Agostino Cera / El capital pandémico o de la nueva fuerza de gravedad

Filosofía, Política

Fuente: Le parole e le cose

Naturalizar: transformar lo accidental en necesario, lo reversible en inexorable. Atribuyendo a la posibilidad el carácter, incluso el estatuto ontológico, de la necesidad. Hacer de la contingencia un destino.

A la ya larga lista de nuevas experiencias que este último e increíble año nos ha obligado a vivir (a las que, de hecho, habríamos renunciado de buen grado), hay que añadir, con especial referencia a las últimas semanas, una observación colectiva y concreta, incluso cotidiana: la constatación del nivel de naturalización que ha alcanzado la lógica del capital. El acontecimiento de la pandemia está contribuyendo de forma decisiva a que nos demos cuenta de lo mucho que han arraigado, no sólo en nuestra interpretación, sino incluso en nuestra percepción del mundo. En la propia forma de ver la (al)realidad. Estas lógicas se han convertido en lentes que no podemos desvestir porque ya no somos capaces de percibirlas como accesorias (opcionales, contingentes, reversibles…). Esas lentes nos parecen, las sentimos, como si fueran nuestros propios ojos: dotaciones naturales, orgánicas, sin las cuales no podemos imaginarnos. Privados de ese punto de vista particular, tendríamos la impresión de no poseer ya ninguno, de estar reducidos a la ceguera. El resultado final de este hábito arraigado, cristalizado, incrustado, corresponde a la legitimación definitiva de planteamientos interpretativos y órdenes de prioridad que, evaluados desde otra perspectiva (con otras lentes), parecerían, si no aporéticos, al menos problemáticos o cuestionables y, por tanto, susceptibles de ser discutidos, cribados, ponderados… antes de ser finalmente aceptados.

En este sentido, el actual contexto de emergencia mundial -que podríamos definir como capital pandémico- nos ofrece el espectáculo inédito de la equiparación progresiva y total entre el derecho de una empresa comercial a beneficiarse de su actividad y el derecho de las personas a proteger su salud. En este contexto, ambos parecen ser percibidos de la misma manera, como «derechos». Es decir: ambas legítimas, ambas reclamables y, por tanto, ambas a proteger. Esta equiparación total produce la consecuencia de que el derecho a la salud debe aceptar transigir con el derecho al beneficio, cederle algo (frente a su reivindicación «integral») para no perjudicarlo. Precisamente porque, de facto, ambos son concebidos y «manejados» como derechos de igual entidad y valor. Ninguno de ellos, por tanto, puede -tiene derecho a- reclamar prioridad sobre el otro, pretender ser considerado «más derecho» que el otro.

Sin embargo, si se examina con más detenimiento, la que se acaba de expresar es la formulación superficial, epifenoménica -y, en general, todavía «urbana»- del caso real ante el que nos ha colocado el capital pandémico. Que es la siguiente. Aquí y ahora no se trata del mero derecho de una empresa a lucrarse, a beneficiarse de su trabajo en un sentido general; se trata, en cambio, de la formulación actualizada de este derecho, es decir, del derecho a la maximización del beneficio. Es la reivindicación de la posibilidad de ganar con el propio trabajo/inversión todo lo que se puede ganar, según la lógica del mercado. La exigencia emergente, en busca de una legitimación definitiva, es por tanto la de «no renunciar a nada de lo que se pueda ganar con el trabajo/inversión».

Más concretamente, el nuevo derecho fundamental al que se aspira (inalienable e inviolable) es el derecho a no renunciar a priori al máximo beneficio posible. Decir: «si mi inversión 10 me puede reportar 25, ¿por qué voy a conformarme con 15, 18 o 20?». En abstracto, un argumento de este tipo no hace ascos a nada, en el sentido de que demuestra ser plena e impecablemente racional[1]. Sin embargo, con respecto a esta formulación abstracta y pura (puramente teórica), el punto -el posible problema- radica en que tal supuesto pretende ser válido siempre y en cualquier caso, independientemente de los contextos y las situaciones; que no se ve afectado ni siquiera en presencia de una subcondición de este tipo: «para que yo maximice mi beneficio, para que mi inversión 10 rinda 25 en lugar de 15 o 18 o 20, debo tener en cuenta la posibilidad de que un cierto número de personas (quizá un número considerable) pierda la vida». Esa subcondición, el dar un contexto tan específico para la aplicación de ese principio abstractamente racional parece haberse convertido en un factor a tener en cuenta, pero no hasta el punto de cuestionar ese principio, de atascar ese dispositivo. Por lo tanto, de esta premisa se deduce que no se daría ningún caso que pusiera en duda el derecho a perseguir el máximo beneficio posible de su trabajo/inversión. Esa aspiración, su búsqueda, sería siempre legítima, nunca cuestionable. Un derecho inalienable y, por lo tanto, independiente -indiferente- de cualquier contexto y contingencia. Este es el fenómeno de la naturalización que intento destacar.

Como casi siempre, el proceso de naturalización (la metamorfosis de una contingencia en una necesidad) culmina con la producción de un tabú. En este caso, sería, precisamente, el tabú del cuestionamiento del derecho a la maximización del beneficio, algo que ahora ha asumido la apariencia de un convidado de piedra en el actual debate público, tanto político como mediático. Muy sintomático de la amplitud de este fenómeno es el hecho de que este tabú es compartido incluso por los círculos políticos y culturales que están, por constitución (identidad, historia, tradición…), más cerca de las demandas sociales, es decir, menos cerca de las económicas. En otras palabras: las mismas fuerzas de la izquierda, no sólo en Europa, se aventuran sólo ocasionalmente y de forma bastante tímida (a medias) a objetar algo sobre el hecho de que incluso en un contexto extraordinariamente de emergencia -que es la pandemia- las grandes empresas farmacéuticas organizan la producción y distribución de sus productos -el «producto vacuna»- sobre la base de una lógica puramente comercial. A partir de la posesión exclusiva de sus patentes. Esta es la lógica que ha servido de estrella guía a estas empresas en la celebración de lo que poco a poco están resultando ser contratos capos para las instituciones públicas que los han firmado. La timidez de las objeciones ocasionales, incluso por parte de las fuerzas de inspiración social/socialista, es el reflejo de la creciente inseguridad de estas fuerzas frente a las instancias y principios que deberían representar su kit de identidad, el alfa y el omega de su acción. Incluso aquellas fuerzas naturalmente sociales empiezan a dudar de que haya realmente algo cuestionable en tal conducta por parte de los actores económicos. «Las empresas hacen, es decir, tienen derecho a hacer, su interés legítimo». Y ese derecho lo tienen siempre, independientemente del contexto en el que actúen. Es decir, que se reconozca su legítimo derecho a prescindir. Los deberes, las responsabilidades de una empresa se erigen y caen con la asunción de su riesgo empresarial.

Es impresionante ver a qué nivel de domesticación nos ha reducido la lógica del capital, en su nuevo disfraz de capital pandémico. A qué nivel de naturalización ha llegado. En nuestra percepción común actual, el beneficio, o más bien su maximización, se ha transformado en una especie de análogo de la fuerza de la gravedad: algo inexorable, incontrovertible, fatal. Un escenario sin alternativas. Un destino, que como tal debe ser simplemente aceptado. Como vemos, la idea de que, en circunstancias muy excepcionales, el derecho a la propiedad intelectual, la exclusividad de una patente y su «explotación», pueden ser cuestionados (limitados, o incluso suspendidos), se ha convertido en un tabú. En un interdicto real. Lo que pretende ser válido también en el caso en que de la superación de tal «pretendido derecho inalienable», de la infracción de tal tabú/interdicción oculta puede depender la salud de millones de personas; incluso la conducción o el restablecimiento de una vida «normal» para la humanidad entera.

Vale la pena repetirlo. No se trata del derecho de las llamadas grandes farmacéuticas a ganar con sus descubrimientos e inversiones. Ese derecho no sólo se ve menoscabado, sino que ni siquiera es cuestionado por el nivel de debate actual y el sentido común (en este caso estamos mucho más allá del tabú o la interdicción). Una vez que se supere la emergencia de la pandemia y las vacunaciones se conviertan en algo anual y rutinario, estas empresas tendrán formas y medios para ganar «adecuadamente» con la venta de sus productos. Además, incluso la posibilidad de la cesión de la patente para que puedan utilizarla otras industrias o instituciones (estatales o en nombre de los estados y en todo caso por el exclusivo interés público) no afectaría al derecho de ganancia y beneficio de estas empresas. En cambio, perjudicaría el derecho a la maximización de los beneficios. De hecho, no hace falta decir que la cesión de patentes implicaría una compensación en términos de royalties o algo así. Se trataría de una cifra «justa» pagada por el público (tal vez de forma unificada y unánime, a manos de instituciones mundiales como la ONU o la OMS – que por fin encontraría una oportunidad de mostrarse incisiva y útil) al privado, una compensación tal que le permitiera sí una ganancia, pero que estaría subordinada al bien/derecho a la salud superior (en este caso: la vacunación rápida) de todos. De ahí su equidad.

Lo que las empresas no quieren ceder y sobre lo que los Estados -pero en última instancia la misma opinión pública- no quieren insistir demasiado es la renuncia (o al menos la provisión temporal) de la especulación variable, la adopción de la lógica por la que la ganancia de una empresa debe responder siempre a las únicas razones del mercado y puede para ello utilizar el instrumento de la especulación, entendida como la explotación (e incluso la «construcción») de las mejores condiciones contextuales -el crecimiento de la demanda- para el aumento de su beneficio.

Expresada en una fórmula, la cuestión fundamental se refiere a la distinción entre ganancia justa (legítima) y ganancia máxima, es decir: si la lógica actual del capital sigue contemplando tal distinción o si no la ha superado completamente; si, desde su punto de vista, la única «ganancia justa» sólo puede ser «la máxima ganancia posible». O, mejor aún, la cuestión es si ese punto de vista se ha extendido, de forma pandémica, hasta infectar y colonizar todos los demás. Hasta que se convirtió en el nuevo sentido común.

Al decir esto, me doy cuenta del enorme tema que plantea esta cuestión: el eterno desacuerdo entre lo «justo» y lo «legal». La propia idea del Estado de Derecho se basa en la superación de este desacuerdo (que siempre corre el riesgo de convertirse en una peligrosa confusión), en la renuncia a la utopía de alcanzar una autodenominada justicia absoluta en favor de una justicia formal (legalidad) más realista. A menudo, el llamamiento, más o menos instrumental, a una justicia superior/absoluta ha servido de justificación para dejar de lado la ley e introducir métodos antiliberales, despóticos y totalitarios. Algunas de las peores injusticias se han perpetrado en nombre de la Justicia. Aunque soy consciente de ello, creo que hay circunstancias objetivamente excepcionales en las que preguntarse si lo legal se corresponde realmente con lo justo (o al menos si lo legal es funcional al principio de lo justo, si pretende acercarse a él) se convierte en una necesidad inaplazable. Hacerse esa pregunta se convierte en un deber en todos los casos en los que está claro que lo formalmente correcto es algo que no puede bastar, que lo meramente legítimo es algo que no se puede satisfacer. Porque, en esos casos concretos, lo legal resulta ser inequívocamente injusto.

A partir de esta consideración, la cuestión que se desprende de la pregunta que acabamos de plantear (la distinción entre beneficio justo/legítimo y beneficio máximo) me parece que es la de establecer una jerarquía de derechos, o más bien: de (re)establecer una jerarquía de derechos que esté a la altura de nuestro tiempo. Sobre todo en presencia de formas inéditas de un estado de excepción, entre las que sin duda hay que contar una pandemia mundial. Dado el legítimo derecho de una empresa, en condiciones «normales», a obtener todos los beneficios que pueda, a tener sólo las condiciones del mercado (y la legalidad formal) como puntos de referencia para su actuación; ese derecho debería convertirse en cuestionable, negociable e incluso revocable en presencia de condiciones objetivamente extraordinarias. En particular, de aquellas condiciones «más extraordinarias» en las que dicho derecho entra en conflicto con el derecho a la salud de todos.

Cuando estos dos derechos entran en flagrante conflicto, el primero debe ceder ante el segundo. Hay que darle prioridad. No puede anteponerse a ella, pero tampoco puede equipararse a ella. Dado que ese discurso -que antaño habría pertenecido a la esfera del sentido común- parece haberse perdido en las brumas de nuestro actual sentido común claudicante, sería una buena idea formalizarlo. Para contractualizarlo. Por cierto, este caso surge como una prueba más del hecho de que probablemente sea necesario reconvertir el contrato social en su conjunto, para rediscutir y redefinir algunas razones y algunos principios de nuestra convivencia. Los nuevos juegos deben ir acompañados de nuevas reglas.

Una formalización más clara de la jerarquía de los derechos nos permitiría hacer frente a situaciones en las que algunos de ellos llegan a un contraste irremediable. Cuando la coexistencia de estos derechos implica la amputación del derecho reconocido como superior/primario (el «más fundamental»), no puede haber coexistencia. En ese momento la coexistencia de derechos ya no puede ser el objetivo a perseguir. El derecho reconocido como inferior/secundario (el «menos fundamental») deberá ceder, subordinando su ejercicio a la plena satisfacción del derecho primario. A partir de tal supuesto, en referencia al caso que nos ocupa, el «beneficio justo» surgiría como el beneficio posible/perseguible sujeto al respeto/satisfacción del derecho fundamental a la salud de las personas. Por lo tanto, cuando ésta no está previamente protegida y garantizada, cualquier beneficio se consideraría injusto, ilegítimo.

2.

Otro punto de reflexión que sugiere el fenómeno del capital pandémico consiste en una especie de némesis histórica. De vez en cuando, y más allá de cualquier retórica tercermundista, ocurre realmente que «los otros son nosotros», o mejor «nosotros también somos nosotros». Occidente en su conjunto está experimentando temporalmente, al menos en parte, una condición que en otras partes del mundo es una práctica consolidada desde hace tiempo: negociar, ceder cuotas del propio derecho a la salud (entendido como «derecho colectivo a la salud», el de toda una comunidad) para proteger el derecho a la ganancia de otro. El caso escolar -aunque, como es sabido, no el único- está representado por el uso de medicamentos contra el SIDA en África. La dificultad, por razones económicas, de acceder a estos medicamentos por parte de la gran mayoría de la población africana ha producido y sigue produciendo una dramática desigualdad entre los enfermos de VIH en el mundo occidental (que, hoy en día, en la mayoría de los casos pueden sobrevivir al contagio de este virus e incluso llevar una vida «normal») y los del continente africano, donde las víctimas anuales causadas por esta patología ascienden a cientos de miles (como mínimo). Enfermar de SIDA en África o en Europa (América, Australia…) significa algo muy diferente. Diferente más allá de toda tolerabilidad y justificación.

Desde hace un año nos hacemos una idea, en nuestra propia piel, de lo que en otros lugares representa una normalidad poco propicia. Además de trágica, la experiencia de la pandemia resultaría dramáticamente (culpablemente) inútil si a su conclusión la comunidad internacional, o al menos la opinión pública mundial, saliera intacta y prístina, «incontaminada» como antes de esta imprevisible transición. Es decir, si no empezó a plantearse este problema, que ya no podemos fingir que no conocemos. Una parte del mundo vive realmente en una especie de pandemia ininterrumpida, en un estado de excepción sanitaria permanente que se hace así sólo por razones económicas o más bien por deficiencias políticas. Porque donde la economía reina, significa que la política está ausente.

3.

Para concluir estas reflexiones extemporáneas inspiradas en el singular fenómeno que he llamado capital pandémico, quisiera mencionar una cuestión de orden epistémico-antropológico. Ante la situación global en la que nos encontramos y las criticidades anexas que acabamos de destacar, creo que entre los primeros que deben ser cuestionados -los que deberían sentir la necesidad de pronunciarse y tomar posición- están los científicos. En particular, los científicos que participan en procesos como el descubrimiento de una vacuna.

Como «estudioso de la filosofía de la tecnología de inspiración continental» (heideggeriana, elluliana, andersiana…), es decir, como «humanista» y, peor aún, como «humanista itálico», he escuchado a menudo las objeciones, los reproches que algunas de mis posiciones críticas volverían a proponer, revisadas y corregidas, el prohibido «prejuicio crociano» del esnobismo (epistémico, pero primero antropológico) de los humanistas contra los científicos. El mismo prejuicio denunciado hace medio siglo por Charles Snow en su famoso panfleto dedicado a Las dos culturas. En deferencia a tal prejuicio, los humanistas despreciarían a los científicos, definidos, ciertamente con intención poco halagadora, como «técnicos». En el fondo, son empleados de muy alto nivel, pero siguen siendo empleados a sueldo de instituciones comerciales cuyas decisiones no creen que puedan/deban cuestionar. Como ejecutores de directivas, los técnicos (tecnocientíficos) no consideran que sea su competencia interferir en los contextos en los que están insertos y de los que dependen sus investigaciones y estudios. Este tipo de conciencia sobre su profesión y su papel, esta deontología peculiar -o ethos profesional- marcaría la distancia natural entre «científicos» e «intelectuales», reafirmando la diferencia de rango que existe entre «técnica» y «cultura», entre Zivilisation y Kultur.

A decir verdad, personalmente creo que a estas alturas ya no existe una distinción palpable entre «las dos culturas», es decir, entre sus representantes, en el sentido de que hoy la metamorfosis en «técnicos» (funcionarios, ejecutores, hombres de aparato) concierne tanto a los científicos como a los humanistas. Hoy en día, todos se han convertido en especialistas dotados de una profesionalidad peculiar (pericia) de la que depende su reconocimiento social. En muchos casos, estos especialistas incluso se muestran felices de serlo. Por otro lado, la «latitud de los intelectuales», su extinción, es una evidencia tal que se ha convertido en un lugar común. Si hace medio siglo Snow «denunciaba» a los intelectuales como «luditas por naturaleza» (opositores prejuiciosos e irreductibles a la Weltanschauung tecnocientífica)[2], hoy podemos ver que esos luditas se han convertido en esquiroles.

Dicho esto, creo sin embargo que, para los científicos, la actual representa una preciosa oportunidad para refutar este tipo de prejuicios. Las distorsiones de la situación que vivimos, algunas de las cuales he tratado de destacar hasta ahora, las ponen en primer lugar en cuestión. Les corresponde decir algo sobre los fines y usos de lo que, a pesar de todo, sigue siendo el fruto de su trabajo y su ingenio. Les corresponde comentar el tratamiento de algo como una vacuna de la misma manera que cualquier otro «producto». Les corresponde pronunciarse sobre su metamorfosis final en «mercancía»: un objeto (entidad) con valor económico o totalmente reducido a su valor económico. Como la de los científicos es la primera voz que debe alzarse, la suya es también el primer silencio que se siente. El que más pesa.

A fin de cuentas, la situación actual no es demasiado diferente de la que se encontraron otros científicos, en su momento: los físicos, en la época de la invención de las armas atómicas. En aquel momento alguien (muy pocos) tuvo el valor de posicionarse sobre algo que, queriendo o sin querer, le concernía, negándose a atrincherarse tras la coartada de la supuesta «no responsabilidad del técnico», de la autodenominada «inocencia del especialista». Entonces alguien reconoció que esta no responsabilidad equivalía al desinterés, a la indiferencia y, por tanto, a una irresponsabilidad culpable. Alguien optó por no secundar la idea, a todas luces conveniente, de una presunta «neutralidad» del conocimiento, decidiendo renunciar al refugio de su «ciudadanía en la torre de marfil». Por el contrario, han reconocido y reivindicado que el conocimiento es siempre, inevitablemente, poder y como tal exige responsabilidad.

Incluso antes de ser un «intelectual», un científico (y, obviamente, un humanista) es un hombre entre los hombres y, por tanto, la primera responsabilidad a la que debe sentirse llamado es «humana». La responsabilidad humana. Algunos lo llamarían responsabilidad fraternal.

Notas

[1] Una anotación antropológica al margen de esta consideración. Los grandes actores de la economía global representan las mejores encarnaciones del modelo antropológico por el que tanto apuestan las vanguardias del mundo contemporáneo, los que se sientan al timón del vapor. Este es el modelo del agente racional. Desde el punto de vista de su modus operandi, las empresas, como «actores» (agentes), representan en muchos sentidos los prototipos del tipo de humanidad previsto por estas vanguardias. Las empresas son (es decir, actúan como) lo que les gustaría que todos fuéramos, que nos convirtiéramos.

[2] Cfr. Ch. P. Snow, Le due culture, tr. it. A. Carugo, Marsilio, Venezia 2005, pp. 34-39.


Imagen principal: Heidi SanFilippo, Don’t Panic, 2021


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