Lo hemos dicho y lo sabemos. Ya lo hemos dicho y desde antes, desde siempre, lo sabemos. Se trata, eso sí, de un saber extraño, de un incontrastable e irrefutable único saber: el saber de muerte. En efecto, lo sabemos a ciencia cierta, sabemos que moriremos, con absoluta necesidad, e ignorando en qué consista, ignorando la esencia quiditativa de la muerte, sabemos que vamos a morir.
La muerte, así, resulta un objeto incognoscible dentro de los marcos teóricos de cualquier epistemología, ya sea desde la ingenua tiranía de los hechos enarbolada por el positivismo hasta, por contraparte, el intimismo ideativo de una consciencia constituyente, pilar inamovible de la fenomenología. En ambos casos, y en cualquier otra epistemología, el contenido de la muerte es inaccesible. Y, sin embargo, sabemos que su advenimiento es inminente e ineludible. Lo sabemos gracias a un tipo de certidumbre aún más radical que aquellas derivadas del principio de falsación que estructura a la región de la cientificidad: la vivencia de nuestra muerte no ha de ser sometida a comprobación alguna; más bien, se reafirma cada vez que lloramos a nuestros muertos, envueltos por un hálito cuyo aura declina entre la noche.
