1.- Guerra.
Cotidianamente, casi sin sobresaltos, pero con la dureza de palabras que hieden cuerpos ablandados, subsumidos en el pánico del que todo lazo huye por contener alguna mancha que contagia a quien la porta, las palabras se enmarcan en la retórica de la guerra. Pero no solo no se trata de cualquier “guerra” sino que tampoco se trata de un gesto puramente retórico. Si acaso por “retórico” decimos algo suficientemente decisivo como la producción de una situación política precisa y no a la simple “falsedad” de aquello que pronuncia. Digamos que la retórica de la guerra ha catalizado, sin dudas, un singular tipo de guerra que resulta indistinguible de la normalidad: el “virus chino”, el “enemigo invisible”, el “combate contra la enfermedad”, “el sacrificio de los trabajadores” son algunas de las formulaciones que se escuchan y que resulta clave escuchar.
Debemos pensar de qué guerra se trata y qué proyecto está produciéndose. Y debemos atender el modo en que dicha producción tiene lugar no “detrás” de esa misma retórica, sino en la retórica misma cuya expresión deviene producción de guerra. Nada hay “detrás”: ni de quien nos salva ni de quien nos condena. Todo deviene superficie o se difumina en la nada.
Ahora bien ¿qué guerra es la que se está produciendo y qué proyecto está desatando? El hilo conductor de esta ponencia será que la guerra que se está produciendo no es la guerra en el sentido clásico que, desde Platón a Schmitt, consistía en la confrontación bélica de dos Estados enemigos, sino de la guerra civil (la stasis) que, por las razones que esgrimiremos a continuación, adjetivaremos de “global”.
Lejos de ser un simple “caos” o de un “vacío de poder” como una suerte de reverso del orden, se trata del mismo orden en su más extrema facticidad gubernamental: cuando Thomas Hobbes ficciona con la “guerra de todos contra todos” no planteaba dicha peculiar “guerra” como un estadio previo y natural real al momento político del Leviathán, sino como un espectro que permanece como una amenaza al interior de la misma sociedad gobernada. Justamente se trata de “gobierno” que hace de ese peculiar estado de naturaleza, un exterior interno a esa misma sociedad: el lobo no estuvo jamás “afuera” sino en el interior mismo del acto en el que el burgués ponía llave a su puerta cada vez que salía de su casa y ratificaba así, su miedo a la posibilidad de transgredir el pacto y, por tanto, confirmaba la espectral presencia de dicho “estado de naturaleza” en los intersticios mismos del cuerpo político-estatal. La tajante separación que comúnmente se le atribuye a Hobbes entre el “estado de naturaleza” y el “Dios mortal” en realidad fue más que nada una co-existencia donde el segundo no podrá vivir sin el primero pues su eficacia para gobernar será directamente proporcional a la intensidad espectral del mítico estado de naturaleza.
Si la guerra civil está dentro del Leviathan digamos que este último termina difuminándose con la propia guerra civil que intenta neutralizar: un katechón que contrarresta el advenimiento del anti-cristo: ¿no deviene él mismo el anti-cristo que intentaba contrarrestar? ¿No sobreviene ahí una mutación o, si se quiere, una indistinción tan decisiva como inevitable, entre el dispositivo que contiene al mal y el mal mismo?
Pastor y lobo, lobo y pastor, dos bordes de un mismo poder, reverso especular en que cada uno se confunde en el otro, cada uno muta en el otro a velocidades inconmensurables. La desoladora mirada de Carl Schmitt que experimenta el fin del Ius Publicum Europeaum marca la profundidad de la transfiguración aquí sobrevenida, donde guerra y retórica, stasis y Estado, requieren ser pensadas otra vez, planteadas en una misma trama que nos ubica en el desencadenamiento de una verdadera guerra civil global.
2.-Mutación
Una mutación está teniendo lugar ante nuestros ojos. Es casi imperceptible, a veces llega con entusiasmo y promete una felicidad humanista sin contrapeso. Se trata de una mutación de las sociedades de control, específicamente: una profundización de los dispositivos de gobierno proveídos por ese antiguo proyecto metafísico llamado “cibernética” que hoy despunta en la forma última de la razón neoliberal orientado a gobernar la irreductibilidad rítmica de la vida (su poética).
La hipótesis que hila el presente texto es que desde la declaración de la “guerra contra el terrorismo” por parte de los EEUU en el año 2001 a propósito del ataque al World Trade Center y la declaración de pandemia global por parte de la Organización Mundial de la Salud el 11 de marzo del año 2020 a propósito de la emergencia del coronavirus, constituyen dos momentos de aceleración de la temporalidad histórica proveída por la cibernética como proyecto metafísico. Justamente si las revueltas que han proliferado aquí y allá han “suspendido el tiempo histórico” (Jesi) y, en este sentido, han hecho saltar en pedazos la premisa de gobierno del mundo, los dos momentos de aceleración cibernéticos de las primeras décadas de este siglo no solo restituyen al propio tiempo histórico, sino que lo habrían acelerado sustantivamente. Pero la aceleración en cuestión trae algo singular: la destrucción de la experiencia del tiempo.
Porque si la revuelta podía desgarrar la monstruosa fuerza de lo porvenir en medio del presente ofreciendo a los pueblos la experiencia misma del tiempo, justamente porque “suspende el tiempo histórico”, el shock cibernético al que hemos asistido entre el borde “securitario” del 11 de septiembre de 2001 y el “biomédico” del 11 de marzo de 2020, funciona como un imperium (ya no más como katechón) que obtura la intempestividad del presente porque suelta toda contención convirtiendo al tiempo en un tiempo plano, liso y transparente. Así, la aceleración cibernética obtura al tiempo y priva a la multitud de cualquier experiencia que permita habitar nuevamente el mundo. La aceleración de la cibernética se ve interrumpida con la suspensión abierta por la revuelta, la primera nos priva de la experiencia de tiempo (puesto que profundiza su continuum), la segunda nos ofrece la experiencia misma del tiempo.
Si hay algo que se estaría poniendo en juego entre los dos momentos de aceleración sería una silenciosa mutación de las sociedades de control o, lo que es igual, una profundización de la racionalidad neoliberal hacia su plena visibilización fascista. Decimos “visibilización” porque no se trata que su potencia genocida hubiera estado ausente en sus versiones anteriores, sino porque ésta habría quedado al desnudo desde el instante en que los EEUU comienzan a ejercer una “dominación sin hegemonía”[1] a partir del 11 de septiembre del año 2001. La “guerra contra el terrorismo” implicó una mutación de la noción de “enemigo” y, con ello, transfiguró la misma concepción de la “guerra” regulada por el otrora ius publicum europeaum consumándola en la actual deriva virológica.
En este sentido, la noción de un “enemigo invisible” comienza a ser cada vez más pregnante porque la relación entre exterioridad e interioridad desde la que se plantean los conflictos resulta cada vez más indecidible. El enemigo devenido invisible definirá tanto al terrorismo como a la virología, tanto a los conflictos políticos como a la política de las enfermedades. Ambos constituyen saltos decisivos en la concepción del enemigo. En particular, ambos aceleran el ensamble de dispositivos de seguridad de tipo capilar: porque no se trata más del “soldado” que conquista un territorio desde un exterior, sino del reducto in-humano que prolifera desde el propio interior, más acá de fronteras, banderas, clases y geografías. Se trata menos de una proliferación de la guerra como de una guerra de proliferación en la que terrorismo y virología cristalizan la presencia fantasmática de un “otro” capaz de atravesar cuerpos estatales y biológicos que los poderes de turno construyen bajo la rúbrica de la enemistad. Un “otro” que atraviesa cuerpos deviene un “otro” capaz de camuflarse, mezclarse con los cuerpos en los que se hospeda, nutrirse de ellos, hacerse pasar por ellos, para terminar por descomponerlos o debilitarlos internamente: ¿no es precisamente ese el actuar del VIH?
Sin embargo, el cuerpo estatal y biológico están lejos de ser dos entidades diferentes. Como para Hobbes, el uno constituye el reverso especular del otro, el cuerpo del individuo biológico del estado de naturaleza compone al cuerpo estatal del Leviathan o, si se quiere, tal como mostró Ernst Kantorowicz en Los dos cuerpos del Rey, ambos cuerpos devienen dos bordes de una misma estructura teológico-política que define a la soberanía: el cuerpo estatal y el biológico, el institucional y el físico (o, como diría Edward Said, Occidente y Oriente) constituyen dos modalidades precisas por las que el proyecto de la cibernética, expresado hoy en la forma de la racionalidad neoliberal posibilitó el gobierno de los cuerpos.[1]
Ahora bien, con el término “cibernética” no nos referimos simplemente a la ciencia inaugurada hacia fines de la Segunda Guerra Mundial por Norbert Wiener; sino al proyecto mismo de la metafísica que, desde sus primeras formas, propuso una tecnología de gobierno de los cuerpos. La teología, la jurisprudencia, la medicina y la filosofía han sido sus modalidades histórico-metafísicas principales y la colonización europea del mundo su forma de expansión global.
De hecho, hay que atender una convergencia que precisa de un análisis atento, más allá de la episteme decolonial prevalente en la academia estadounidense: si esta última es el reverso especular de la tesis del “choque de civilizaciones” propugnado por la relectura huntingtoniana de Schmitt manteniendo su registro “culturalista” en cuanto historicismo snob o racismo de última generación, quizás deberíamos pensar la cuestión colonial como el lugar en el que el proyecto metafísico de la cibernética logró su planetarización. Porque si el término cibernética es también el nombre de esta nueva ciencia que ha terminado por algoritmizar nuestras relaciones y configurar al actual capitalismo de plataformas, es porque nuestro tiempo constituye el instante de consumación de su proyecto que, en los momentos de shock experimentará aceleraciones decisivas para avanzar colonial e intensivamente.
3.- Stasis
El 11 de septiembre de 2001 habría encontrado su desmaterialización el 11 de marzo de 2020: en ambos se declaró el estado de excepción a nivel global, pero el primero aún estuvo a cargo de la policía global cristalizada en la “guerra contra el terrorismo” declarada por los EEUU; mientras en el segundo, se profundizaron dichos mecanismos bajo la figura neutral y despolitizada de una “crisis sanitaria” liderada por la OMS. La in-humanidad de un “otro” que ya no está “afuera” sino que irrumpe monstruosamente desde “dentro” de los cuerpos, deviene en la difusa figura del enemigo invisible.
El paradigma del gobierno se ensaya en el escenario telemático. A partir de él se exploran nuevas formas de guerra. Los virus informáticos redundan en el paradigma de los virus propiamente globales: así como siempre hay que estar actualizando los anti-virus, siempre habrá que estar impulsando la guerra civil global. Cada ciudadano deviene una potencial amenaza, cada ciudadano –desgarrado en su cuerpo estatal y biológico, es decir, de su unidad personal- puede devenir un enemigo invisible. En cualquier parte y en todo momento, en cualquier lugar y en todo tiempo, el enemigo invisible define el devenir de la guerra civil global que pone en tela de juicio la posibilidad de habitar el mundo al separar los cuerpos de su potencia y las vidas de sus imágenes.
El enemigo que deviene invisible se hace terrorista o virus.
Los dispositivos de seguridad y los discursos biomédicos –ambos herederos del reverso especular estructurado por la dualidad metafísica planteada por Hobbes- no dejan de complementarse en el conflicto que desatan entre sí; donde cada uno pareciera tener su momentum espectacular muy definido: la seguridad, en el atentado a las Torres Gemelas del World Trade Center en el año 2001; la medicina, en el frenesí expansivo del coronavirus durante el año 2020. Ambos, producidos como enemigos invisibles, infiltrados en el cuerpo “amigo”, sea un cuerpo estatal o biológico, para debilitarlo y eventualmente destruirlo. Se trata de alojarse en un cuerpo, de succionar su vida, de parasitar sus potencias hasta desahuciarlo por completo.
Ambos eventos se desenvuelven en el elemento aéreo por el que prolifera: el avión que se estrella en las Torres, o el virus que se respira y contagia. El aire pareciera ser el elemento de proliferación: “I can´t breath” puede expresar la potencia martiriológica de un George Floyd –de una vida singular- o el de un paciente de coronavirus en estado grave, pero cuya singularidad resulta arrasada por el devenir de la estadística y sus cifras. La vida no puede respirar con las cifras, está agobiada de cifras, al punto que tiene la ilusión de haber muerto y devenido ella misma una verdadera y anónima cifra.
Sustancia inmaterial que nos atraviesa a todos los seres vivos y dispone al enemigo invisible a hospedarse en los cualquiera: cualquiera puede ser un potencial terrorista o un eventual contagiado. Y entonces los mecanismos de poder (securitarios y biomédicos) se democratizan de manera capilar para abalanzarse contra los cualquiera desde las formas telemáticas de control desplegadas a gran escala. El efecto inmediato de la construcción del enemigo invisible es hacer de los cuerpos de cualquiera el lugar en el que acontece el conflicto.
Pero ¿de dónde proviene la emergencia del enemigo invisible? Solo una sospecha: Hobbes nuevamente. En la eventualidad que “alguien” pudiera portar consigo el halo licantrópico de una violencia se alza el Leviathan como su necesario katechón. Pero ¿quién es ese “otro”? Justamente un potencial enemigo que, como ha visto Achille Mbembe, ha devenido “absoluto” pues abandona toda forma “humana” para abrirse paso en la in-humanidad de cuerpos que no caben en el gobierno.
Un cualquiera es precisamente eso: nadie y todos a la vez, no se trata de un “quién” sino de la potencia común de la multitud. En ella se alojan las peores pesadillas y las más grandes esperanzas, la posibilidad licantrópica de la muerte como el corte artificial de la contención. La stasis se halla en el propio cuerpo del Leviathan, no fuera de él: desde este punto de vista su peligro reside en su capacidad de hospedar al terrorista o al virus de manera invisible; si se quiere, el terror que anunciaba la filosofía de Hobbes consiste en que dicha potencia lleve consigo una violencia imposible de contener, la stasis justamente que, desde Platón, pasó de ser el problema que toda política debía contrarrestar para convertirse en el paradigma de gobierno, en la verdad de la cibernética.
Formulemos el problema así: para los modernos como Hobbes, la neutralización de la stasis fue siempre el modo indirecto de gobernar porque, al modo de una fábula, ella asumía la forma espectral de un “posible” que podía advenir en cualquier tiempo y lugar. Los dos momentos de aceleración aquí identificados (el 11 de septiembre de 2001 y el 11 de marzo de 2020) convierten al carácter indirecto del gobierno previsto por los modernos en un mecanismo directo sin contención: el gobierno ha devenido directamente stasiológico, es decir, la posibilidad de matar se democratiza y su anarquía se irriga hacia todo el planeta. El Imperium se abraza a sí mismo porque el capital deviene un movimiento infinito de sí mismo; globo y no mundo –como mencionaremos más adelante.
El siglo XXI inauguró al enemigo invisible porque aceleró la estructura hobbesiana sobre la que se fundó al poder. Al estar en todo espacio y tiempo prescinde de la distinción entre interior y exterior. Así, la guerra que tradicionalmente se definía por un “exterior” referido a un momento excepcional que hacía época (epoché como suspensión y marca histórica) y que podía definir a los “bárbaros” como una horda que habitaba en los límites exteriores a la pólis o al imperio, comienza a desenvolverse desde un “interior” cuyo conflicto no se distingue en nada de la “normalidad”. Napoleón llevará a la guerra hacia una “movilización total” –dirá Eric Hobsbawn casi leyendo al propio Kojève[2]. Catalizada primeramente por el concepto de “nación” y su consecuente “Estado social” la guerra deriva progresivamente en guerra civil mundial (Mao Tse Tung, según Schmitt) y, finalmente, global (Nancy) exenta de espacio y tiempo, junto al enemigo que deviene cada vez más invisible en el sentido de poder actuar en cualquier sitio del planeta y amenazar en cualquier momento del día.
El globo no es el mundo: si el mundo trae consigo la opacidad de habitar siempre con otros, el globo es justamente el vacío en el que el otro ha sido arrasado. Los “otros” (humanos e in-humanos) pueblan el mundo; el globo nos vacía de mundo al anular la existencia de los otros. Por eso el globo vuelve al mundo “liso” (exento de rugosidad) y completamente “transparente” (sin la opacidad del otro); tal como ha soñado la deriva moderna de la cibernética con Norbert Wiener: el globo consuma la posibilidad de una comunicación sin “desviación” pues nos deja en la abrumadora desolación de flotar como David Bowman, el astronauta caracterizado por Stanley Kubrick en 2001, Odisea del Espacio, quien al salir a reparar la nave –en rigor, intentando un último gesto por restituir el humanismo contra una máquina que, al poder mentir, ha devenido “demasiado humana” y, por tanto lo ha consumado- el espectador solo escucha el sonido de su respiración frente al infinito universo que no deja de abrirse ante sus ojos.
Los bosques se han incendiado, los mares contaminado, los seres vivientes del planeta completo (incluidos los seres humanos) experimentan, cada día, la posibilidad de su extinción masiva, agonía completa en el proceso de desertificación planetario que se agudiza, como si la consumación cibernética del gobierno del mundo, por fin, pudiera prescindir de la “desviación” inmanente al mundo –precisamente porque ha logrado exterminarlo todo- y fuera capaz de aplanar su rugosidad y opacidad en la abstracción de una superficie lisa y transparente de un globo.
Excursus: Palestina.
En su Crítica de la razón negra Achille Mbembe traza una genealogía tan marginal como decisiva para pensar dicho movimiento: según él el devenir-negro-del mundo al que hemos arribado, habría tenido lugar en virtud de tres momentos que sitúan a la figura del “negro” como aquél hombre sin obra, el esclavo como el pivote no dicho, como el Real de un orden colonial que conquistó todos los rincones del planeta.
En el primero (que Mbembe ubica entre el siglo XV y XIX) consistió en el “despojo” por el que miles de hombres y mujeres nativos de Africa se transformaron en esclavos como “hombres-mercancías”; el segundo momento se yuxtapone al anterior desde abajo y se habría iniciado cuando desde el siglo XVIII los negros, aquellos “seres-cooptados-por-otros” articulan un lenguaje propio y reivindican sus derechos como sujetos en la forma de múltiples revueltas que darán pie a los procesos de descolonización; el tercero tiene lugar –dice Mbembe- a comienzos del siglo XXI y consiste en que ya no es el “negro” quien hace tal o cual cosa, sino que, por efecto de la irrupción neoliberal y la hegemonía del capitalismo financiero, toda la población mundial comienza a devenir-negro pues cada uno se torna un “hombre-mercancía” desde cuyo pivote se articula una “rebalcanización del mundo y la intensificación de prácticas de zonificación” como ocurrirá –dirá Mbembe en otros textos- en la situación colonial que experimenta Palestina.
Que sea el siglo XXI el que opera en función de una “rebalcanización del mundo” expone de manera abierta, como una grieta que se ensancha cada vez con mayor fuerza, la contextura de la guerra civil global en curso y la producción del enemigo invisible que le resulta absolutamente constitutiva.
Sin embargo, la cuestión aquí redunda en lo siguiente: la otrora diferencia entre metrópolis y periferia, que aún podía ser planteada desde la égida estatal-nacional, se difuminan en la “rebalcanización del mundo” o, si se quiere, en la aceleración–a partir de los dos 11 (septiembre 2001 y marzo 2020) de una colonización ya no expansiva sino intensiva que puede ser sinónimo de lo que aquí hemos definido bajo el término de guerra civil global: en la situación Palestina acusamos recibo de dicho tipo de colonización.
Cuando Israel carece de proyecto civilizatorio y, desde 1948, apuesta a una progresiva expulsión, ocupación y segregación exentas de cualquier tipo de “integración”, muestra cómo la dimensión intensiva de esta colonización consiste en la producción de grandes reductos de marginalidad que no apuestan por ninguna integración.
Siguiendo a Elias Sanbar, he sostenido que la colonización palestina es, a diferencia de sus formas expansivas, una colonización de tipo intensivo o inversa, en el sentido que no pretende la integración del nativo en el espacio civilizado, sino su sistemática expulsión o desaparición incluso. Hobbes también tiene su rostro colonial y su mutación intensiva en la forma de la guerra civil global que, al igual que en Palestina, supura poblaciones marginales produciendo efectos de “rebalcanización” como bien expresa Mbembe.
En efecto, cuando escuchamos el término “colonización” inmediatamente o bien nos parece un asunto ex temporáneo o un problema que encontró un sospechoso lugar en la episteme decolonial. Por cierto, los procesos de descolonización han triunfado, mal o bien, la independencia política de los países ya está reconocida internacionalmente. Pero, que el término colonización no encuentre escucha más allá de la escena “culturalista” propiciada por los decoloniales, no se debe a que haya quedado en el pasado, sino a que su vigencia consiste en haber constituido el catalizador del proyecto cibernético hacia su consumación global. Que nos hallemos arrastrados a una guerra civil global significa que las lógicas de la colonización expansiva que funcionaron por más de 500 años, han devenido intensivas consumando de esta forma el proyecto metafísico de la cibernética que siempre apuntó, de diversas maneras, al gobierno de los cuerpos y donde la colonización expansiva habría sido un momento de dicho proyecto y cuyo último ápice se encontraría en la racionalidad neoliberal. El término “colonización” –con toda su violencia, racismo y destrucción- suena ex –temporáneo no porque haya quedado atrás, sino porque se ha consumado y resulta indistinguible del mundo en que vivimos.
[1] “Por lo tanto –escribe Thomas Hobbes- su definición es: cuerpo es todo lo que, no dependiendo de nuestro pensamiento, coincide o tiene la misma extensión que una parte del espacio.” Una definición así contrarresta con la noción aristotélica de cuerpo como aquella “entelequia” constituida entre forma y materia. Habría que trazar toda una arqueología acerca de la mutación sobrevenida en la noción de cuerpo desde la antigüedad a la modernidad, el paso del universo finito al infinito y el modo en que dichas concepciones fueron articulaciones de la propia cibernética que, a través de los proyectos coloniales, se proyectó globalmente como ciencia del gobierno. En: Thomas Hobbes El Cuerpo. Primera sección e los elementos de la filosofía. Ed. Pre-Textos, Valencia, 2010, p. 268.
[2] Eric Hobsbawn La era de la Revolución 1789-1848.