la datificación y la segmentación logarítmica omnipresente en la actividad cotidiana).
Estos movimientos, pese a penetrar y saturar gran parte de la esfera pública, denotan, más que una sensación de movimiento, una de quietud: buscan poner en acción un ideal de paz sólo entendido como no-violencia (es más: sólo entendido como no-violencia-violenta contra la vida entendida a partir de la mera supervivencia biológica, en el más básico y ya disciplinarmente colonizado y precarizado de sus sentidos). De ahí que la unilateralidad de las narrativas consensuales, tanto a escala nacional e internacional, se impongan incuestionablemente, condenando (literalmente, y con todo el peso moralista que el término conlleva) cualquier tipo de disenso en relación a los afectos que se le suelen adicionar a estos discursos hegemónicos.
Los dispositivos de copamiento tendrían por función colmar el espacio público de una superficialidad afectiva en asociación con un enunciado general. ¿Qué significa esto? Que los afectos históricamente más primarios y elementales, esto es, los afectos más mecanizados y que expresan un modo y grado de vibración más precario, autocentrado y reaccionario -como es el caso del miedo y su consecuente reacción securitaria- buscan capturar la superficie del mundo hasta tornarla una planicie: un terrtorio cartográfico, inmóvil, mensurable, pronosticable y, sobre todo, representable en torno a delimitaciones y distancias. En otras palabras, la piel del mundo, con sus capas de rugosidades y lunares que concentran y desatan al deseo, con sus grietas que parecieran invitarnos a viajes o a innombrables extravíos, queda reducida a un terreno en repliegue -a un territorio administrable- y susceptible de ser diluido por su mínima vibración: la del miedo, que sólo reafirma la piel en su precario e instintivo grado de conservación. El copamiento, en suma, opera por saturación y apunta a una homogeneización del disenso, un borramiento de la diferencias (Karmy, 2023). Todo lo que logra tener cabida dentro del mapa no sólo está ahí por ser representable, sino que aparece como representable únicamente en la medida que nos está siendo presentado en cuanto representación.
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Veamos algunos ejemplos de lo anterior.
Es bien sabido que, a nivel occidental, los medios de información distribuyen una única matriz mediática conformada por un puñado de agencias informativas de origen colonial (entre otras Fran Press, de Francia; EFE de España; Reuters de Inglaterra; AP de Estados Unidos), agencias que expanden noticias por diversas regiones del mundo. Las noticias derivadas de estas agencias copan gran parte de los espacios de la otrora esfera pública y, a su vez, los canales por donde se transmiten suelen contar con herramientas algorítmicas capaces de segmentar la información a medida de cada usuario de redes sociales.
Desde que estallara la guerra de Ucrania, en febrero del año 2022, los medios de prensa que cubren el mundo occidental han manifestado un discurso alineado con los intereses de la OTAN. Para valerse de ello, antes que todo, han defendido lo ciertamente defendible y condenado lo ciertamente condenable: defender la libre determinación del pueblo ucraniano y condenar la invasión de las tropas rusas. Hasta ahí estamos de acuerdo. Sin embargo, cuando el asunto empieza a demandar un análisis con perspectiva histórica y más complejo que el facilista clivaje democracia/autoritarismo, se tilda a todo quien busque emprender dicha tarea de relativistas o partidario de Putin. En efecto, ir más allá de la mera contingencia mediática y de su inherente efectismo, recordando, por ejemplo, la considerable expansión de la OTAN hacia el Este, que desde 1990 se ha incrementado de 16 países a más de 30 actualmente, incluido el reciente anuncio de Finlandia, estado tradicionalmente neutral; mencionando la violación por parte EEUU de las garantías de seguridad acordadas con Gorbachov tras la caída de la URSS; dando a conocer el golpe de estado que sufrió Yanukovich en el contexto del Euromaidan y bajo auspicio europeísta; visibilizando los más de 14 mil asesinatos perpetrados por el ejército ucraniano en colaboración con grupos paramilitares (incluso seguidores del incónico nazi Stephen Bandera) contra ciudadanos de la región del Donbass, cultural y lingüísticamente mucho más cercana a Rusia que a Europa; evidenciando la violación de los acuerdos de Minsk, cuyo propósito consistía en dotar a las Repúblicas de Donestk y Lugansk de mayor autonomía política; lo anterior, sin necesidad de elevar la voz para reparar en las distintas formas de censura que se han puesto en marcha en ambos lados conflicto, ni en los efectos propiamente económicos de la guerra (con el atentado contra las instalaciones del NordStream 2 en el Báltico), que han aumentado de manera exponencial las arcas de las empresas extractoras y distribuidoras de hidrocarburos estadounidenses, y cuyo sobreprecio ha sido costeado a un valor muchísimo más alto que el ruso por el bolsillo de los ciudadanos europeos. En fin, estos sucesos y las dinámicas a las cuales pertenecen parecen no existir en los noticieros occidentales (tal cual tampoco existe cobertura de las represiones internas sufridas por los disidentes rusos en canales como RT, cadena bajo control del gobierno de Putin).
En paralelo con lo anterior, también se suele depositar un manto de sospecha conspiratoria en todo quien tenga la audacia de mencionar esos asuntos en cualquier conversación cotidiana. La dualidad de los efectos del copamiento, esto es, la invisibilización, por un lado, y la imputación conspiranoica, por otro, es un modo gráfico y constatable de la correlación molar-molecular que se desprende de los dispositivos de control. Así, en última instancia, asistimos a un clima estancado, a una tendencia que detiene y nos retiene para seguir morando lo evidente de su moralidad; moralidad, por cierto, inscuestionablemente cobijada bajo el eslogan de un discurso absolutista que se abastece de sus añadidos afectivos, especialmente vinculados con el miedo y la premura condenatoria. Tal discurso mantiene fuera de juego (pero nunca negándolos ni menos refutándolos) los argumentos capaces de cuestionarlo y complejizarlo: al fina, ¡quién podría estar a favor de la guerra!
Algo similar sucede a nivel nacional. Durante las últimas semanas la opinión pública ha vetado cualquier opinión que no se ciña al discurso de la seguridad, principalmente a aquel relacionado con las mayores garantías para Carabineros de Chile en su enfrentamiento contra la delincuencia. En este sentido, no sólo se enfatiza la oposición entre delincuencia y la policía -asunto, de suyo, más que cuestionable-, sino también se criminaliza todo aquello que se aleje de la figura de carabineros y de la pulsión securitaria. Dicho movimiento justamente consiste en una creciente criminalización del disenso. Así, hoy el hecho de sacar a colación la historia de impunidad de la institución, que van desde los casos de desfalco y corrupción generalizada hasta las violaciones a los derechos humanos denuncadas por cuatro organismos internacionales de diversas tendencias ideológicas (Amnistía Internacional, CIDH, Human Right Watch y la Oficina de DDHH de la ONU), pasando por la venta de armas, los crímenes en Wallmapu y su rol activo en la dictadura cívico-militar, significa, casi automáticamente, ser acusado de no solidarizar ni comprender el dolor y el valor de las vidas humanas de los carabineros muertos en servicio.
Digámoslo una vez más. El problema no está en exponer lo horrendo de la muerte de los carabineros en servicio. Eso, mal que mal, nadie lo podría desear. El problema está en algo mucho más horrendo, mucho más perverso e hipócrita, pero que también determina el carácter de víctima real (pero no victimista, como suele presentarlo la institución) de esos carabineros muertos. El problema consiste en invisibilizar cualquier ademán que tienda a mostrar la violencia estructural a la base de tales muertes: la toma de sectores a manos de narcos allí donde nunca llega a hora el Estado con sus áreas verdes, ni la educación ni la consulta médica en el Cesfam, ni la posibilidad de optar a algún trabajo decente ni menos el tiempo de calidad con los hijxs ni el disfrute de los últimos años de vida para los pocos viejos que escaparon del alcohol o de la pasta. Violencia estructural, violencia por nacer en un lugar que no es un lugar, sino la reproducción del infierno. Y ese lugar, ese infierno, es la cuna que de la cual han buscado huir la mayoría de los futuros carabineros, quienes, rebosantes de inocencia, se aferran a la ilusión de convertirse en tales carabineros para ascender socialmente, incluso a costa de reprimir a sus amigos de juventud y, en ese mismo acto, sepultar a la pobla donde siguen viviendo los condenados que no eran sino ellos mismos hace unos cuantos años. Por esa ilusión de un sistema perverso, por los ecos y resonancia de esa violencia estructural, los carabineros entregan su vida como sacrificio en defensa de una bandera tricolor, bajo la cual descansa la risa furtiva de un cóndor tan rapaz y sangriento como el poder empresarial de la oligarquía chilena. Pero nada de eso, nada de la violencia estructural, sale a flote a la hora de hablar de la muerte en ejercicio de los tres carabineros. Sólo cuenta lo evidente: el pesar de sus familias, la bestialidad del suceso, el intenso carmesí de una sangre que se seca. Y claro, eso es así. Nada de eso puede negarse. Pero el asunto aquí es que ello no es lo único, ni lo esencial, ni el problema medianamente central, sino uno más de los síntomas y formas de padecer la enfermedad neofascista. Designar a la enfermedad por los síntomas significa nombrar al todo por medio de las partes: hacer del dolor, del miedo y de la ira securitaria el único modo de vida posible o deseable, la sobrevivencia en cuanto natural aniquilación de lxs otrxs y reafirmación de los propios afectos.
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Desde el punto de vista del copamiento discursivo, lo realmente importante aquí es esto: nadie puede estar en desacuerdo con el enunciado central del discurso. El copamiento, así, opera como una herramienta donde la unanimidad, lo elemental, lo evidente y lo vacío del enunciado principal será capaz de sorportar todas las manifestaciones afectivas que se le añadan a posteriori. Así, a una supuesta idea central, que no será más que un eslogan, se le asociarán acríticamente toda una serie de afectos primarios, impidiendo con ello cualquier intento de contrastación o desarrollo matizado de tales enunciados que lleven a caminos distintos de los afectos adosados a esa idea central. Por ende, en el copamiento mediático se se expresa una reciprocidad retroactiva entre lo discursivo y lo afectivo: la violencia de la banalización es tal clara que se nos torna invisible, tan astutamente urdida que parece una obviedad más. Así, la reiteración de la operación parece converger en una naturalización por saturación, pues la afectividad primaria dota al enunciado de un sentido de clausura que lo eterniza al mismo momento de enunciarse. Eslóganes como “condenamos la violencia venga de donde venga” o “defenderemos la democracia y la libertad en todo lugar y circunstancia”, parecen cumplir la función de juicios normativos que forjan exclusión a partir de su profundización, de la puesta en movimiento del pensamiento que busca, justamente, dejar de decirlos para empezar a pensarlos. Ejemplo de lo anterior será que dentro de este último grupo de condenados y excluidos habrán de encontrarse por igual tanto los manifestantes de las revueltas (quienes muestran, al tiempo que suspenden, la violencia estructural del sistema no tematizable por él mismo), como los estados autoritarios (quienes expresan y dan continuidad a la violencia reinante dentro de las relaciones geopolíticas mundiales).
Pues bien, es así. Sí, no nos queda más que asentir a lo obvio: en un mundo ideal, condenaríamos la violencia viniere de donde viniere; o contemplada la historia desde fuera de la historia, nadie podría restarse de contribuir a la democracia y a la libertad de la humanidad. Es obvio. Pero una vez reconocido esto, el copamiento discursivo funciona restando la capacidad para indagar cuáles sentidos, connotaciones, matices, contradicciones, aplicación, tensiones y aporías podrían derivarse de aquellos enunciados. Para el copamiento discursivo, cuyo deseo es tan des-erotizante como lo es la mismidad para el erotismo, lo más valioso está en la enunciación inmediatamente captada, es decir, en la violencia pulsional del objeto deseado en plena autorreferencia hacia el deseante: en la supervivencia de una vida que apenas se entiende como simple huida, de ese insoportable, de ese violentísimo instante que antecede al dejar de respirar que es la muerte.
En suma, el discurso de copamiento opera a través de la homogeneización de los afectos primarios. Estos afectos, son puestos en relación de dependencia a enunciados de valor tan general e indesmentiblemente ciertos que, retroactivamente, hacen que tales afectos pasen por naturales y, sobre todo, legítimos. Así, todo aquello que no sintonice de modo directo con la manera en que son afectivamente recepcionados los enunciados de valor, esto es, que se distancia de la clave securitaria generada y generadora de miedo ante la producción de una otredad, será visto como parte de esa misma otredad.
Nosotros y lxs otrxs. Quizás en última instancia el fascismo siempre se ha tratado de eso, de lo más precario: del afecto primario consistente en desear lo que tenemos más cerca, lo que tenemos aquí, con nosotros, aquello que se funde, hasta identificarse, con nosotros. Eso, lo que tenemos aquí, tal vez no sea más que una pulsión empeñada en asegurar y asegurarnos; el instinto de destruir a ese otrx que algún día buscará destruirnos; pero, sobre todo, la convicción de destruir lo otro que habita el deseo para, sólo así, llegar a desearnos, llegar a simular un sucedáneo de amor hacia nosotros mismos.
Referencias
Karmy, Rodrigo (2023): “El voto nulo es el único voto posible, porque este no es un proceso democrático”, entrevista en La voz de los que sobran, 26 de mayo, 2023. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=rlrTj4PwySw
Villalobos-Ruminott, Sergio (2020): Asedios al fascismo. Del gobierno neoliberal a la revuelta popular. DobleAEditores: Santiago de Chile.