Hay una pintura de principios del siglo XVI en las galerías de la Universidad de Bolonia que muestra la espantosa muerte de San Casiano de Imola a manos de sus propios alumnos. La leyenda es conocida aunque vale la pena repasarla: se cuenta que Casiano era un cristiano que huía del Imperio Romano, y encontró un puesto de maestro en la ciudad de Imola hasta que fue descubierto y expuesto. En las hagiografías de los santos se destaca su pasión por la lectura y escritura que inculcó a sus alumnos. Esto confirmaría el alto precio del castigo aplicado a Casiano: tortura y muerte a manos de una turba de jóvenes estudiantes (algunos supuestamente incluso trajeron sus punzones afilados). La pintura de Bolonia es, de hecho, una miniatura de aproximadamente cinco por siete pulgadas, en la que podemos ver a ocho jóvenes estudiantes golpeando a Casiano desnudo y atado a un tronco. El pintor anónimo ha elegido cuidadosamente que todas las figuras den la espalda al espectador, a excepción de un estudiante en el extremo derecho de la pintura que parece sostener una especie de cuenco en el aire. Éste parece estar desconectado de la multitud frenética. Y, sin embargo, no hay heridas ni contusiones en el cuerpo de Casiano, lo que podría ser una declaración alegórica del pintor sobre la condición del mártir, o, más literalmente, denotar el simple hecho de que el cruel festín acaba de comenzar. El rostro parece poseído por una monótona incredulidad que aún no llega a expresar el éxtasis del sufrimiento corpóreo. Definitivamente su postura es la de un humillado en medio de un acto tan violento y atroz. Esto se destaca por la escenografía del asalto, que no parece tener lugar al aire libre, sino en una habitación extraña cuya única salida se devela desde una oscura y siniestra franja negra al lado izquierdo de la pintura.
Este rectangulo negro devela inmediatamente la escena del martirio. En la modernidad esto nos remonta a la figura flotante de La Muerte de Marat (1793) de J.L. David que se erige como mártir secularizado en el año cero de la representación moderna. En la pintura italiana del siglo XVI aún estamos lejos de allí, pero los recursos a disposición del pintor (el mito, la profundidad, y la figura) dibujan el umbral de un nuevo tiempo histórico posreligioso. Curiosamente, la figura de San Casiano representada aquí por el anónimo pintor boloñés ensombrece nuestro presente, ya que el maestro ha sido sacrificado no tanto mediante la violencia literal de sus alumnos, sino a través de la disposición de una desvergonzada desnudez fijada por el valor y el más absoluto abandono de la misión docente. Al menos en los Estados Unidos, la larga dispensación de la “closing of the American mind” anunciada por Bloom – pero sistematizada por los patrones de la competencia, la clasificación, la colocación, la tutoría, las guerras culturales y las políticas de identidad – implica el colapso total del maestro en la figura del administrador al interior de la opaca confabulación del orden empresarial.
Todavía en 1983 Carl Schmitt podía identificar el martirio de San Casiano como un emblema del profesor traicionado por sus antiguos alumnos: “Yo también he sido apuñalado por mis alumnos”, confesará a Lanchester [1]. Así, hace apenas cuatro décadas el maestro aún podía presentarse como objeto de fidelidad y traición. Pero hoy sería imposible defender esta hipótesis, ya que el dolor del maestro no se debe a la traición, sino a la indiferencia que supone su posible erosión y reemplazo. En este sentido, podemos decir que para que algo o alguien sea traicionado todavía debe poseer cierta aura. En cambio, cuando algo se descarta es porque ya ha visto sus mejores días. Si las universidades y las escuelas se han convertido hoy en mayores centros de monotonía y alienación de las actividades más básicas como la discusión, la lectura y la escritura, es porque tanto los estudiantes como los profesores han sido, en su mayoría, reemplazados por “mentores” y “consumidores” bajo la forma sacramental de una hipocresía generalizada, la verdadera y última ética de la clase metropolitana en descomposición.
Cualquiera que haya tenido la fortuna de encontrarse con un buen maestro o profesor sabrá que su ejemplo no brota de lo que sabe o dice saber, sino de lo que puede inspirar a los demás: buscar una forma y abrir un camino. El ethos de un maestro tiene poco que ver con la especialización o el éxito, y todo con la encarnación de una gestalt que no es accidental ni transitoria, sino que brota perpetuamente de su mito, como sugería Carchia en relación con la obra de arte [2]. Y es que el mito es la única mediación sensorial que se resiste a ser instrumentalizada en la interminable acumulación de valor de la que dispone la administración. Esto equivale a decir que el maestro encuentra la autolegitimación en su capacidad de inspirar el sentido compartido mediante el asombro de lo inaccesible.
O, al menos, así ha sido el maestro en sus momentos más luminosos. La erradicación de la docencia –que como casi todo ámbito hoy suturado por la crisis de la experiencia acelerada durante la pandemia– y su muestra su más completa abdicación al modelo del “liderazgo” y de la “capitación” bajo la rúbrica ficticia del currículo como contrato económico. Se trata del más sombrío de los futuros que Casiano jamás podría haber imaginado. Un futuro sin futuro, claramente desprovisto de mártires y mitos.
NOTAS
1. Carl Schmitt. “Un jurista frente a sí mismo: entrevista de Fulco Lanchester a Carl Schmitt”, CSS, 1, 2017, 220.
2. Gianni Carchia. Il mito in pittura: la tradizione come critica (Celuc Libri, 1987).