Última escena republicana. Podrían haber sido más. También podría no haber sido ni siquiera una. Pero el con-vivir no conoce de últimos ni de primeros, de monumentos ni memoriales: es memoria en acto; potencia común e imaginación presente y anterior a toda República. El habitar un mundo de paso, sin falsos consuelos ni deseo de eternización, implica atender a la inagotabilidad del sentido expresado en cada instante, como colores y figuras espejeando en las rutinarias paredes de una estación de metro (otro espacio de tránsito devenido lugar). El fervor de la vida común florece entre las grietas de un sistema o en el subterráneo de La República.
Quizás no debamos buscar ni en lo más cercano ni en lo más lejano. Quizás tampoco debamos seguir buscando aquella supuesta materia prima que, hasta el momento, sólo unos pocos han modelado: la sustancialidad de La República. Tal vez, antes que desesperar padeciendo un evento de contradicción de la voluntad -tal cual el insomne, quien mientras más quiere dormir menos próximo está de lograrlo- tan sólo debamos empezar por vivir y mirar. Lo hermoso de ambos despliegues, de ambas intensidades (pues no se reducen a meras intenciones ni a simples actos), consiste en que su objeto pasa a segundo plano: la vitalidad de la vida se afirma a sí misma y no deriva, retroactivamente de la angustia que despierta la certeza de la muerte (Heidegger); por su parte, la potencia de la mirada no viene cargada de un deseo de aprehensión de lo visto, sino interpelada por un llamado táctil, una caricia o un golpe de vista, el cual nos impele a girar la cabeza para, en un segundo que antecede a lo visto, desear e imaginar lo que veremos. Quizás en ese parpadeo menor y casual, donde se entrecruzan la vida y la mirada, podamos encontrar los rudimentos de un ethos que no requiere de búsqueda ni institucionalización: los resplandores de un con-vivir en cuanto vivir común e irreductible al elitismo del modelo republicano, representativo y jerarquizado. Más sutiles y fugaces, pero también más intensos y singulares que la “cuestión pública”, los resplandores del con-vivir resulta lo común a todas las formas de vida: resplandores que, como una obra de arte o un enigmático espejo, revelan la forma de las formas.
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La cronología es la siguiente.
En 1994 Roberto Matta le manifiesta a Ricardo Lagos, entonces ministro de Obras Públicas, su intención de donar un futuro mural al Estado de Chile, con la condición de que sea exhibido en un lugar público. Lagos acepta. En 1996 -por parte de Matta, al menos- la promesa se cumple. Así se inicia la peripecia de Verbo América.
El mural, compuesto de 55 piezas de cerámica diseñadas en un refinado taller italiano, es traído a Chile con todas las medidas del caso. Pero la donación parece conllevar un problema tan práctico como religioso: el estar a la altura de ella, es decir, el ser capaz de agradecer, de co-responder como corresponde. Ahí se actualiza el perpetuo dilema: ¿cuál es el mejor lugar, el más adecuado, el más necesario, el más conveniente, el lugar ideal para acoger al mural?
Tras dos estadías itinerantes, primero en la Plaza de la Constitución durante la VI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estados y luego en el frontis del Museo de Bellas Artes, se decide instalarla en el Aeropuerto Arturo Merino Benítez de Santiago. La idea: que el mural sea lo primero y lo último en ser visto por quienes arriban al país y se embarcan a otro destino. Esta decisión gubernamental parece constituir una especie de imagen forzada, un gesto de contraviolencia simbólica, similar al acto de levantar un ojo ajeno obligándolo a observar la reiteración de un trauma que no le interesa comprender ni exorcizar. O por la razón o por la fuerza: ésa parece ser la manera de aproximarse a América vista desde la institucionalidad chilena. Por suerte (una suerte aurea, benjaminiana), el mural se deteriora rápidamente en ese espacio. Para preservarlo, no queda más solución que reubicarlo en otro lugar público. ¿Dónde?
Allí donde no hay lugar previamente dado, ha de dar-se cabida al lugar: el lugar se da cabida a sí mismo; impone desde sí su propia condición de posibilidad.
Después de procesos de restauración de la obra, así como de una serie de intervenciones técnicas y logísticas del espacio que la acogerá, en el año 2008 se encontrará su lugar definitivo, la Estación Quinta Normal del Metro de Santiago. Esto precisó que el espacio fuera adaptado para cumplir con los estándares de conservación patrimonial de la obra y de seguridad de transeúntes. Es decir, el espacio se adecuo a la obra y, en ese gesto, ya hay una suerte de “rebajamiento”, un esfuerzo de la técnica y la burocracia estatal en pos de un cierto “producto” estético-político: allí se transparenta, irónicamente, una experiencia estético-política y contra gubernamental. Por cierto, se trata de un uso estético-político, el desparpajo de un gasto extra en tiempos de planificación estatal, una interrupción de la racionalidad instrumental y de la maquinaria del capital. Todo ello bien podría leerse como un absurdo que invierte el propio absurdo de tal maquinaria capitalista. Es así que el mural se hizo lugar: haciendo del mero espacio de tránsito cotidiano (un no-lugar, una pared vacía o la desesperación de un tiempo de espera que, concentrado en un carro de metro, sólo espera lo esperado) la posibilidad de un lugar de extrañamiento, de interpelación y reflexión estético-político.
A más de diez metros de altura sobre la vía férrea, miles de transeúntes diariamente tropiezan, ignoran, se encuentran o se pierden en la movilidad de las piezas que componen Verbo América. Esta última escena es irrepresentable. Pero no deja de devenir un fragmento en acción de una América tan singular como inconjugable.
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Detengámonos un poco para yuxtaponer Verbo América con las otras dos escenas republicanas interpretadas anteriormente.
A diferencia de La primera misa celebrada en Chilede Fray Pedro Subercaseaux, no somos testigos de una subsunción del tiempo histórico y del espacio colonizado en un discurrir universal de carácter onto-teo-teleológico. Aquí no sobrevuela la gracia de un sacramento bautismal. Al mismo tiempo, tomando evidente distancia de La fundación de Santiago de Pedro Lira, tampoco hay una remarcación de la centralidad del centro, esto es, de la violencia instauradora de un orden fáctico amparado en un binomio de saber-poder con pretensiones civilizatorias. Nada de eso: si no hay sacramento cualquier fundamento resulta derogable. Por ello, en Matta el asunto es otro: la potencia de una alteridad que hace estallar toda pretensión identitaria, incluso cuando hablamos de nosotros mismos.
Así, esta tercera escena republicana no comprende ni se propone superar a las dos anteriores. Aunque es la escena más reciente, Verbo América no encarna un movimiento dialéctico ni se inserta dentro de una lógica del progreso acumulativo. Su materialidad, su significación y su potencia afectiva proviene de, y sobre todo deviene, otra parte: una parte otra.
Parte otra como la reunión y el conglomerado accidental que, sin embargo, es capaz de forjar encuentro en la ruptura, mundo en la porosidad de la tensión: imposibilidad del todo y reafirmación de la mixtura en común con-vivencia. Aquí ese todo, América, no puede ser más que la suma de sus innumerables partes, donde cada cultura, a su vez, trasluce un universo. Por eso América es y no es. Ni siquiera se vuelve preciso entrar a filosofar en la tensión decimonónica entre el Novomundismo eurocéntrico, el Nuestroamericanismo mestizo o un indigenismo idílico. Nombrándola como unidad artificiosa o concepto idealizado, América no deja de estallar en mil fragmentos: con ello revela, en su mismo fracaso, el movimiento, las acciones abiertas y nunca del todo articulables en un sistema: he ahí su hibridez.
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Verbo América: verbo inconjugable. Que América exista como verbo inconjugable denota la paradoja del mismo lenguaje, el cual sólo puede nombrar aquello que existiendo no es: lo que deviene. En su vida indómita, purulenta de Estados fallidos, también se insinúa la falla de todo sistema totalitario y totalizante. Fragmento, esquirla de un sueño tan irremediable como irrenunciable, resabio de una maldición que ha olvidado a su hechicero, América es tiempo liberado de su propia abstracción, espacio en rebelión contra todo “deber ser”: afecto y efecto de inmemoriales modos de habitar y migrar. En una palabra, antes que forma determinante, nous intelectivo, lógos racional o discurso articulado alrededor de un núcleo identitario, América devieneherida y cicatriz, dolor y sanación en curso, contra la cual toda conceptualización sólo manifiesta la insuficiencia de su ejercicio esencializante. América no es un verbo más ni un modo de verbalizar; América solo puede insinuarse en la acción de una imaginación material donde ella misma se hace verbo: con los pueblos del mundo; pero no del mundo entero, sino del mundo rasgado, desgarrado. América es el mundo que hacen los pueblos del planeta en resistencia y rebelión contra las innumerables formas de dominación capitalista.
Acerquémonos al mural. En él nos impacta la abrupta diferencia cromática entre tierra, por un lado, y mar y cielo, por otro. A la tierra la cobija un cosmos en azul marino: la profundidad del mar refleja y se funde en la inmensidad del universo. Entre ambas desmesuras se ubica, casi por azar, la finitud perecedera de la tierra. Así, sólo desde tal finitud es posible delinear la contingencia de las constelaciones y el vértigo de un viaje oceánico. No se trata de un saber astronómico, sino de una cosmogonía imaginal; no se trata de una cartografía oceanográfica, sino del sentido de una aventura, al parecer, sin sentido dado. Cuando por primera vez nos abismamos al mar o hundimos la vista en los confines sin fin del universo, no hacemos ciencia, no hacemos geografía ni astronomía: somos atravesados por el asombro de nuestra existencia contingente, por el sentimiento de un impulso religioso que, en realidad, nunca puede ni re-legarse de sí ni re-ligar el mundo en un sistema conceptual. Tal sentimiento religioso sin necesidad de religión ni trascendencia, fue lo que vibró en el párpado indígena y en los pechos ancestrales: dioses con rostros y cualidades, dioses expresivos, que hablan y se enfadan, que toman posiciones, que se vuelven amos y rivales, dioses naturales que, lejos de toda encarnación cristiana (kénosis), se dedican a amar la incorregible impureza del mundo. Por ello, aquí el isomorfismo y la monocromía del mar y el cielo no representan una oposición trascendente a la finitud terrestre, sino un contraste expresivo. Expresan la maravilla del asombro, la travesía de un vivir en travesía, de un más allá del más acá despertado por la posibilidad del horizonte, y no por el desdoblamiento o la escisión entre un paraíso perdido y un destino salvífico. Para decirlo de una vez, se trata de un vivir a través del mundo y de un vivir donde el mundo nos atraviesa en profana com-unión con la tierra: la alegría del vivir en común finitud, en finita creación de finito sentido.
Mitos modelados con arcilla, polvo cósmico abandonado sobre los cabellos, negritud viajera y errante. Viento y fuego, suciedad y proliferación de imágenes y prácticas en indeterminada, en azarosa contaminación y esplendor. Una tierra que roza las pupilas, que nos duele, que nos recuerda la hermandad entre la sangre regada y aquella que hoy irriga nuestro cuerpo; una tierra a veces feliz y capaz de comer maíz bajo los lagos, de embellecer las tristes lágrimas del bosque austral, de anidar en las ásperas cavernas de un desierto increado. Una tierra cuya materialidad impura y degradada respira en cada raíz, penetrando con sus brazos en un cúmulo de raíces inacabables. Pero esta tierra también se permite besar, piel a piel, las manos alfareras de quienes la aman, de quienes la amasan. Es la tierra que oscila en el vientre invertido de la serpiente azteca; la tierra húmeda del Amazonas, la tierra sin tierra de las cimas andinas; y la tierra sobre la cual reverdece, casi al centro sin centro de Verbo América, ese árbol en cruz, ese árbol-cruz que parece invitarnos a digerir la médula de Cristo pero a escupir sus espinas. Una tierra oceánica pero finita, una tierra en reafirmación y sin dudas, como la tangibilidad de los dioses metálicos caídos a sus pies y absorbidos por ella, justamente, tras haber sido puesta en duda, tras haber sido puesta en venta, hasta hoy.
Exenta de totalidad y afanes de conquista, la tierra americana, contra toda su historia, parece desearse a sí misma sin acumulación ni explotación, abrazada por el océano y el universo, palpitando en la abertura doliente y mágica de este Verbo América. Verbo inconjugable que, de llegar a conjugarse, sólo podrá hacerse en con-vivencia con todos los pueblos oprimidos: en el acto de levantar la cabeza y mirar lo otro en lo mismo: la “potencia común” que prima por sobre la “cuestión pública”, el con-vivir bastardo capaz de dinamizar cualquier arquitectura republicana.