Rodrigo Karmy Bolton / 11-43

Filosofía, Política

Habrá sido en 1988 cuando mi padre tuvo la astucia de llevarme, un día soleado, al cierre de la campaña del NO en el Parque O´Higgins. Tenía solo 11 años y Los Prisioneros temblaban en los oídos. Radio Cooperativa sonaba por cada corte de luz o Radio Umbral con Sol y Lluvia martillando el futuro. Un niño como yo que había vivido en la burbuja de Chile, entre las comunas de La Reina y Providencia sabía, sin embargo, de la existencia de otro mundo. No solo por quienes hacían el aseo en casa, sino por los miedos que a poco andar se dejaban tocar en los gestos de mis padres, cada vez que preguntaba porqué todos los años estaba el mismo Presidente –vestido de militar- o porqué mi madre lanzaba agudos garabatos cuando aparecía la Primera Dama en su patético mensaje de Navidad. Se alcanzaba a ver que el mundo adulto experimentaba una gran conmoción. Apenas jugaba con amigos en la plaza –quizás fuimos los últimos en hacerlo- pero eran amigos para los que todo estaba bien y para quienes el NO era la cristalización demoníaca.

Un niño como yo alcanzaba a ver pequeños espantos en el Ejército y en el Dinero y ese día de 1988 quedé completamente pasmado. Había otro mundo, había otros muy diferentes que pintaban las paredes libremente, que cantaban a quemarropa por las calles y que tenían en sus rostros la dureza del dolor, pero a la vez, la alegría de los nuevos tiempos, de la otra época que se abría. Miles de personas. Pobres, morenas, humildes. Contemplé por vez primera –quizás- qué era el Metro Los Héroes y cómo se transformaba en línea amarilla. Gente con banderas, pasiones alegres y pelo largo cuyo estilo no hacía concesión al régimen militar de ese entonces. Me enamoré profundamente de ese mundo que, en poco tiempo, sabría que se llamaría “izquierda”. Los nuevos ricos, que habían emergido como resultado del crimen organizado de la dictadura y el big bang neoliberal, se alzaban fuertemente y los tenía muy, pero muy cerca. Eran compañeros de colegio, familiares, cercanos. Conocí su desprecio por la vida feliz y su desesperado intento por alcanzarla bajo la compensación mercantil. En ello se juega todo el drama del capitalismo: prescinde de la eternidad e intenta sustituirla en la “mala infinitud” de la acumulación. Los nuevos ricos no tenían como referencia la cultura.

Tampoco las antiguas religiones (su cinismo cuando decían “catolicismo” era evidente). Solo el Dinero y, en el caso del Chile de 1988 dominado por una dictadura que defendía dichos intereses, también los Militares eran dos formas que actuaban asociadas, una con la otra, una siendo la sirvienta de la otra. Por mi parte, me refugié. Leí “Cosmos” de Carl Sagan –veía sus series- alucinaba con la vida en otros planetas, quizás, porque algo de nuestra vida anunciaba su despedida aquí en la tierra. Me volqué a la música en sus diferentes expresiones. Había que abrir una voz en medio de la asfixia que se anunciaba, pero que no se decía. Creí enteramente en la democracia. Pero bajo dicho término imaginé –spinozianamente- que ese era el nombre de un mundo sin miedo. Porque si la dictadura había sido el lugar del miedo, la democracia debía ser aquél que despeja el miedo a favor de la felicidad (no la alegría). Con la música, se cavó la escritura rápidamente. Y entendí que ese debía ser el lugar de mi vida. Unos años más tarde asumió Aylwin como Presidente y comenzó a surtir efecto el bloqueo, la confiscación en la fórmula más decisiva de todas: la “justicia en la medida de lo posible”.

La vida se hundió en la desesperación que trae el Dinero, mientras los Militares –con Pinochet a la cabeza- vigilaban de muy cerca todos los pasos de los nuevos demócratas. Ahora entiendo que fui spinozista sin saberlo: le exigí a la democracia lo que los demócratas no le exigieron. Y aquí radicó toda la trama de la juventud. Hubo captura de la juventud para que ella aceptara rápidamente el supuesto realismo de la fórmula aylwiniana, se aceleró el envejecimiento de la juventud para que la impunidad prosperara. El miedo proliferó. Sin tanto militar, pero con muchos dispositivos de seguridad que comenzaban a adornar las casas en sus rejas, alarmas y empresas de seguridad. 1989 debería haber sido el año de la Asamblea Constituyente que hubiera dado a luz un nuevo país, pero tuvimos que luchar por 30 años para que algo cercano a eso –sin ser eso- fuera políticamente posible. Una lucha no reconocida como tal, por cierto, porque el discurso oficial nos dijo siempre que estábamos en “democracia”: ¿cuántas veces políticos y militares salieron abrazándose para los 11 de septiembre? ¿Cuántas veces esos políticos nos dijeron cuánto habían sufrido y que habían decidido por el “nunca más” que, en rigor, no era otra cosa que un reconocimiento de que habían aprendido la lección que les había dado la oligarquía hacendal y su alianza con el imperialismo yanqui? Pudo ser la Asamblea Constituyente, pero fue la ratificación de la Constitución de 1980 y sus “leyes orgánicas” que se mantuvieron con dureza durante décadas para legalizar la despiadada acumulación de los grupos económicos. Los nuevos ricos se tomaron el poder de algo que ya no se llamaba democracia, sino transición y donde las más altas esperanzas de las que el mundo popular se había nutrido terminarían maltrechas en la fórmula, tan decisiva como realista, de la “justicia en la medida de lo posible”.

¿Cómo experimentar la vida feliz con una fórmula así? ¿Cómo abrirse a la juventud en un niño de 11 años con un régimen que obligaba a sus ciudadanos a envejecer mal, aceptando el realismo de las condiciones imperantes y paralizando a toda política en función de los equilibrios macro-micro económicos y militares? La poesía estalló en incontrolable, las tardes después del colegio supuraba versos por todos lados, también acordes con guitarras y pianos varios, pero todo era dolor y búsqueda de algún lugar que cada día tenía menos lugar. Encontré amigos, siempre encuentro amigos con los que soportamos el devenir de una vida que se codificó “en la medida de lo posible”. Y siempre les guardo cariño. Se trataba del dolor de una juventud –o una infancia que es igual- que estaba viviendo exigida a no serlo, una juventud que debía saltarse para no ser más que alguien que acepta la “lección” prevista por la Fábula que trazó la mitología de la transición: éramos muy jóvenes, hicimos mal por haber sido jóvenes y radicales y, entonces llegaron los militares y nos masacraron. Juventud y radicalidad –dos afectos imprescindibles para mí en ese momento- quedaron prohibidos. Y no solo de la macro-política. Sobre todo de las conversaciones cotidianas en las que se impuso la “justicia en la medida de lo posible” como un ethos sacrificial de la nueva (vieja) época de la cual quedábamos paralizados. Entre 1993 y 1994 supe de la filosofía. Y entonces Sartre y unos años más, Marx. La vida no estaba condenada a “ser” tal y como se nos presentaba bajo el espanto del realismo aylwiniano, sino que podía ser de otro modo, otros posibles iban en nuestra búsqueda, pero nosotros debíamos lanzarnos a ellos. La vida no debía porqué aceptar el juego “en la medida de lo posible” y mucho menos que la democracia fuera un régimen plagado de miedo. Nunca acepté que la vida se jugara por entero en el miedo.

Nunca fui hobbesiano, si se quiere. Jamás creí en la estupidez de un pacto que nos protegiera mutuamente de las tendencias asesinas que, supuestamente, nos dominaban naturalmente. No se porqué nunca lo acepté, no sé porqué fui obstinado –quizás como muchos otros de esta ambigua generación que comparten más o menos años, los tedios, afectos, angustias- Posiblemente, porque aceptar implicaba arrojar nuestra vida por la borda, naufragar creyendo que se estaba en el paraíso e ingresar al desprecio institucionalizado de los nuevos ricos. Ese Olimpo me fue detestable, esa promesa del automóvil y del “ganarse la vida” (¿por qué habría que “ganarse” la vida?) me pareció una mierda siempre. En algún momento “Chile actual. Anatomía de un mito” de Tomás Moulián fue un respiro. Pero lo fue porque esa mañana de 1988 el gesto de mi padre por llevarme a esa manifestación y de mi madre que subrepticiamente siempre llenaba de mierda a los personajillos de la dictadura tuvo un legado decisivo en hacer que un niño de 11 años pudiera encontrar otros mundos más allá del que le proponían los nuevos ricos. En un abrir y cerrar de ojos han pasado 30 años. Y solo en 2020 completaremos lo poco que debíamos alcanzar en 1990. En ese entonces éramos jóvenes y se nos obligó a ser viejos; hoy somos más viejos, pero la revuelta nos ha hecho mucho más jóvenes. En ella hemos recuperado la juventud confiscada por 30 años. Tengo 43 como si tuviera 11; un doloroso proceso político acaba y otro ha comenzado intempestivamente.

25 de octubre, el día más largo de la historia.


Imagen principal: Vivian Suter, Untitled, NA

Descarga este artículo como un e-book

Print Friendly, PDF & Email

Deja un comentario