Recordábamos en estos días a Joshua Clover (1962-2025) – ¿cómo no hacerlo? – y de lo mucho que se puede recordar de él, que no es poco, reparábamos en una observación que se deslizaba en Riot Strike Riot (2016): en la modernidad, decía Joshua, el estado se encontraba lejos de los cuerpos y la economía estaba muy cerca (pensemos nada más en la centralidad de la fábrica); mientras que en la época del neoliberalismo financiero y de subsunción real, el estado está en todos lados y los modos de acumulación se encuentran desperdigados, aunque organizados mediante las infraestructuras y las cadenas de suministro a escala planetaria que nos vincula a cada uno de nosotros como células en circulación perpetua. En nuestros tiempos, la unidad de especie se encuentra separada no sólo en virtud de las cosas que produce o consume al estilo del viejo presupuesto de la alienación, sino que emerge como separación fundamental de su propia pertenencia en los mundos. La inversión no es fortuita: el pasaje hacia la espacialización diferenciada es un efecto que produce un hundimiento aún mayor en las profundas aguas de la abstracción de la totalidad – esa caída en free fall nutre un gnosticismo inmanente que dista de ser un accidente casuístico. La devastación de las relaciones espacio-temporales, que es al fin de cuenta una dispensación del nihilismo, es la condición ontológica de las catástrofes en curso en las que participa buena parte de la Humanidad en una fase compulsiva de autodestrucción.
