Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: ambigüedades

Filosofía

Algunas respuestas parecen mecánicas. Otras, incluso instintivas. Ciertas disciplinas de saberes, por el contrario, parecen constituirse como fruto de un esfuerzo sobrehumano, siendo el resultado de un superávit de prácticas, reglas y métodos cuyo monótono proceso de recolección, conversión y adaptación de datos permitirán su ingreso dentro de determinadas coordenadas de un archivo o región de conocimiento. Y hay de (in)ciertos acontecimientos que no responde a ninguno de estos modos, pues irrumpen y sacuden la superficie del planeta como si nos susurraran al oído la existencia de un mundo otro.

Mecanismo

Las respuestas que parecen mecánicas son esclavas de un mecanismo, de la programación que rige tal mecanismo. El “no” que se le al niño segundos antes de orinar fuera de lugar, es un “no” que bien podría ser un “sí”. Quizás ese mecanismo del “no” castrador de inmundicias, descanse en un programa civilizatorio de salubridad que penetró la vida familiar desde los albores del sedentarismo. Pero a la vez también lo haga en la confección de un discurso y de una técnica sobre la vergüenza: afincarse en un espacio exterior, en cuanto morada permanente, significaría ocultar y enterrar la fluidez de nuestros desechos interiores: emprender el camino en busca de hacer coincidir el morar sedentario con la moralidad subjetiva. Así, ocultaríamos los olores propios como indignos e inmorales, es decir, como impropios de nosotros a los ojos de otros. Pero, simultáneamente, ese mismo gesto revelaría nuestro temor a lo contrario: la inmundicia de los desechos corporales amenazará con delatar aspectos íntima e irrefutablemente nuestros. De lo contrario no tendría relevancia mantenerlos ocultos. La vergüenza es la encarnación de ese riesgo, el sentir esa amenaza cada vez más presente: exponer una imagen indeseada de nosotros mismo a los ojos de otros (ojos de otros que a veces no se trata más que de de nuestros propios ojos devenidos otros). Por ello, como si se tratase de una máquina de la paranoia, hay ratos en que no sólo se teme a la vergüenza, sino que se siente vergüenza de la vergüenza, hasta olvidar el porqué de ella (porqué cuyo examen demandaría distanciarse de dicha vergüenza). Nadie diría que el “no” proferido por el padre al niño es la causa ad infinitum, generación tras generación, de orinar fuera del tiesto. Afirmarlo, daría vergüenza ajena. Pero al parecer la constatación de tal reprimenda es lo único que nos es lícito afirmar con propiedad en el intento por comprender la violencia de ese mecanismo y los principios de su programación: la orden como ley.

Instinto

En cuanto a las respuestas instintivas, solemos creer que al dolor se reacciona con un grito. Economía originaria del cuerpo, el binomio estímulo-respuesta parece determinar y capturar la vida desde una lectura biologicista. No obstante, en la instantaneidad del grito, en su fugacidad y consistencia sin fondo, comparece un abanico de sentidos, un crisol de fenomenología que rebasa cualquier rigurosidad y metodicidad fenomenológica: potencia de la experiencia viva y no sólo descripción de la experiencia vivida.

En efecto, cuando la boca se amplía hasta su desfiguración no se reacciona a un dolor, al modo de una respuesta condicionada. Más bien, se hacen dos cosas al unísono: por un lado, atestiguamos el dolor (siempre nuestro dolor); por otro, nos desprendemos, casi imperceptiblemente, de la sobrecarga que porta dicho dolor. Cuando uno grita de dolor, así, pone en evidencia, no la causa o naturaleza del dolor, sino la constatación más profunda del dolor: su doliente expresión, su permanente carnalidad y superficialidad, sólo nombrable en cuanto grito y sinsentido. A su vez, en las entrañas de ese acto, al desgarrar la garganta presa de un dolor insoportable, opera una anestésica: el dolor se vuelve -más mágica que instintivamente- soportable. De no haber grito, al momento en que la palma militar viole la apertura de nuestra boca o cuando advenga la eternidad de la muerta para mantenga mudamente abierta, el dolor se habrá consumado, el grito acallará su intensidad, y su eco se volverá presa del saber biológico, o de una filosofía hedonista y religiosa que a toda costa buscará evitarlo. En una palabra, la fenomenología del grito oscila dentro de ese abanico de pliegues y reveses, que va desde el hecho de transparentar la oscuridad del sinsentido hasta una anestésica del sufrimiento, que nos permite sobrevivir al despojarnos de la sobrecarga de dolor. Pensar, quizás también constituya otra modalidad del mismo grito.

Disciplinas

Las disciplinas requieren de una construcción. No sólo de una teoría que dé cuenta de su objeto de estudio y de una metodología que lo haga accesible, sino también de la invención de un lenguaje y de la con-formación de unas prácticas. Eso es una com-unidad científica: una comunidad disciplinar que se empeña en unificar lo diverso bajo principios, lenguajes, reglas y quehaceres comunes. Así, todo conocimiento cuenta con una historia. Toda teoría, aunque la suela minimizar, florece en el terreno, situado y sitiado, de un lugar enunciativo. Lo enunciado sólo es posible de ser dicho a partir de ciertas coordenadas que se lo conceden (cuando no se lo determinan).

Si toda ciencia tiene su historia, las mismas ciencias históricas cuentan con su historia: la historiografía de la historia. A su vez, si durante el siglo XIX la historicidad (y no la historiografía) estuvo a la base de gran parte del apogeo de las ciencias del espíritu, significando una especie de principio rector del conocimiento humano acerca de lo humano, hoy eso ha cambiado. Mejor dicho, se ha intensificado: el saber humano parece haberse consumado en cuanto técnica, poder y dominio sobre la multiplicidad inabarcable de las formas de vida gobernadas por principios cibernéticos y algorítmicos, esto es, por el lenguaje de la databilidad: la historicidad se ha materializado en su degradación historiográfica y, peor aún, cibernética. Pero sigue habiendo un signo común a ambos momentos. Según Nietzsche, el hombre es el único animal que se vio obligado a inventar la risa dada su trágica infelicidad. Quizás por eso mismo también inventamos la historiografía y la cibernética: para resistir al olvido a costa de sacrificar la memoria. Tal vez la historiografía sea la más conservadora de todas las prácticas: no tanto por enfocarse siempre en el pasado y -dicho hegelianamente- conservar más de lo que suprime, sino por el deseo de recordar positivamente: con fuentes primarias y secundarias, con registros visuales y entrevistas a testigos inmediatos, con libros y bibliotecas, con manuales (libros de libros) y obras de arte capaces de resguardar la supuesta sensibilidad o espíritu de una época. Quizás allí resida la pulsión compartida entre todas las historiografías: datificar, cuantificar, seleccionar, distribuir y archivar el espíritu de cada época. Independientemente de que tal labor engendre una biblioteca tan absoluta como inútil e imposible (ironía borgiana cada vez realizable gracias a los sistemas de almacenamientos de digitales) o no pase de ser un episodio pintoresco y desprovisto de finalidad e hilo conductor (eso que Kant tildaba de mera “historia rapsódica”), da la impresión que toda historiografía se vuelve presa de su propia impotencia, buscando retratar una realidad que sólo puede re-presentar en tanto ficción. En esa ambigüedad reside su más esencial ironía: la narración histórica requiere de la ficción literaria, de la imaginación del historiador y del lector, de la construcción de tiempos no-lineales y de espacios nunca espaciales, para hilar su relato y representar los eventos que en éste intenta hace caber. Pero este es su punto ciego: no lo reconoce, ninguna ciencia podría reconocerlo. Pues toda ciencia, tarde o temprano, desnuda su voluntad de verdad sobre algo otro de sí, al cual, mientras se aproxima, inmediatamente absorbe y conjura llamándolo realidad. Se trata de otro de sí que la disciplina lo vuelve hacia ella, lo reconoce a partir de la mismidad de ella misma, lo identifica consigo y lo comprehende metafísicamente.

En las disciplinas históricas, con su inherente aversión hacia la ficción y pese a las innumerables temáticas que abordan, es donde más evidente se vuelve esa constante aceleración de la pulsión acumulativa y conservadora. Aversión a una ficción invisible; temáticas que no pretenden ser sólo temas; acumulación que esconde y al mismo tiempo indica el evento traumático: el horror vacui. En su gestación, se trata de un horror vacui que motiva la invención de una disciplina reproductiva de la realidad de la vida, inventando así una vida que, según ella, en ningún caso puede ser invención. Y el horror vacui quizás también ha de comprenderse en esa misma tonalidad, tensión y superficie: como un aferrarse a la vida frente al olvido del transcurrir de la vida misma, empeñándose en encontrar su punto fijo, su solidez, su lugar de morada. Ya sea en el optimismo metafíscio que animó a las ciencias del espíritu, en el archivismo historiográfico que brinda la presunta materia prima para la narración de lo empírico o en la datificación sistemática de las ciencias cibernéticas, sobrevuela un modo de desviar la mirada de los rostros y de huir ante la caducidad de los abrazos, todo para dejar de sentir el peso vacío de este cuerpo que nunca ha necesitado de alma, de este mismo espíritu sin más dioses que la carne y la sangre.

Acontecer

Tal vez la potencia de la vida no radique en ninguna parte, sino que ella misma sea radicalidad: infinita ambigüedad. No posibilidad en acto, deudora e insuficiente consigo misma, sino acto de posibilidad absoluta. Quizás la potencia de la vida consista en ese mismo quizás: en la libertad incapturable que dicha tenue relatividad es capaz de abrir.

No se requiere mucha imaginación para entender que A=A; se requiere un poco más de imaginación para darse cuenta que la proposición “el triángulo tiene tres lados” es formalmente idéntica que A=A, o sea, que corresponde a un juicio analítico donde lo que se predica (P) del Sujeto (S) viene dado en el Sujeto. Pese a lo analítico del juicio, para comprenderlo necesitamos algo más que el entendimiento: una pizca de imaginación. Pero se requiere mucho mayor grado e intensidad imaginativa -y de hecho es indispensable una imaginación contraintuitiva y susceptible de sospechar de los datos de los sentidos a través de una elaborada ficción- para apreciar el estatuto ideal de la geometría, para saber con certeza apodíctica, que nunca existirá (que nunca se instanciará) un triángulo perfecto (valga el pleonasmo) en este mundo.

Así, en los tres casos, para que A sea A, para que el triángulo posea necesariamente tres ángulos y, sobre todo, para que ostente un grado de ser más puro y elevado que el mero existir contingente, es menester que algo acontezca: que el mundo ideal haga su entrada en la historia, es decir, que se transforme en imaginación. El a priori sólo puede captarse a posteriori. Y en ese movimiento, la impureza de la imaginación y los equívocos de la ficción sostienen y permean hasta la más sólida verdad.


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