Aldo Bombardiere Castro / Tocar los ojos

Estética, Filosofía, Política

A Juan Manuel Garrido, en lo íntimo de las distancias.

Imaginemos la escena.

Pudo haber sucedido ayer o hace algunos años. Podría haber sido en una calle céntrica, desgarrada en medio de la histeria de un lunes por la mañana o bajo la estela de un atardecer cansino. Lo importante es imaginar, es ver la calle. Y más importante aún: lo indispensable consiste en ver a los cuerpos arropados, desplazándose por una vereda extensa y concurrida, pero la cual les permite moverse con soltura, dejando espacio suficientes (¿para qué?) entre ellos. Se dirigen al trabajo o las casas. Se dirigen hacia donde van y desde donde vuelven. La luz es tenue. Las cabezas gachas apuntan hacia los celulares, los autos y las micros se deslizan vestidos de colores pasajeros, las fragancias o hedores no son decisivas ni tampoco, pese al constante ruido de fondo, irrumpen sonidos estruendosos. Pareciera que nada resalta sobre el indiferente conglomerado de un único mar, de una atmósfera inundada por el ritmo monocorde del apremio o la cadencia declinante de la fatiga. Esa es la tonalidad ambiental con que se escriben las mañanas o las tardes en los espacios de tránsito, en las calles. Sin embargo, de golpe, algo deja de suceder: la sucesión se crispa; atraviesa una interrupción. Cada cuerpo cree que su cuerpo es su cuerpo, y sólo gracias y también en contra de tal creencia -aunque en ese momento dicha creencia tan sólo se respire de manera atemática inconsciente, imprecisa e impresionista-, es posible que la continuidad se interrumpa. Al levantar la cabeza para cruzar la calle, unos ojos se encuentran con otros ojos, clavan a otros ojos: un par de ojos tocan a otro par de ojos. Estalla la vergüenza acerca y distancia lo ajeno y lo propio. El encuentro, en realidad, es un golpe. Acto seguido, los ojos huyen girando la cabeza donde sea. No han necesitado buscarse, no han querido verse, ni siquiera ellos mismos sabían que estaban allí. Su propia visibilidad les estaba espontáneamente velada, les era invisible: sólo pudieron saberse ahí en la medida que otros ojos, tan ciegos como ellos mismos, los delataron. Y aún así no se ven. Les es imposible verse a sí mismos. Nada saben de sí.

*

“Psyche es extensa, y nada sabe de ello”, garabateó Freud poco antes de su muerte, según susurra Derrida (2011) al oído de Nancy (susurra para evitar importunarlo, para evitar tocarlo en demasía, empeñándose por equilibrar las formas, los modales sociales del buen tacto).

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Los ojos están hechos de piel. Sólo existe una única superficie, una piel extensa y plegable, cuya virtud consiste, mucho antes que en ver, en tocar, en tocar sin requerir tocar ni tocar-se, en hallarse susceptible de o en haber sido tocados por otros ojos. En el relámpago que detona cuando los ojos se tocan, la voluntad y la teleología de la mirada se interrumpe. Cuando dos ojos se tocan para luego alejarse, no puede haber retrato, representación ni cartografía. Emerge un desfase, el espasmo de una diferencia irreductible, el súbito ingreso de un intruso incapturable. Lo irreductible. En un instante, ha acontecido la experiencia.

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¿Imaginaron la escena? ¿La recordaron? No: la vivenciamos.

Referencias:

-Derrida, Jaques (2011): “El tocar, Jean Luc Nancy” Traducción de Irene Agoff. Amorrortu: Buenos Aires, Argentina.

Imagen principal: Richard Colman, Eyes #1, 2014


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