Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Imagen

Estética, Filosofía, Política

Hablábamos en torno a la imagen. Como no la teníamos presente, hablábamos de ella, cerca y acerca de ella. Quizás, por lo mismo, no buscábamos anclarnos a su centro trasladando a registro conceptual la presunta evidencia de su mensaje; de seguro, por lo mismo, tampoco soñábamos perdernos más allá de su periferia o proyectar nuestro eros desprovisto de objeto como si la imagen fuera un mero recipiente vacío y dispuesto a satisfacer esa voluntad que le concedería absoluto sentido desde cada sujeto. No se trataba de lo uno ni de lo otro; se trataba de lo uno y de lo otro, pero en cuanto otro más: de un indelineable. Indelineable sobre y más allá del cual el encuentro entre la consistencia irrefutable de lo representado (por ejemplo, el perro hundiéndose en Goya, que no puede dejar de ser un perro) y el deseo espontáneo de interpretarlo para sobreinterpretarlo y transgredirlo (la angustia ante una irremediable vejez, que es la vejez de Goya pero también de la pintura figurativa y del arte al servicio de la Corte) fricciona su propio abrazo, hunde el encuentro de dos dimensiones en una profundidad turbia, opaca y resistente, donde quienes se abrazan, quienes se tocan, saben que sólo han de abrazarse porque en el otro hay algo intocable que dicho abrazo quiere y no puede tocar.

Así, hiriendo a otra piel y adhiriéndose entre sí lo indesmentible de cualquier imagen frente a nuestros ojos -ya sea lo representado o la materialidad de sus componentes-, por un lado, y la afluencia de fuerzas que fantasean en su seno, por otro, parecieran luchar y danzar, parecieran devenir otras de sí. Son sí mismas en la medida que se rasgan y disponen, pero también al tiempo que se resisten a otra experiencia: a una experiencia otra capaz de dislocar su articulación previa y de disgregarlas por los campos de la ciudad. Una copulación no armónica, por cierto, sino proliferante. Gracias a tal copulación entre ambos ámbitos se abre un lugar para el pensamiento pensante: es la potencia de la vida en cuanto pensamiento, la fuerza de la imaginación que sobrepasa cualquier inercia cientificista, cualquier sometimiento de lo imaginado al ámbito reproductivo, a la mera construcción de hipótesis predictivas en función de una realidad preexistente. Separar la cópula implica separar a dos cuerpos del acontecimiento que -sin saber cómo- los ha hecho coincidir pasajeramente, que los ha extasiado en sus diferencias intocables, en sus caricias transgresoras, en sus cuidados y adioses postreros, que los ha tornado un acontecimiento donde nada hacía presagiar aquello. Separar esa experiencia significa algo burdo y habitual: analizar, describir, secuenciar, en resumen, despotenciar la singularidad de esa misma experiencia copulativa donde toda imagen parece imaginarse, donde todos los amantes parecen amarse, en la cual no hay dónde pero, a su vez, damos lugar a la intempestividad de un sin lugar. Así, en vez de asediar sus márgenes, de soplar sus cenizas, de desempolvar para toser más que para descubrir y, simultáneamente, de estar siendo convocados incansablemente al centro sin centro de cada imagen, el analizar una imagen consiste en un acto tan científico como asesino: explicar y distribuir sus diferencias para neutralizar la tensión que ellas desencadenan y sobrepujan a toda experiencia singular.

En efecto, tras el imperio de la analítica cientificista -tan propia de nuestros tiempos- y, de otro lado, la subjetivización de las imágenes en cuanto voluntad de poder que ve lo que quiere ver, se ha consumado una doble catástrofe para la ética de la imaginación productiva: la de una persistencia que excluye el movimiento, la de un principio de conservación basado en la seguridad de este aquí está al frente; y, por otro lado, la catástrofe de un exceso de voluntad, de una sobreabundancia en la mirada, de una transgresión destructiva y capaz de aniquilar cualquier cuidado, de precipitar la violencia de su dominio erótico sobre una imagen a la cual utiliza cuan fuera blanca y vacía. En ambos casos, nunca se habla de la imagen, de las palabras que toda imagen porta y viceversa: sólo se analiza un esquema científico o sólo se proyecta uno mismo. Pero allí es donde podemos cerrar los ojos.

Quizás cerrando los ojos a la segmentación ordenada de una imagen, así como al deseo ego-erótico de buscar vernos proyectados en ella, podamos verla por primera vez: siempre vista por primera vez, pensada y fluyendo como siempre ha de poder ser.

Me invitaste a cerrar los ojos: entonces imaginamos.

*

La semana pasada, en el seminario sobre la imaginación material organizado por el Centro de Estudios Árabes Eugenio Chahuán de la Universidad de Chile, Andrea Soto Calderón dictó una conferencia. Una de sus primeras intervenciones consistió en retomar la célebre frase de Jameson: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Luego agregó que el capitalismo cibernético le ha concedido tal nivel de relevancia a la reiteración de las mismas imágenes que ha provocado una degradación de la imagen en cliché. Al decir de Deleuze, creo que el cliché sería el modo de vibración más mínimo de una imagen. Es decir, que la degradación de la imagen ha venido aparejada con la degradación de la imaginación: con la imposibilidad de pensar el acontecimiento y su intensidad: la irrupción intempestiva. Por, muy en términos capitalistas -seguía Soto Calderón-, resulta más fácil imaginar que un asteroide pulverice la Tierra antes que un planeta sin capitalismo, como si el fin necesariamente debiera ocurrir de golpe, en cuanto unidad de sentido totalizante, restándonos cualquier modo concebir otras posibilidades de fin y, por cierto, también restándonos otras formas de habitar y de convivir no trazadas de antemano, y abiertas en y por una imaginación productiva, más allá de todo delineamiento pronosticable.

En plena época de transparencias contamos con una opaca pesadumbre. Tal vez sea a esa opacidad, malsana en un comienzo, a la cual sigamos siendo llamados, exigidos (por el pensamiento mismo) a oponerle resistencia y, aún más, a poner en resistencia: a tensionar su densidad y también a usar como recurso de contaminación sobre toda presunta transparencia. Porque no se trata de fundar otro mundo, como un molde metafísicamente prefabricado para luego introducirlo o sobreponerlo a éste; sino que se trata de atisbar, en medio de la aparente ingravidez de nuestros pesares, que esa misma opacidad guarda una línea de fuga por donde ha filtrarse, entre los intersticios de cada pixel, el advenimiento de un mundo otro. Imaginar, en ese singular sentido, significa dar cabida a aquello que nos excede, mantener abierta la posibilidad de la irrupción de lo imposible: imaginar, incluso aunque no lo sepamos, es invocar al acontecimiento que se agazapa en los poros de cada imagen.


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