Alejandro Fielbaum S. / Carteles de izquierda

Filosofía, Política

Todos los hombres se ríen de los peces de colores y Charlot se llora de los peces de colores. (Federico García Lorca, La muerte de la madre Charlot)

I. En los años gloriosos del cine mudo estadounidense, los dos cómicos más importantes se dieron un curioso desafío: Buster Keaton y Charles Chaplin compitieron por quién podía dirigir un largometraje con menor cantidad de carteles, esos que indicaban con palabras escritas lo que la actuación de ellos y sus colegas no podían mostrar. Pese a la supuesta rivalidad que se ha querido ver entre ambas estrellas, se trataba de una disputa amistosa: solo se podría desafiar a una competencia tan exigente a quien se respeta, asumiendo de paso que ella solo podría mejorar la producción del otro.

Chaplin y Keaton concuerdan entonces en que es imposible una comedia sin carteles. Ninguna acción se cuenta sola. Que sean conocidos sus personajes, notables sus protagonistas y predecibles sus finales, por felices, no asegura el sentido de la historia que transcurre entre unos y otros gestos. El desafío era entonces el de lograr que una historia se cuente casi sola, entre esos gestos faciales que hoy parecen tan lejanos.

Casi igualmente lejanas parecen las discusiones con las que entonces la izquierda radical busca construir cierta política revolucionaria en la que las masas ya no fueran solo espectadoras de esas u otras historias. Ya en ese entonces el pensamiento marxista se disputaba entre quienes pensaban que el Partido debía indicar a la clase obrera unos pocos carteles con los cuales sumarse a un relato ya dado, de gestos anticipables, y quienes suponían que el rol del Partido es el de construir esa historia, produciendo relatos que expliquen los gestos de sujetos ya no tan predecibles. Si la política de la primera posición se juega en la construcción de un héroe capaz de sobrepasar sus peripecias y llegar a un final feliz, la segunda puede insistir en el montaje, retomando un término crucial del cine soviético de ese entonces, con el cual ir construyendo un héroe menos delimitado, que se va forjando entre y contra los carteles que puedan aparecer.

Es obvio que este debate no puede resolverse de manera simple, apelando a una u otra autoridad. Ya en la obra de Marx y Engels pueden leerse ambas posiciones: Si El Manifiesto Comunista puede leerse como la historia de ese fantasma que se hace gesto y no necesita de muchos carteles que expliquen su despliegue, los análisis marxianos de la política francesa muestran la dificultad de que los grupos dominados no sigan las comedias y farsas burguesas de la época.

Las reflexiones marxistas más interesantes de esos años se instalan en ese impasse. La falta de un relato dado de la historia universal, falta por cierto que abre la posibilidad de la historia y sus relatos, exige pensar los acontecimientos en la incerteza del relato. Gramsci sugiere entonces observar cómo las clases subalternas leen unos y otros relatos. Según el italiano, al público popular poco le importa el autor de una obra, puesto que dirige sus pasiones hacia sus protagonistas. Lejos de ver allí una forma de la falsa conciencia, Gramsci asume la productividad de la ficción para elaborar una forma del relato distinta a la de la ciencia histórica: “Es preciso entender “personaje histórico” no en sentido literal, si bien puede ocurrir que los lectores populares no sepan distinguir más entre el mundo efectivo de la historia pasada y el mundo fantástico y discutan sobre personajes novelescos como lo harían sobre aquellos que han vivido, sino en sentido metafórico, para comprender que el mundo fantástico adquiere en la vida intelectual del pueblo una positividad fabulosa particular. Así ocurre, por ejemplo, que acontezcan contaminaciones’ entre diversas novelas porque se asemejan los personajes: el relator popular une en un solo héroe las aventuras de varios héroes y está persuadido que así debe hacerse para ser “inteligente””.

La inteligencia popular pasa entonces por su capacidad de condensar distintas historias en alguna figura que encarne distintos episodios. Como Chaplin y Keaton, los personajes que condensan los deseos populares pueden trasladar sus gestos de una a otra historia. Los grupos subalternos elabora sus propios carteles para leerlos, y así elabora otras historias con las cuales Gramsci aspira, más allá de cualquier celebración de la cultura popular, a construir un bloque histórico que pueda desplegar políticamente los afectos que allí se juegan. Para Gramsci, entonces, no se trata de priorizar entre los carteles o los gestos, sino de articular con ellos un relato menos lineal de lo que habría querido el marxismo más dogmático.

Por cierto, Chaplin ganó la competencia, con 21 carteles. Los de Keaton fueron 23. Poco después, el cine mudo debió ceder al cine con palabras. En uno de esos filmes, Chaplin encarna el personaje de un rey en decadencia continuamente engañado, también por un grupo de niños que lo hace sentarse sobre una torta mientras otro niño (uno de los hijos de Chaplin, por cierto), enuncia un discurso contra el orden capitalista. Sin carteles ni palabras para ese nuevo discurso, Chaplin se limita a indicar la caducidad de sus antiguos gestos, abriendo con ello la posibilidad de los nuevos relatos que no recorre. La situación de la izquierda radical, en las últimas décadas, no es tan distinta.

II. Heridos los relatos de la izquierda del siglo XX, la situación de la izquierda contemporánea parece ser inversa a la del desafío entre Chaplin y Keaton. En lugar de dirimir qué carteles pueden articular los gestos hacia un relato de la liberación, parecen solo haber carteles con los cuales precisar uno que otro gesto, sin capacidad de contar una historia que no sea recuperada por los relatos del enemigo. Casi cualquier proyecto de izquierda hoy debe presentarse con un sinfín de adjetivos para que sus carteles no sean leídos en la clave del relato hegemónico del que no se logra desmarcar. Preocupada de no caer en el relato derrotado de la izquierda ni en el relato triunfal que encadena pueblo a ciudadanía, ciudadanía a progresismo, progresismo a triunfo electoral, y etcétera, la izquierda debe entonces precisarse una y otra vez.

Así, por ejemplo, la izquierda debe ser ecologista, pero ecologista en clave decolonial, pero decolonial en clave no estadounidense, pero en clave no estadounidense que tampoco sea académica, que no sea académica pero en un sentido sentipensante (sic) y no pensante, y así. Preocupada de ello, ciertamente por buenas intenciones, el único discurso que puede terminar articulando es el de los lugares comunes más predecibles e inofensivos, no casualmente parecidos a los de la universidad estadounidense de los que desea escindirse: una larga serie de carteles que terminan imponiéndose sobre los pocos gestos que terminan transformados en ejemplos, si es que no en fetiches, antes que en elementos con los cuales encadenar un nuevo relato.

Ante esa impotencia, el modelo imperante en la izquierda latinoamericana de este siglo ha sido la construcción de héroes basados en relatos que instalan algunas demandas populares al alero de una retórica nacional-popular. Desde el Estado, tales liderazgos instalan múltiples gestos y carteles que no suponen una transformación sustantiva de la economía política, tampoco la construcción de formas de organización que puedan ser autónomas de las formas de expansión de los aparatos estatales. Frente a esa lógica, otras facciones de la izquierda optan por replegarse en espacios no estatales, dizque comunitarios. En ellos se busca construir un relato cuyos infinitos carteles prometen, algún día, alcanzar un relato unitario. Ese deseo de autonomía ante el Estado termina calzando con la política estatalizada, pues carece de disposición a disputar los espacios que el Estado progresivamente copa en las organizaciones y espacios sociales que se querrían al margen de su relato. Ese deseo de autonomía puede resistir la expansión del Estado, pero no disputarlo. Busca resistir en el límite que destaca, cuando no celebra.

Hegemonía y autonomía son los nombres teóricos que condensan una y otra estrategia, con gestos y carteles que son conocidos, notables muchos de ellos. Las respuestas bien intencionadas con las que se busca superar esa disyuntiva suelen pasar por la fe en la futura articulación entre una y otra posición. Así, se supone que el movimiento del que se forma parte sí podrá recoger las demandas democráticas de base y respetar, después, sus carteles en el ejercicio del poder. El relato de esa promesa no es mucho menos teleológico que el de los dogmatismos criticados del siglo XX.

Esa izquierda desea sumar los gestos que calcen de antemano con sus carteles. Esa izquierda concede la disputa por el relato y solo puede subsistir en la medida en que no avanza, puesto que ninguna izquierda puede calzar con lo que se ha prometido: toda promesa, por definición, excede las coyunturas en las que se inscribe de manera siempre parcial.

En lugar de asumir ese desajuste, la izquierda imperante intenta solucionarlo: o bien se aferra a la promesa sin la coyuntura, o cede a la coyuntura y olvida la promesa. Así, sus proyectos terminan por desgajarse entre el bando de quienes desean comenzar un nuevo proyecto con gestos que esta vez sí pueda ser totalmente fieles a sus carteles y el de quienes, aludiendo a un triste pragmatismo, deben sumirse, más que sumarse, a la política nacional-popular. Se trata de dos posiciones que terminan siendo algo cómodas: O se insiste en los carteles, cuyo sentido ya se sabe, hasta que lleguen los gestos que sí correspondan con ellos, o se borran los antiguos carteles porque complican el sentido de un relato que debe continuar, procesando los los gestos de cuyo sentido ya no cabe dudar.

Puede que la posibilidad de una izquierda radical pase entonces por desplazar esa contraposición. Esto es, por construir una izquierda dispuesta a asumir los desajustes entre los relatos que se desean, los gestos que se construyen y los carteles que los explican. La radicalidad que puede darse la izquierda no pasa entonces simplemente por ser anticapitalista, o por otros adjetivos, sino por serlo en la incomodidad de la lucha de clases, la que impide un relato que calce del todo con sus gestos y carteles.

La posibilidad de una izquierda radical se juega entonces en la capacidad de establecer vínculos entre los carteles que superen la simple adición (llámese ella interseccionalidad, articulación o como fuese), en la capacidad de producir una nueva unidad que asuma la coyuntura sin calzar con ella. De lo contrario, a la izquierda solo le queda la posibilidad de ser un cartel triste, acaso el del momento de una comedia que otra historia termina por cerrar.

III. Las ideas las aparentemente abstractas que venimos hilvanando pueden quizá plasmarse en una reflexión de coyuntura a partir del triunfo electoral de Gabriel Boric. Tal acontecimiento reconfigura el discurso de la izquierda chilena, que vuelve a ganar la elección presidencial después de medio siglo, gracias a un proceso atravesado por las tensiones descritas. A saber, un discurso que intenta construir cierta unidad que recoja y supere la suma de los distintos carteles que circulan del centro a la izquierda.

La prensa hegemónica y sus analistas ya han dado su relato del triunfo, explicándolo como una gesta finalmente exitosa gracias a la responsable moderación con la que el candidato se habría acercado al centro político en el sistema de partidos. Para seguir triunfando, deja entrever esa lectura, el gobierno debe mantener una estrategia moderada. Con el agravante de un Parlamento adverso, su apuesta por la transformación debiera seguir un ritmo pausado y responsable, sin alterar las expectativas de los mercados ni los equilibrios políticos. El cartel de Apruebo Dignidad sería otro nombre para los gestos de la antigua Concertación.

El peligro de esa hipótesis no es tanto su sabido origen concertacionista, sino la inexplorada capacidad que puede tener para ser aceptada y movilizada por ciertas facciones del Frente Amplio. Sería ingenuo creer que esa larga tensión fue resuelta con la salida del Partido Liberal y de los sectores más liberales de Revolución Democrática. Ese momento marca simplemente la salida de los grupos más decididamente liberales de un bloque cuya apuesta por la ambigüedad ha sido exitosa en términos electorales, pero riesgosa en términos políticos, sobre todo ahora que dispone de los tan seductores recursos laborales del Estado, tan deseados justamente por las facciones más tecnocrátas que suelen impulsar cierta política de continuidad con los gobiernos concertacionistas.

Puede que la disputa contra la hipótesis de la moderación no se dé entonces simplemente entre los partidos de la transición y el bloque Apruebo Dignidad, sino también dentro de este último bloque. Y es allí que resulta necesaria una política capaz de instalar nuevos carteles para elaborar un relato no concertacionista del su triunfo electoral y, por sobre todo, del porvenir de su gobierno.

En esa línea, parece necesario insistir, como lo han hecho otros análisis, que el factor más importante del triunfo de Boric ha sido la movilización electoral en comunas populares. Esto explica de otra manera la disputa que articula la coyuntura: ya no entre el centro y la ultraderecha, sino entre la restitución autoritaria del orden puesto en crisis por la revuelta y la supervivencia de la promesa de ese otro orden, promesa que ha de condensar carteles heterogéneos, cuando no contradictorios.

Hasta el momento, la coyuntural electoral ha permitido a Boric mediar con éxito entre unas y otras posiciones. Es posible que los primeros meses de su gobierno permitan mantener esa estrategia, pero es poco probable que ella pueda prolongarse durante años. Podrá tomar unos y otros carteles, pero difícilmente uno y otro relato.

La pregunta entonces es cómo no cerrar, en medio de las distintas coyunturas, la promesa de otra forma de vida que las legadas por la concertación y la derecha. Sería tan torpe una izquierda que quisiera plantearse esta discusión al margen de esas tensiones, apelando a un relato ya dado, como la que quisiera apelar a una dialéctica que por sí sola resolviera la contradicción, sin mediación. La política se juega en las fisuras de cada mediación, y ellas nunca pueden anticiparse del todo.

Es imposible dar una respuesta certera, pero un criterio posible es el de orientarse por los acontecimientos que le han permitido avanzar en esa coyuntura. Es tan necesario recordar que las mayorías han irrumpido en las calles y en las urnas como subrayar la diferencia entre una y otra forma de presentación. Solo la movilización popular puede alterar el orden que ha limitado a los grupos subalternos, en las últimas décadas, a votar.

De hecho, los carteles enarbolados en la revuelta por grupos populares no refieren particularmente a las instituciones ya existentes, tampoco se orientan por las antiguas consignas de la izquierda. Antes bien, apelan a la promesa de otro reparto de la riqueza gracias a la acción de nuevos gestos y personajes. Es en ese sentido que el nuevo gobierno debe priorizar ciertos carteles desde el arranque y construir un relato que pueda defender otros intereses desde el Estado.

Es difícil que el nuevo gobierno pueda formar parte de una izquierda radical, pero es posible que una izquierda política radical, desde las consideraciones antes descritas, forme parte del gobierno y luche por instalar esos carteles y relatos, y así por inscribir los gestos antineoliberales en una transformación sustantiva que pueda traducir la revuelta en la lengua y política estatal, no sin dejar de torcerla. Esa traducción incierta, valga la redundancia, es la única chance de que el nuevo gobierno mantenga algún tipo de radicalidad que sobrepase los carteles y gestos concertacionistas que ya empiezan a invitar a la continuidad, y también de supere un riesgo quizá mayor: el de insistir con carteles de radicalidad que no vayan acompañados de los gestos necesarios para transformar la vida de las mayorías que lo han escogido.

Texto presentado para la mesa “¿Es posible o deseable una izquierda radical para la América Latina actual?”, del V Foro Rusia Iberoamérica, en enero del 2022


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